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viernes, 8 de abril de 2022

EL SUEÑO SIN FIN

 

No es un palacio de cristal conmigo como soberano de un reino imposible, ni soy el náufrago de una isla habitada únicamente por hembras que pugnan por ser las primeras en alcanzarme para perpetuar su linaje, ni estoy en una cuita piadosa donde me ha sido concedido recuperar a mi padre del olvido de sus días, ni hay voz para Borges ahora vidente o cualquier otro personaje de mi olimpo personal; cuando me extravío en los sueños, el tema que más se repite una y otra vez es mi reencuentro con un amigo que dejé de ver desde el colegio.


Egüez y yo compartíamos un curioso vínculo arrastrado desde la cuna y es que en el salón donde estudiamos la secundaria los lugares en las carpetas estaban asignadas por orden alfabético y siendo él Egüez y yo Elías, nos tocó sentarnos en carpetas contiguas, con él por delante y yo inmediatamente detrás. Día tras día durante al menos un año de la secundaria lo tuve siempre a la distancia de un brazo y bastaba inclinarme un poco hacia adelante o él reclinar la cabeza para consultarnos la última incidencia de la clase o simplemente para divagar y hacer del tiempo un poco menos cruel de lo que era en esas mañanas y tardes eternas abatiéndose sobre nuestras cabezas con su marasmo y aburrimiento. Pero más que una mera casualidad en la secuencia natural de las letras que nos dispuso a ser compañeros de carpeta, yo pretendí ver en ese orden un designio superior a nosotros mismos, de la efímera voluntad de nuestras adolescencias en aquel colegio del Callao y que luego sería corroborado por otras señales.

 

Esta nueva señal me fue revelada ante una ventana de nuestra aula y que no cedía ante mi empeño a que fuera abierta. Se alzó entonces el coro de burlas de mis compañeros que presenciaron cómo la manija de la ventana me dejaba en ridículo hasta que apareció el brazo diligente de Egüez hacia el obstáculo pertinaz y sin mayor esfuerzo dio paso a la brisa de aire que reclamábamos. Luego se volvió de regreso a nosotros y dando la espalda a su triunfo de cristal sentenció con histrionismo: “Dicen que nos parecemos… pero por lo visto no es así.” La anécdota sirvió para poner al descubierto mi torpeza ante el desafío de una manualidad pero también para confirmar la sospecha que yo venía entreviendo y era el cierto parecido físico entre ambos y que Egüez había tomado en cuenta para enfatizar en todo caso aquello que sí nos diferenciaba.


La tercera clave importante de esa pretendida simetría entre nuestras vidas me la dio el ajedrez. Fui yo precisamente quien lo condujo a la secta de pensantes absortos que es este juego, le anuncié la promesa redentora que le aguardaba al peón en el final del tablero y redimir su humilde condición, la magia otorgada al caballo para duplicar los saltos de aquella criatura briosa a la que representaba, la ciencia transmutada en arte de destronar al rey con la irrevocable amenaza de un jaque mate, y así, uno a uno, todos los dones de un buen ajedrecista. Los peldaños de una escalera solitaria o un ángulo despoblado de cierto muro ajeno al enjambre de siluetas plomizas en que quedaban convertidos los patios durante los recreos, fueron las aulas improvisadas de esta relación desigual de maestro discípulo a cada lado del tablero, desigualdad que Egüez con inteligencia se encargó con el tiempo de restablecer al empezar a ganarme tantas veces como yo a él al punto de quedar habilitado junto conmigo para formar parte de la selección de ajedrez en los torneos interescolares.

 

Por aquellos días yo había terminado por resolver un misterio familiar acerca de mi hermano Carlos muerto muy precozmente y a quien nunca conocí al ocurrir antes de mi nacimiento. Tan breve había sido su existencia que apenas bastaba un puñado de oraciones para evocarlo y luego nuestras propias vivencias terminaban embalsamándolo en sucesivas mortajas debajo de las cuales yacía mi hermanito sin el amparo de una palabra que lo trajera de regreso. Así pues ya en el colegio con la edad suficiente emprendí solo la fantástica travesía de hallar aquel recóndito lugar donde reposaba el perpetuo ausente y sin más ayuda que el conocimiento de su nombre. Durante jornadas de varios días trajiné nicho por nicho los lúgubres pasadizos y fantasmagóricos cuarteles del cementerio Baquíjano extraviándome entre todos aquellos espíritus desvanecidos en lápidas herrumbrosas, hasta que tan azarosa búsqueda fue gloriosamente recompensada con el hallazgo donde yacían los restos de mi hermano. Lo había conseguido.

 

Entretanto aquella frenética pesquisa de mis raíces me impregnó de muchas ansias que tomaron la forma inaudita de pretender haber recuperado a mi hermano más allá de ese abandonado palmo donde aún agonizaba su calavera. Y es que sí, en mi febril imaginación de muchacho que empezaba a rodar por el mundo, un absurdo consuelo fue prosperando hasta convertirse en una vaga certeza: si Egüez tenía un apellido tan próximo al mío, si nos parecíamos físicamente y terminé por enseñarle algo como el ajedrez que nos mantuvo íntimamente juntos por tanto tiempo, era porque de algún maravilloso modo él mismo resultaba ser aquel hermano que siempre quise y la vida me arrebató.

 

Desde luego tuve el pudor de abrigar esa fantasía en soledad. Fuera del ámbito del ajedrez mantuve una discreta distancia con él lo cual terminaba por reforzar su condición de representar a alguien que nunca podía ser alcanzado plenamente. Tampoco nos saludábamos con particular emoción sino que intercambiábamos miradas cómplices y gestos incomprensibles que tenían un poco de afecto noble pero otro poco de albur. No fuimos grandes amigos, nunca supe el nombre de su primer amor ni él supo del mío. Solo conocí su casa por una antojadiza maniobra del destino que se empecinaba en vincularnos y ocurrió cuando Egüez cayó derribado a la pista por el impacto de un automóvil al salir juntos del colegio. Golpeó su cabeza contra el suelo y perdió temporalmente la memoria. Subimos al auto en cuestión y la culpa de quien iba al volante lo condujo a consentir al herido en lo que pidiera y él pidió ser llevado a casa. Una vez allí bajó por sus propios medios y fortuitamente le dio el encuentro una señora rubia sin que necesitara anunciarse y ella lo llamó sin reservas “mi bebé”. Pensé entonces en mi madre y las muchas veces que me daba un trato similar. Y pensé por un momento también, ya con la fantasía desbocada, que esa señora que acurrucaba a mi pretendido hermano debía ser naturalmente mi propia mamá. Pero por sobre todo concluí que si un hallazgo me hizo descubrir dónde había ido a parar ominosamente mi hermano, otro hallazgo que debió ser obra de algún hechizo me condujo a las puertas de la casa de este hermano figurado y comprobé con silencioso júbilo y asombro que ahora vivía la vida plena que no le había tocado vivir.

 

Años más tarde nuestra promoción egresó del colegio San Antonio y dejé de ver a Egüez para siempre salvo por una nueva vuelta de tuerca del destino que se empecinó en hacernos coincidir brevemente en un ómnibus cualquiera. Han pasado casi treinta años desde entonces pero en verdad nunca hubo tal despedida entre nosotros puesto que como dije al inicio de este relato, si hay un sueño que ha persistido hasta el día de hoy y se repite una y otra vez en el firmamento de mis noches es el de mi reencuentro con él. Allí aparece Egüez sin ninguno de esos embustes o refinamientos con que el sueño te traiciona saboteando identidades para hacerles aparecer con otras distintas o usurpando sus atributos a los protagonistas para conferirles otros ajenos. No. En esa brumosa realidad él surge tal cual era, hacedor de jugadas de ajedrez y con mayor habilidad que la mía frente a las ventanas reacias en abrirse. Lo que sí ocurre es que de algún modo caigo en cuenta de dos cosas con distinto grado de acierto: La primera es la conciencia de saber que este sueño no es sino otro tanto de muchos que ya he tenido con el propio Egüez y desarrollando una idéntica historia. La segunda es que esta vez no me engañan los sentidos y el reencuentro es genuino y por tanto llegó la hora estelar tantas veces postergada de hablar él y yo desde las entrañas.

 

En ese sueño delirante y persecutor, diáfano y tibio, fraternal nunca mejor dicho, entre solemne y abatido revelo a Egüez la idea deliciosamente ingenua que él había sido siempre el álter ego de mi hermano fallecido de manera precoz, que lamentaba no haberle hecho esta íntima confidencia antes, que seguramente entendía que habiendo obrado de otra manera habría provocado que él iba a dejar de ser quien yo pretendía y entonces perdería a mi hermano por una segunda vez, que jamás había salido de mi boca el que su mamá lo llamó mi bebé y pierda cuidado que solo se burlarían de mí por lo torpe que era para abrir ventanas, que debí cuidarlo mejor en el accidente aquel, y qué bueno que cuando perdió la memoria no olvidara acorralar el rey como le había enseñado en los recreos y salidas sobre esos muros pensativos, lejos de todos y de todo tal como yo hubiera querido que pase si mi hermano no se hubiera marchado antes de yo poder conocerlo, y en su lugar tener que buscarlo uno a uno entre todos esos muertos apilados juntos de los que solo quedaba ya polvo y olvido.  

 

Tal es pues el sueño que más veces he tenido y cuya evocación se ha dilatado durante la vigilia con sucesivos por qué sin respuesta. Seguramente habrán de venir otras noches en que me persuada asistir a la irrevocable primera vez que confío a Egüez mi pudoroso secreto. O quizá ahora tras este exorcismo público de mis aflicciones sobrevenga el siguiente eslabón de este engranaje compartido al que parece estamos sujetos Egüez y yo, y surja sobre la almohada en la forma renacida de un nuevo sueño en el que ya cesen mis eternas cuitas y ahora pueda conocer su parte de la historia que él tenga por contarme. Si es así entonces lo único que me queda por desear es: “Que tengas muy buenas noches, Egüez.”

lunes, 7 de febrero de 2022

El reino de mamá

Elefantes con la trompa enroscada en alto a perpetuidad por el hechizo del cristal con que están hechos, jarrones de tallo esbelto en un frondoso desfile de vanidad, la loza de la vajilla ennoblecida por todos los días y las noches que estuvo ajena del mundano comer, el bronce y el mármol alzados en gritos, la barroca simetría y la silueta solitaria que triunfa en un rincón, el mate y el turquesa, tal es el reino de las cosas de mamá. 

Para mí este pequeño arte, este arte doméstico y privado de disponer los adornos y útiles de toda raza en un espacio que no sea reprochado por la armonía de las formas, siempre me ha sido negado supongo que porque el desorden y la dejadez de lo inmediato me llevaron a preferir el amontonamiento cruel de las cosas. Pero mamá tiene un reino propio donde todo reluce y todo es una mansa belleza, uno sin fronteras definidas del resto de ambientes de la casa que yacen desde la monotonía a la vera de su encanto como cabañas en torno a un castillo medieval. 

Desde la calle los ojos distraídos que pasan seguramente habrán de obviar los taciturnos gendarmes que ofician a las puertas de este reino con su verde rubor de hojas sobresaliendo de sendas macetas y que solo el viento a veces alcanza de inquietar tan extendida vigilia. Llamar simplemente sala al mentado reino sería exacto aunque todavía impreciso porque la sala es un ámbito elegante sí, pero ámbito compartido al fin, mientras que la sala de casa pertenece a los dominios de mamá y es allí donde quedan coronadas sus sienes.

Mucho tiempo atrás una teterita de juguete mal disimulada en una cóncava herida de la pared había quedado como único recuerdo de una tarde de juegos entre dos niñas y que junto con otras piezas tan diminutas como la teterita dieron lugar a un mundo de postres y pan por untar que aparecían y desaparecían con el solo conjuro de sus palabras. Cuando el juego terminó una de las niñas se llevó consigo todas esas réplicas en miniatura salvo esa teterita que la otra niña había ocultado para quedarse con ella. La culpa del hurto no dejaba que prosperara en ella la felicidad de esa conquista hasta que una voz imperativa anunciada tras sucesivos golpes de puerta la condujo a tener que señalar con su temeroso índice el agujero en la pared donde la teterita fue vanamente suya por unos instantes. No volvió a ver la teterita en mucho tiempo, si acaso alguna vez la volvió tener, y ya no hubo ni postres ni pan por untar y esa polvorienta y cóncava herida en la pared nunca cicatrizó en su corazón.

O quizá, o quizá alguna vez sí cicatrizó al fin aquella herida en una de esas tantas lozas chinas con diseños azules que mamá exhibe en su aparador cada una sobre su base triangular y silenciosamente, con una magia distinta de cuando niña, se alcanza ella misma un poco de lo que aquella pobreza le mordió a su infancia desvalida, la misma que no le dejó tener su propia y anhelada teterita, la misma que hizo que el juego de la comidita sea prematuramente para ella una implacable realidad de filudos cuchillos y de ollas burbujeantes como el caldero de una bruja. 

Qué otras claves quedarán celosamente guardadas en ese reino de apariencias, qué otras cuitas y otros tormentos se cobijarán en el embuste de la piel briosa de aquellos adornos, dónde habrán de disimularse las ausencias de papá, bajo qué fulgor yacerá el ultraje de las décadas que la enviudaron, qué oropel fue enmendado en su porfiado recipiente un día de enésima ingratitud de sus hijos, qué espejos la duplican para acallar el amargo silencio de sus nietos, qué artesanía con nombre de enciclopedia la devuelve a su primaria elemental, qué cuadro inicialmente impar de la pared la persuadió en buscar ese otro cuadro que le hacía falta porque ni siquiera los cuadros merecen el ancho y el largo de un abandono. 

Cojines que se desvelan hasta el alba en su terciopelo, un ángel que se llena de piedad antes del disparo de su flecha, la chimenea que remeda al fuego sin los escombros de las cenizas, los pétalos de filigrana que no arrancarán los otoños, las baldosas equilibrándose invictas en la pared, los cuerpos vidriosos y los espíritus altaneros, el turquesa y el mate, el tedio de las formas atrapadas en un eterno suspiro, tal es el reino de las cosas de mamá. Un reino doméstico y privado, íntimo y evocador, de maternidad que persiste en el oro triste de sus detalles, de agonía y amor. Uno de esos inauditos reinos largamente soñados pero dichosamente reales.   


domingo, 23 de enero de 2022

El ABRAZO PERPETUO

                                                                       

Se llama Oso y como el animal que le presta el nombre es peludo, de movimientos toscamente graciosos y para quienes lo ven por primera vez les despierta esa ternura propia de los osos de peluche. Yo tuve uno de esos juguetes con brazos extendidos que no abandonaban nunca su empeño perpetuo de ser estrechado, y ahora este otro oso con un corazón que no es de fantasía como aquel que dormitaba a veces en una repisa, un oso que ladra, gruñe y se acobarda, me ha devuelto los días exterminados en la memoria de un compañerito siempre conmigo.

 

Oso es peludo, motoso y la mayor parte del tiempo blanco cuando el lodo de algún charco persistente luego de un día de diminuta lluvia no se le trepa por entre las patas y conquista su vientre porque entonces él es dudosamente de pelo blanco hasta que el agua al que tanto teme le devuelve su identidad perdida. Es pequeño, algo más grande que el gato más grande que haya visto nunca pero con el tamaño suficiente para hacer de una almohada su colchón entero. Desde luego él entiende a su manera la comodidad porque a veces ha preferido amanecer sobre uno de los zapatos de mamá y todavía en casa no hay quien haya reunido la valentía suficiente para mostrarle que hay mejores maneras de dejarse vencer por el sueño porque nos lo hace saber con una siniestra sonrisa ahuecada en la oscuridad.

 

Lo he olvidado a veces cuando me lo preguntan pero él es un chitzú y sí, algún largo día compartido entre ambos me ha parecido que él mismo reafirma su raza en uno de sus estornudos. Si su origen es chino como dicen no habrá sido lo único que nos haya llegado a casa desde ese remoto país aunque este otro visitante es de tan ingrata recordación que hasta se nos hace invisible y de hecho lo es. De cualquier modo no deja de ser inquietante que de muy cachorro Oso haya sido separado de los suyos, de su madre cuadrúpeda quien quiera fuera y del resto de sus hermanos que conformaban la camada, y que desde el primer día si resumió su pesar cerca al umbral de nuestra puerta, terminó disuelto al instante de volver a vernos como fue evidente por sucesivos y vigorosos movimientos de su cola inquieta. Aquella vez ese pequeño huérfano en un mundo ajeno había decidido sin más abandonar su propia familia para entregarse a unos perfectos extraños.

 

Oso a veces es Oso pero también Osito u Osín dependiendo de cómo se me antoje llamarlo y de todas las formas él devuelve una mirada de alerta y a veces una cabeza que se yergue como una esfinge recuperada del sopor a la que le condenaron las arenas del desierto. Todo él es entonces un signo de interrogación aguardando la orden que rompa el suspenso de sus patas. Un solo chasquido de mi mano y pronto debajo de ella se estremece un entusiasmo de piruetas sin cesar. Y así al acariciar a mi perro que no se aparta de mi lado, me llega el raro convencimiento de que no obstante ser el amo que impone su soberanía, soy yo el que finalmente se pregunta si la vida tiene algún sentido mientras mi peludo súbdito no deja de ovillarse sobre el suelo abandonado en un espasmo de felicidad.

 

Esta sabia criatura es muy hogareña y no tiene el espíritu explorador de otros caninos. Jamás será un sabueso que desentierre un desdichado que agoniza bajo una pila de escombros ni tampoco completará un circuito de obstáculos en una feria de domingo. De hecho el miedo a sus congéneres es más fuerte a su curiosidad por olfatearlos. Lo he visto tensar el extremo de la correa en los días de paseo para investigar al perro más cercano, y trémulo darse media vuelta cuando le corresponden el interés. Sus amigos son en cambio los postes enmohecidos, los arbustos en los que prospera el olvido y sobre todo ciertos rincones del césped donde otros dejaron su rastro y él se deja impregnar contorsionando el cuerpo con las ansias de un niño en una guardería solitaria que persigue las sombras de los que nunca podrá alcanzar.

 

Mezcla de portero irredimible de nuestra casa, peludo terapista antiestrés, asceta al que le transcurren todas las horas en su hocico resignado, y también por qué no, estropeador profesional de los adornos y plantitas de mamá, Oso ha venido renovando fielmente día tras día por unos cinco años ese extraño deseo de ser uno entre nosotros sin mayor beneficio que un puñado de croquetas en las orillas de su plato y poco más.  Así habrá de transcurrir su perruna vida de un dichoso tedio al pie de nuestros sofás o sobre ellos, relamiéndose ausente debajo de las mesas o sillas o reiventando alguna ropa vieja como su juguete favorito hasta que, entre cabizbajo y estremecido, la muerte le arrebate su intacta promesa de afecto perpetuo. Por lo pronto al menos en esto se parece mucho a ese oso de peluche con el que jugaba de niño cuyos brazos permanecían en una búsqueda de abrazo permanente, salvo que este oso que la vida me obsequia ahora tiene un corazón que no es de fantasía.   

miércoles, 14 de julio de 2021

La silla usurpada (Mi experiencia en la vacunación)*

La silla usurpada (Mi experiencia en la vacunación) *

Después de poco más de un año y medio del inicio de la pandemia, de una obscena cantidad de muertos, de echar de menos a Larenas y varios otros que conocí de cerca, de muchos miedos acumulados en el sueño y en la vigilia, me alcanzó el día que jamás llegaba en que fui inoculado con la primera dosis de la vacuna del covid 19. 

Fui el quinto de un grupo de seis personas que nos acercamos juntas al aséptico módulo donde todo estaba a punto de pasar y cada uno en el orden en que llegaba, iba ocupando una de las seis sillas dispuestas allí a cierta distancia donde nos aguardaba una enfermera y su asistente. En ese momento no lo pensé pero ahora que todavía no cesa el dolor en el hombro donde recibí la vacuna se me ocurre que los seis que avanzábamos hacia ese breve destino terminamos siendo elegidos en una macabra versión del juego de las sillas, ese juego en que cuando niños el número de las sillas es menor al de los que daban vueltas alrededor de ellas y se mantenían alertas a la interrupción de la música porque entonces era la señal para sentarse a toda prisa y el más lento quedaba apartado sin más, solo que aquella vez los seis que caminábamos por el insólito pabellón en fila hacia aquellas sillas decisivas, éramos un puñado de sobrevivientes de una vasta muchedumbre que terminó irremediablemente fuera. 

Ocupé el penúltimo asiento sin ser consciente de todo el infierno de cosas que pasaron o dejaron de pasar para que esa extraña elección me reservara la silla negada a Larenas y a tantos otros. Muchos años atrás en el colegio la coincidencia de unas carpetas hizo de ambos compañeros de aula ignorando que esa era una de las formas en que la vida nos coronaba con la fortuna frente a aquellos cuya adolescencia fue como un árbol que no terminó de crecer, y ya con la pandemia encima Larenas sucumbió al suplicio del covid con lo cual en el eterno juego de la sillas ahora me tocaba sentarme en el lugar que le pudo corresponder. Sin embargo ahí estaba yo, replicando la inocencia de no saberme favorito de la vida cuando fuimos escolares con mi amigo desaparecido pues aunque sentado en aquella silla privilegiada del centro de vacunación no fui capaz en ese momento de aquilatar que durante la pandemia a muchos el destino les desatendió en sus unánimes súplicas.

Como dije era el quinto de un grupo de seis personas y ese fue de algún modo un conjuro matemático arrojado sobre nosotros puesto que el número corresponde con la dosis exacta de un extracto obtenido por vez de la vacuna Pfizer, y es como si el destino nos hubiera agrupado de a seis también en un único cubileteo de dados para decidir un desenlace compartido por todos. Una suerte de nuevo juego de las sillas solo que esta vez con igual número de sillas que de jugadores. Pero al mismo tiempo las mascarillas delante de todos esos rostros con identidades suprimidas enfatizaban que ese cubileteo de dados en busca del desenlace era obra del azar pues solo tiene una anónima obsesión por las cifras y no distingue a malvados de piadosos.

Y sí, allí estaba al fin el prodigio encapsulado en su cámara de frío. La esperanza engañosamente empequeñecida. Esa promesa de paz extendiéndose de a pocos sobre la fatigada Tierra. Un vaho se dejó escapar con la apertura del recipiente como una reminiscencia de cuando las sacerdotisas quedaban envueltas en una bocanada de aquellas emanaciones ante el oráculo que consultaban. De sus entrañas la enfermera extrajo el fantástico elixir que se perdió por un momento entre sus guantes de látex. Luego el frasco diminuto fue izado en un gesto suyo de buscar exactitud antes de perforarlo con la jeringa. Vimos resplandecer el azul de su uniforme que hizo de fondo momentáneo al frasco vidrioso. El primero de nosotros ya se había descubierto el hombro y alternadamente nos fuimos dejando llevar para recibir el pinchazo. Cuando llegó mi turno me atreví a ver cómo desaparecía bajo mi piel las tres medidas calibradas del líquido de la jeringa y que era empujado con lentitud por el émbolo. La sensación de dolor fue superada por el frío que me produjo la vacuna alojada a varios grados bajo cero. El esparadrapo dejó inmóvil la gasa en el punto donde la aguja se abrió paso. Todo estaba consumado. ¿Lo está…?

El futuro desde luego es incierto aunque algo auspicioso. Aún estoy a la espera de mi segunda dosis de la vacuna y solo he completado una parte de este sinuoso camino emancipado del dolor. Entretanto, mientras la pandemia persista los amaneceres habrán de sobrevenir arrastrando la huella de ser ofrendas con que el tiempo te abruma una vez más desde la ventana, y en mi diálogo silencioso con Larenas supongo que me acechará la culpa por usurparle su lugar en la silla también a él, culpa que solo podré confrontar enrostrando el dudoso mérito de haber sobrevivido.

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* A la memoria de José Luis Larenas Nieri (1973-2021)

jueves, 29 de abril de 2021

La Fundación

¿Qué hace a un barrio ser lo que es? Supongo que estoy capacitado para responder bien a esa pregunta. Vivo en uno que se acababa de fundar cuando tenía t res años y ahora mismo, más de cuarenta años después, si me asomo a la ventana veo el mismo parque y las mismas casas de toda la vida. Y si el tiempo se encapricha lo suficiente, a lo lejos en el horizonte alcanzo a distinguir lo que la neblina, el vaho y la distancia normalmente no me lo permiten: el mar del Callao y ese par de islas huérfanas de la tierra firme que de pronto surgen bajo un sol radiante que como una lámpara furtiva las redime de su ausencia casi perpetua del paisaje. Pero para papá y para muchos de sus compañeros de la Federación de Empleados Bancarios, aquel glorioso primero de mayo de 1976, en un viaje inverso que los alejaba del Callao, iban a terminar de descubrir aquello que no necesitaría de ninguna lámpara furtiva para hacerse realidad concreta detrás del asombro de sus manos enternecidas: las paredes y los muros de sus flamantes hogares propios en el naciente barrio del Parque de los Bancarios. 

Que nadie subestime a esas cajas apiladas con descuido en un rincón. En una de esas cajas se decidió que yo viviera a la espalda de un parque, centro de todos los juegos, y estuve obligado a buscar a mis amigos en lugar de ser buscado por ellos, y por culpa de una de esas cajas me he pasado la vida caminando al menos un par de cuadras de ida y otras dos de vuelta para llegar a la tienda más cercana en vez de cruzar solo una pista. Y es que una de esas cajas modestas y quizá maltrechas fue usada como el ánfora donde unos papelitos prolongaron en cada doblez suyo el suspenso de establecer en qué lote le correspondería vivir a cada uno de esos ochenta fundadores de nuestro barrio. Un leve giro en la muñeca de papá delante de esa caja decisiva y todo habría sido tan distinto a tener que vivir en un pasaje con nombre de marinero, y ahora mismo tal vez podría contar genuinamente cómo una palmera que se derrumba trae abajo parte del muro de una casa en lugar de solo imaginarlo en el relato de mis vecinos que sí presenciaron el prodigio de la naturaleza imponiéndose fortuita sobre la frágil voluntad de la gente. 

Mala fortuna o no en esos extraños designios, lo cierto es que papá recibió esta misma casa donde escribo esto a salvo por el momento de terremotos y de palmeras que sucumben a la gravedad. Y como he dicho si me asomo a la ventana puedo ver el mismo parque y las mismas casas de siempre pero ese primero de mayo del 76 papá se asomó a una ventana donde todo lo que yo conozco aún estaba por ocurrir. Todo estaba  por inventarse en nuestras vidas, por ser revelado con la urgencia con la que ocurren las cosas delante de nosotros, por ser deformado en un recuerdo poco fiel, por ser olvidado sin remedio. Ni tan siquiera había llegado a su bolsillo la primera moneda que el señor Neptalí desapareció entre sus manos e hizo reaparecer detrás de la oreja de uno de nosotros porque aún no era gastada en aquella tienda donde la moneda precursora fuera puesta camino a su breve mágico destino. Hubo de ser una copa empuñada por todo lo alto en un majestuoso brindis durante las celebraciones de la entrega de las llaves a sus propietarios, la que despertó de su largo letargo polvoriento a esta parte de la ciudad que hasta entonces había permanecido bajo el eterno tedio del sol y de las estrellas.

Atrás habían quedado los sobresaltos de esos ochenta expedicionarios en la búsqueda del terreno sobre qué cimentar el sueño de la casa propia. Desde 1970 fatigaron diversas zonas del Callao donde la ausencia del cemento aún hacía válida la palabra rústico para enfatizar lo que el índice señalaba a la distancia sin que se encuentre mayor obstáculo en el camino. Y hasta un establo de vacas cerca a la paz irremediable de un cementerio fue concebido sin sus mansos cuadrúpedos y sin su fecunda leche en las deliberaciones de quienes creían posible reconvertirlo en la urbanización que pretendían hacer suya. Pero los bovinos derrotaron a esa tropa decidida de empleados bancarios sin mayor esfuerzo que sus apacibles mugidos y persistieron en su rumiante existencia mientras el sueño inmobiliario tuvo que postergarse de manera ciertamente poco digna. 

Así transcurrió la afanosa búsqueda hasta que la suerte dio tregua a papá y a sus compañeros liderados por el siempre discreto señor José Ludeña cuando una expropiación a la sexta etapa de la Hacienda Maranga les reservó el terreno que tanto les había sido esquivo. Desde un inicio solo tuvieron cabida suficiente para cincuenta familias pero las treinta que faltaban se completaron con un juego de influencias resuelto detrás de un escritorio poderoso que evitó la escisión del grupo en poseedores y desposeídos. Con los ochenta lotes ya por fin asignados se empezó el largo proceso de dar forma a lo que serían nuestras casas, interrumpido por la constante falta de materiales  como ocurrió con el entarimado de maderas finas llamado parqué que se adhería al suelo con una capa de infernal brea hirviente y que el vecino Jorge Díaz hubo de traer sobre las cóncavas espaldas de un par de camiones en un viaje remoto a la selva. Definitivamente cuando era niño y mis soldados se apostaban en una batalla invadiendo todo ese parqué sobre el que morían y volvían a nacer, no hubieran necesitado una misión tan a la medida de su espíritu aventurero que replicar el tortuoso traslado de aquello que estaba exactamente debajo de sus ametralladoras y espadas.

La cooperativa que se organizó para financiar el levantamiento de mi casa y la de mis vecinos más próximos era la Cooperativa de Vivienda Limitada Número 501. Quiere decir que en alguna parte otras quinientas cooperativas se pusieron en marcha para dar techo a sus agremiados. Y no digo nada de las que vinieran después. Este destino compartido por muchos convierte a la historia de la fundación del barrio donde crecí de pretendidamente singular a una simple historia común. Se trata de solo tres manzanas de viviendas petrificadas en el azar de mirar por siempre al parque o dar la espalda a él. A cualquiera le tomaría unos cinco minutos pasar por enfrente de cada una de esas casas y en su inerte recorrido no encontraría algo más interesante que una palmera gigante de hojas envejecidas cuyo grueso y espinoso tallo lleva impregnada la profecía de hacia dónde caerá. Para descubrir aquello que lo convierte en verdad en único tendría que regresar a la pregunta inicial con que inicié este relato: qué hace entonces a un barrio ser lo qué es. 

Creo que la respuesta más exacta consiste en aquella que define al barrio como ese lugar donde siempre se está o donde siempre se quiere estar. Es lo que hicieron los ochenta fundadores del Parque de los Bancarios. Emprendieron juntos el caro propósito de encontrar el lugar dónde vivir. Dónde despertarse con pereza por las mañanas. Dónde dejar fuera el peligro una vez cerrada la puerta tras de ellos. Dónde los persiga la felicidad a sus hijos. Y en su afanosa búsqueda eligieron este preciso lugar y no otro. Estas tres manzanas alrededor de un pequeño romance verde que danza con el viento en el rumor de las hojas de sus arbustos, pero que como la vida también sabe de enojos y hace caer con estropicios una de sus palmeras sobre un muro o es incierto también como la vida misma en la forma de otra palmera desmesurada que bamboleándose desliza desde lo alto su propia sinuosa interrogante.

Los fundadores hicieron suyo este lugar, se lo arrebataron al eterno tedio del sol y las estrellas, inventaron la  sombra donde jamás hubo sombra, y luego sus calles recién asfaltadas los condujeron a destinos breves de donde volvían con una tibia promesa de alimento al fondo de una bolsa de tela o a otros más lejanos como cuando el trabajo les apremiaba llegar a tiempo, o a otros destinos más inhóspitos para la memoria, pero al final esas mismas calles de innoble gris los traían de regreso a casa, al dulce hogar, donde los suyos, un buen sillón y el parpadeo del televisor filtrándose por el resquicio de una puerta en medio del arrullo de la oscuridad les daban la vaga certeza que alguna vez aquí les alcanzaría la muerte pero que no habría mejor sitio dónde aguardarla mientras viene por ti. 

Transcurridos ya cuarentaicinco años desde su fundación el Parque de los Bancarios persiste en ser ese lugar donde siempre se está o donde se quiere estar para aquellos fundadores que aún siguen entre nosotros y para sus descendientes. Que a otros les seduzca lo nuevo por conocer, que otros contemplen la puesta de sol inaudita, que los eclipses los sepulten en su unánime sombra, que en ese remoto acantilado dejen la huella que nadie más dejó. Yo que he estuve aquí desde los orígenes del barrio, que me hice grande como sus casas y he envejecido a la par de la herrumbre acumulada en el hierro de puertas y ventanas, de cada una de sus púas erizadas en las cornisas contra los intrusos, prefiero que mi destino sea como esas monedas del recordado señor Neptalí que aunque parezcan haberse ido reaparecen donde estuvieron siempre.

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Este relato ha sido posible gracias al testimonio del señor José Ludeña Chávez, abanderado del Parque de los Bancarios y gran amigo de papá.


viernes, 23 de abril de 2021

El héroe de la noche


Puede que haya habido hostilidad en la mirada que nos dimos o puede que solo indiferencia. El intercambio se repitió seguramente tantas veces como ingresé a esa sala de lectura en el antiguo local de la Biblioteca Nacional. Él me miraría con severidad y yo le devolvería una mirada culposa primero y de reproche después. O quizá solo lo ignoraba al pasar hacia la sala que se alargaba como un profundo pensamiento hasta completar el vasto rectángulo que la definía. Delante de los profusos anaqueles de libros, con los brazos juntos sobre el pecho casi siempre iba y repetía una vez tras otra su mirada celadora hacia nosotros sentados en reverencia ante el libro consultado como si su propósito fuera ignorar deliberadamente todo ese vértigo de conocimiento mientras solo le alcanzaban las sospechas de lo que leíamos en un concurrido silencio. Luego, de repente un día comprobé sin casi advertirlo que había ingresado impune a esa sala de lectura sin que aquella mirada me sobresalte hasta que la olvidé para siempre en alguna línea seductora de un libro incierto. 

Varios años después a las afueras de ese mismo antiguo local de la Biblioteca Nacional que yo abandonaba, de entre ese bulto de formas que es la muchedumbre destacó para mí el paso indeciso de un bastón metálico que rebotaba breve sobre la vereda y de nuevo se sumergía en ella para lanzarle otra interrogante de hacia dónde proseguir. Era una duda la que iba abriéndose paso por entre los caminantes y en dirección hacia los peldaños de piedra que conducían a la puerta lateral de la biblioteca desmesuradamente alta como una caverna. El azar nos conducía circunstancialmente hacia la misma dirección y pude ir descubriendo sucesivamente el golpeteo del bastón, su empuñadura, el brazo que se dejaba guiar por él, la expectativa contenida en ese hombre de baja estatura, sus lentes impenetrables. Cuando aquel ciego pasó muy cerca a mí supe que esa vaga intuición mía inicial terminó por confirmarse: el de la mirada celadora y a veces hostil en la sala de lectura y ese ciego que ya entraba a la biblioteca ingrávido por la ayuda de alguien eran la misma persona.

Comprobar que quien era celador de libros de la biblioteca que yo frecuentaba regresaba a ella ciego, ciego y empecinado fue la experiencia más conmovedora que tuve en mi historia de lector. Rigoberto Camargo Alfaro* custodiaba la integridad de los libros en las salas de lectura del antiguo local de la Biblioteca Nacional en la avenida Abancay hasta que un desdichado día de 1992 fue obligado a que solo se le revelaran las cosas por obra de sus manos inquisitivas. Otros perdieron la vida en ese atentado de coche bomba; a él las esquirlas lo sentenciaron a una vida de oscuridad e incertidumbre perpetuas. Esa misma incertidumbre que yo mismo presencié cuando lo vi llegar detrás de su bastón lleno de dudas, cuando una mano amiga lo rescató del trance de esas gradas de piedra en el ingreso a la biblioteca y traspuso su puerta desmesurada mientras en la calle dejaba atrás mi solitario metro cuadrado de incredulidad. ¿Qué haría una mirada severa desde las sombras?

Durante una visita posterior a la biblioteca otra feliz coincidencia me hizo recobrar el sentido de su historia: Esta vez lo pude ver andando  en uno de los patios pero ya con más garbo al caminar detrás del bastón y además vistiendo el guardapolvos de color caqui de bibliotecario camino a una de las salas de lectura del primer piso del edificio. En una suerte de amistoso desquite que me ofrendaba la vida me tocó a mí seguir cada uno de sus pasos como en otro tiempo él hizo con los míos desde su antigua condición de celador. El hombre de la mirada siempre alerta ignoraba ahora todo aquello que no tuviera el largo de su bastón. Fue ajeno al arco de agua que hizo la pileta cuando pasó junto a ella, a la sombra que lo engulló al llegar sin sobresaltos al área techada de sucesivas columnas, y ajeno a este viejo conocido suyo que brevemente le clavó un enternecido acecho antes de su ingreso a una sala repleta de libros y de silencio. Y desde esa silenciosa oscuridad se reconciliaba de algún modo íntimo y discreto con los libros que tanto había ignorado.

Tal fue mi reencuentro insólito con este hombre celador de libros de mirada hostil o de simple indiferencia que daba la espalda a los anaqueles de libros lejos del vértigo de su conocimiento y al que solo le alcanzaban las sospechas de las páginas que leíamos. Dramáticamente se hizo una noche perpetua para él y en verdad las sospechas de los libros que le alcanzaban solo se le han prolongado delante de la impotencia de sus ojos sin luz, pero Rigoberto Camargo empinó las dificultades sobre esas minúsculas cumbres que son el relieve de puntos del sistema braille, se hizo bibliotecario donde antes fue solo celador y se dio a la ardua tarea de transcribir en su máquina hacedora de prodigios aquellas páginas de otros tantos libros que ya son una áspera aunque reveladora realidad concreta en la sensible y anhelante búsqueda de los dedos de otros invidentes como él. 

Y yo solamente ahora puedo pensar que si la guerra tiene sus héroes, la noche ha de tener los suyos. 

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Rigoberto Camargo Alfaro perdió súbitamente la vista a las diez de la noche del 6 de setiembre de 1992 como resultado de un atentado terrorista con coche bomba en el cruce de la avenida Argentina con Nicolás Dueñas en Lima. Puede consultar más de su historia en el siguiente enlace:

https://andina.pe/agencia/noticia-servidor-publico-invidente-biblioteca-convierte-libros-y-revistas-al-sistema-braille-612059.aspx


martes, 13 de abril de 2021

LA SILLA VACÍA DEL SEÑOR RAÚL*


   ¿Puede un niño ser amigo de un señor mayor? Si me lo pregunto ahora que los niños que conozco me tratan con ese ajeno usted y solo puedo fijarme en el barro estropeando sus ropas donde ellos ven diversión, diría obviamente que no. Pero eso solo significaría ser ingrato al recuerdo de mi propia historia con el señor Raúl. 

   Una reja pequeña encajada en un muro casi igual de breve era todo lo que me separaba de la casa del señor Raúl del parque de mi infancia que daba justo al frente. Desde afuera era fácil que uno mismo liberara el seguro de esa reja pero esta hospitalidad suya para con los extraños resultaba engañosa pues emitía un chillido audible desde cualquier lado del parque y con ello en mis oídos de niño pequeño se hacía pública la traición de abandonar el lugar donde todos queríamos estar. De ahí es que desde la reja hasta la cornisa adyacente a la puerta de la casa lo hiciera tan rápido como pudiera para no ser señalado por el índice acusador de alguno de mis amigos y entonces con mi pequeña humanidad culposamente oculta aguardaba a que alguien del interior de la casa me liberara de ese trance inaudito: dejar atrás la alfombra verde del parque donde el cuerpo se derrumbaba hasta la fatiga y procurar cambiarla discretamente por ese silencio acumulado tras aquellas paredes que presenciaban impávidas nuestros juegos infantiles.

   El señor Raúl tenía su propio drama para acudir a la amistosa cita de su pequeño amigo. Su silla de ruedas debía completar un breve circuito que consistía en doblegar el reposo de esas otras sillas que no eran para él en la mesa donde yo lo esperaba y que alguien con idéntica coreografía a la de otros tantos días iba retirando hasta que por fin su propia silla de ruedas estuviera alineada frente a la mía. Y así, cada quien con su pequeño triunfo a cuestas, yo escabullándome de las correrías de la infancia y él rescatándose de la quietud de su silla, nuestras edades tan dispares se reconciliaban delante de un tablero de ajedrez. 

   ¿Aquello fue una amistad? Yo ahora mismo soy incapaz de decir algo relevante de él que no sea la predilección suya por alguna apertura, su forma de arrastrar las piezas con el revés de la palma en lugar de asirlas impedido como estaba de esta elemental maniobra así como de llevarse un vaso de agua a la boca, el modo cómo se entregaba a una profunda meditación debajo de esa gorra que siempre llevaba puesta, el ángulo abierto de uno de sus brazos detrás de uno de los brazos de la silla antes de incomodarme con alguno de sus alfiles o recordar esa manta que otro doblaba para él y que cubría sus piernas perpetuamente inmóviles. Pero lo cierto es que si alguien me retara a decir algo relevante de cualquiera de los amigos de entonces de mi edad tampoco podría enumerar más allá que un puñado de anécdotas y por tanto la pregunta de si aquello fue una amistad queda elocuentemente contestada. Sencillamente iba a su casa, llamaba a su puerta y sin ninguna justificación de por medio me sentaba a la mesa y lo veía venir de a pocos abriéndose paso entre sillas que nunca eran para él.

   Desde luego que aquello fue amistad y si no lo fue por qué ahora me reprocho el día de hace muchos años en que ese chillido de la reja que hacía pública esta pretendida traición a la alfombra verde que era el parque, de pronto se hizo más fuerte en mis oídos y decidí dejar de ir a su casa y nunca volví a verlo. Por qué si no ahora me crece la culpa de saber que en algún momento el tablero y todas sus piezas fueron a dar a una caja y allí en esa caja se quedaron ocultos nuestros pensamientos que animaron ese ejército blanco y ese ejército negro licenciados y que una espera envejeció en vano para devolverlos de su olvido. Si no fue amistad la que tuve en mi niñez con el señor Raúl, amistad entrañable y evocadora, por qué tendría que lamentar como lo hago ahora que ya no hay manta que cubra sus piernas perpetuamente inmóviles, que él ha dejado de ponerse la gorra de siempre, y que en algún lugar recóndito su silla de ruedas yace ahora vacía.

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El señor Raúl Castillo vivió en la última casa de la calle Cuathemoc  frente al Parque de los Bancarios en San Miguel.