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domingo, 13 de diciembre de 2015

EPISODIO SEXTO: CUANDO EL AMARILLO Y EL NEGRO SUMAN CUATRO RUEDAS

Viaje al colegio
¿Adónde te puede llevar una movilidad escolar? De pronto descubres que te había llevado más lejos de lo que creías."


Cuando estudias la primaria como lo hice yo en el colegio Alejandro Deustua surge entre tus compañeros un estrecho vínculo que puede llegar a ser de por vida. Pero en mi caso particular tuve la suerte de pertenecer a otro grupo algo más dispar si bien casi tan evocador. El de la movilidad escolar. 

Para mí durante esa época la combinación de un fondo amarillo con líneas negras atravesadas de largo a largo fue sinónimo del viaje al colegio. De esos colores era precisamente la movilidad que me llevaba desde mi casa en San Miguel hasta el Alejandro Deustua en Magdalena. Cuando muy temprano salía hasta la avenida para verla llegar, a lo lejos un escurridizo punto amarillo iba haciéndose más grande, dilatándose entre las casas que dejaba atrás, con unas ruedas apareciéndole por debajo a partir de cierta distancia. 

Entonces sometía a prueba un experimento imposible de concebir fuera de la mente de un niño. Extendía la mano delante de mí como un policía de tránsito que hace una señal de alto de modo que el escurridizo punto amarillo quedaba oculto por ella y así comprobar si por efecto de la perspectiva de verdad era posible que ese bólido al que subiría, en algún momento tenía ese tamaño. Cuando asomaba en los márgenes de mis dedos un resplandor amarillo superando la precaria barrera, enseguida colocaba la mochila donde antes había puesto la mano para ver de nuevo brotar el milagro que la movilidad llegara a ser todavía más grande. Y así de tanto rodar y rodar fuera creciendo como una bola de nieve cuesta abajo hasta adquirir el tamaño apropiado de modo que cuando se estacionara justo en nuestra esquina, mis hermanas y yo seamos capaces de subirnos a ella. Muy pronto en los oídos no tardaba en escuchar el quejido como de un búfalo amable que trota sin prisa hasta detenerse en un polvoriento silencio. ¡Había llegado por fin la 15!

Nuestro chófer era un señor moreno de cabello entrecano, de brazos y piernas largas a quien durante toda la primaria no vi de otra forma que no sea la de estar sentado delante del timón, como si su propio cuerpo se hubiera integrado a la máquina que gobernaba. Acaso tuve en él la primera intuición de la figura del centauro. Del otro tipo de gobierno, el de la disciplina en la movilidad, se encargaba la señora Huenalaya, una virtual extensión de nuestra propia madre. Nos recibía al subir y verificaba que cada quien ocupe su asiento asignado. Y lo más complicado: que nadie se moviera de ahí causando estropicios. El viaje de ida era algo relativamente fácil lograrlo pero el regreso era otro asunto. La movilidad se convertía entonces en un patio de recreo rodante con las juveniles voces de sus ocupantes imponiéndose a la ruidosa marcha del vehículo. Y seguramente también en la causa de que la señora Huenalaya buscara en el fondo de más de un vaso de agua de azahar la tranquilidad que nosotros le extraviábamos.


Seguramente la experiencia más extrema que me tocó vivir en la movilidad fue una de esas en que la vida te obsequia un instante para que te sientas hombre sin dejar de ser un niño. Ocurrió por la mañana, en el viaje de ida al colegio. De pronto la movilidad hace un movimiento brusco y se para en seco. No nos accidentamos. Pero estuvimos cerca. La señora Huenalaya le increpa al chofer qué ha pasado. Con voz lastimera este contesta: "Se me vaciaron los frenos... se me vaciaron los frenos..." Discuten mientras la pequeña tropa de pasajeros miramos asustados en la evidente cercanía de un muro la cresta de ese otro destino que burlamos. Un instante después la señora Huenalaya arenga: "¡Nos bajamos todos!" 

No recuerdo bien los detalles del suceso. Solo sé que al final se produjo la delirante situación de estar la señora fuera de la movilidad acompañada solo por las pasajeras mientras que los varones nos quedamos dentro. Asomados desde alguna ventanilla mis ojos debieron parecer un inconsolable signo de interrogación. El hecho es que cada grupo emprendió la marcha por separado. Ellas a pie, nosotros en el bus. Ellas temerosas, nosotros valientes. Ellas conservadoras, nosotros audaces. Ellas eludiendo el peligro, nosotros desafiándolo. Pocas veces me he sentido tan poderoso como aquella vez. Con tantos asientos vacíos éramos los amos de la unidad. Dábamos brincos como pulgas. Vitoréabamos al chófer para que vaya más de prisa todavía. La 15 era un frasco de testosterona. La 15 era una isla de donde se les había desterrado a las mujeres. La 15 me dio los primeros quince minutos de auténtica hombría. Y también la perspectiva de que en este redondo mundo en realidad ruedan dos pequeños mundos. 

Entre ventanillas desportilladas, el hule grasiento del piso y una caja de cambios animada con vida propia, sentí brotar de mi interior un llamado ancestral. Y al responder con un rugido supe de algún modo que en esa singular aula, tan desprovista de la consabida pizarra, muy posiblemente acababa de recibir la mejor lección de mi etapa escolar.

La movilidad hacía posible una de las fantasías de todo niño. Que prácticamente el barrio entero te acompañara a diario al colegio. Y es que el Alejandro Octavio Deustua al ser un colegio cooperativo auspiciado por la desaparecida Federación de Empleados Bancarios (FEB) era natural que fuera el destino educativo de los hijos de sus afiliados y por coincidencia en mi barrio de Maranga residían muchos de ellos. De ahí es que en los asientos de la movilidad prosperaba la fortuna de ver de uniforme escolar a quienes solías ver en ropa deportiva en el parque. Esta singularidad en apariencia sin importancia me otorgó un punto de vista que de otra forma no hubiera obtenido. El de poder observar a las mismas personas en más de una faceta. 

No conocí un mejor laboratorio para el conocimiento de la conducta que ese. Debe haber sido allí que descifré ese enigma que convierte en austero un rostro que tú conocías sonriente. También desentrañé la magia detrás de unas piernas inmóviles que tanto habías visto correr. Y supe del más apabullante descubrimiento de todos: crecer es en cierta forma dejar morir de a pocos al niño que llevas dentro.

Por todo ello ocupar uno de esos asientos de la movilidad era más que un simple medio de transporte. Era a la vez una privilegiada butaca a esa sinuosa carroza de muchas ruedas que es el tiempo. Siendo que congregaba alumnos de todas las edades, veías anticipar tu futuro inmediato al año siguiente o subsiguiente en los instantes de los mayores que tú. Y cuando con el transcurso de la vida por fin te tocaba vivir esa condición, encontrabas en las nuevas generaciones de niños menores un vistazo a lo que tú acababas de ser. Así resultaba que entre nosotros el devenir y el ayer se sentaban a tu izquierda y a tu derecha. Delante de ti y detrás de ti. 

En esa cápsula del tiempo que era la movilidad podías saber que el ser más grande constituía un pasaporte a un sinfín de oportunidades. Por ejemplo te daba la licencia de asomarte fuera de una ventanilla con la unidad detenida porque la señora Huenalaya confiaba en tu juicio que al emprender la marcha supieras que era hora de tomar tu lugar. Y si te esperabas a tu próximo cumpleaños con suerte podrías elegir hasta el asiento de tu preferencia. Y entonces desde la impaciencia de tu pequeño tamaño, tus pies flotando sin tocar el suelo eran un recordatorio de lo liviano que es la infancia tan desprovista de preocupaciones pero también de prerrogativas. Admites que las vas adquiriendo camino hacia la madurez. Pero duele el darte cuenta que ella no tiene un paradero visible dónde bajar. En vano se cuentan las millas recorridas. Tampoco el verano siguiente lo trae consigo. Ni siquiera al abandonar el colegio porque se trata de un viaje del que no es posible saber cuándo concluye. Y no se logra porque precisamente ese destino donde se alcanza la madurez no es otro que emprender el viaje mismo. Un viaje en el que te acompañan otros imberbes pasajeros que como tú se han dejado llevar por esta confortable pero incierta, serena pero bamboleante, risueña pero melancólica, movilidad de la vida.


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He pensado que cuando llegue mi propio final de un modo no violento, y postrado en mi lecho de enfermo vea cómo la vela de mis días se va consumiendo hasta amenazar con apagarse del todo, con la aprensión por el viaje definitivo, el de la muerte, al borde de ese hoyo negro donde no sabes qué pasara, quizá no tenga el valor de resignarme a mi irremediable destino. Con el miedo estremeciéndome, vería cómo esa venda negra va haciendo sombra sobre mis ojos hasta negarles la luz por siempre. Implorando a una madre que para entonces probablemente no exista, estaría sencillamente desvalido, a merced de ese feroz holocausto del que en algún momento vamos a ser víctimas todos. Pero entonces, quizá, con mi último aliento invocando en la memoria algo con qué apaciguarme, surja delante de la carroza de la muerte la vaga imagen de un color amarillo atravesado por líneas negras. Y reconociendo en esos colores la tibia sensación de confort que sentía cuando niño al ir al colegio en mi querida movilidad, entregue por fin un gesto sereno, al tiempo que me derrumbe mientras susurre: 

- "Ahora estoy listo. Puedo a ir adonde sea."