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lunes, 24 de agosto de 2020

APOSTILLAS PARA UN DOCTOR

  Normalmente las veces que he escrito no me ha sido concedida esa suerte de dirigirme a mi personaje porque nos ha distanciado muchas cosas entre ellas la propia muerte. Ahora en cambio hay solo un me gusta y un par de clic de cierta red social entre ambos. Curiosamente doctor, se puede medir en unos cuantos metros la distancia de su puerta a la mía pero hasta que descubrí el modo apoteósico en que lo recibieron nuestros vecinos cuando le dieron el alta no sabía de su existencia. Y sí, estamos cerca pero lo cierto es que mientras esta pandemia nos ha abierto sus fauces y yo he permanecido confinado en la seguridad de mis cuatro paredes, la vocación de médico suya lo ha llevado a ese inhóspito lugar de donde solo se regresa con honor.

Con honor y entre globos amarillos agitados al viento.
Desde esta cercanía que solo es digital y geográfica yo lo saludo emocionado doctor Carlos Sandoval* sabiendo lo mucho que en verdad estoy alejado en verdad de usted, que usted es a quien le alcanza el sacrificio y la gloria y yo solo apenas lo documento.
Antes que las mascarillas y la distancia social fueran la convivencia de estos días, sospecho que el barrio que compartimos debió habernos hecho coincidir en nuestros pasos. Tal vez en la cola para comprar el pan usted fue aquel a quien miraba con impaciencia por arrebatarme unos segundos del reloj en una mañana apremiante. O quizá fui yo quien lo sobresalté detrás del hombro cuando a punto de ingresar a su casa se hizo la pregunta que la inseguridad ciudadana fuerza a que nos la planteemos al ver de cerca a un desconocido.
Insólitamente ha tenido que ser un virus que con su ridículo tamaño nos ha puesto en evidencia que usted y yo no éramos para nada extraños, y todavía más, estableció que quien estornuda en Pekín determina el destino de un profesor de Buenos Aires, o el taxista de Miami que ahora solo viven el sufrido recuerdo de los suyos y por tanto puso en evidencia que en realidad la humanidad entera es una pequeña fraternidad de anónimos, y que todos hemos sido ese bebedor detrás de la barra de un bar ensimismado en su estúpida copa que en el último sorbo descubre a quien siempre estuvo al borde de otra copa en la misma barra de ese mismo bar.
Como sea el hecho es que ese barrio compartido al fin lo trajo de vuelta en olor de multitud. Si esta hubiera sido una de esas pandemias de siglos atrás, en lugar de donde ahora hay un civilizado asfalto la voz de un pregonero habría precedido su llegada en el trote de un brioso caballo por un camino polvoriento. Hemos dejado de ser tan románticos y hoy día las reproducciones en vídeo han postergado al olvido las declinaciones de bardos y poetas. Pero la muerte es el mismo rostro irremediable que viene por nosotros labriegos del Medioevo o ciudadanos del tercer milenio y sobresalta por igual a quien empuñaba un arado o retrata con un teléfono celular.
Y la misma mirada tierna y de asombro con que una villa divisó al jinete sentidamente ausente por el camino polvoriento en otra epidemia de pesadilla, ahora siglos más tarde se repetía en el auto que lo trajo de regreso y en el rostro suyo doctor aligerado por una delgada mascarilla en vez de una huraña armadura como el jinete aquel. Es la verificación que a través del tiempo puede que criaturas tan virulentas como invisibles terminen por seguir diezmándonos pero el espíritu de los hombres y mujeres persiste en sobrecogerse por la obra del otro.
En cuanto a mí no sé querido doctor si al final de la pandemia, si acaso algún día llegue, pensaré reconfortado en estos tiempos feroces o acaso seré pensado por quienes me sobrevivan. Ya ni siquiera sé si será peor tornar finalmente los ojos desorbitados en pos de una inútil burbuja de aire que nunca vendrá en mi auxilio o vivir con el perpetuo reproche que otros tomaron mi lugar. Puede que lo único real sea que en este día uno tenga tanto miedo de morir como de seguir vivo. Y el día siguiente no habrá de ser distinto al de hoy con todo su enfermizo lavado de manos, la oblicua mirada al billete o el pasamano común.
Mientras tanto mi destino incierto irrumpa a pesar de estas engañosamente sólidas paredes, allá afuera el desenlace ya ha sido arrojado para otros y cientos desaparecen en la delirante piel de una bolsa negra que una vez convertida en mortaja abultada deja una ridícula duda en los dolientes de hacia dónde está la cabeza de quienes yacen prematuramente enterrados así.
Qué haremos doctor, que no sea aguardar ver cómo florece por primera vez el flamante árbol de cerezos recién plantado en nuestro parque convertido en una tregua a veces blanca y a veces rosada que se ramifica desde lo alto hacia un lado, al otro y al de más allá, como si dudara de dónde dar el primer consuelo a la fatigada tierra.
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* El doctor Carlos Sandoval es un médico geriatra peruano sobreviviente al covid 19 cuya historia de bienvenida de nuevo a la vida es contada aquí https://www.facebook.com/notes/dany-el%C3%ADas-cisneros/la-vida-celebrada/1743794529118804/

lunes, 17 de agosto de 2020

LA VIDA CELEBRADA

   Llegó en olor a multitud con todos esos globos amarillos agitándose en las manos de quienes esperaban recibirlo. A lo lejos en el final de la calle un auto que se iba acercando trajo la certeza de su ansiado regreso que proclamó una voz pronto convertida en rumor entre todo ese grupo: "Ya llegó el doctor". En el recuadro de la cámara que retrata la escena la figura del auto se impone más a medida que avanza con su ilustre pasajero. Ya definitivamente cerca lo recibe una aclamación de esos vecinos que salieron a darle la bienvenida. Toda esa emoción colectiva se oculta detrás de esas adustas mascarillas pero a medida que el auto pasa frente a ellos los globos amarillos alborotándose en las manos manifiestan el júbilo que esos artilugios sanitarios son incapaces de disimular.

   Varias semanas antes de ese maravilloso día en que su barrio aclamaba así el regreso del doctor Carlos Sandoval* no había más que incertidumbre para él. Con la espalda derrotada en una camilla de hospital donde finalmente fue a parar, un ahogo cada vez más progresivo le haría preguntarse si sobreviviría al covid 19 del que se convirtió en una de sus miles de víctimas. Paciente diabético e hipertenso, los dados que por estos días deciden el destino de cada hombre, mujer y niño del planeta no le favorecían. Al agravarse su situación esa inquietante interrogante sobre lo que le sucedería debió ser más apremiante cuando fue conducido a la unidad de cuidados intensivos y cada bocanada de ese esbelto oxígeno al que estuvo conectado eran frágiles treguas de un nuevo ahogo. ¿Llegó a pensar tal vez que al final de esa batalla perdida una macabra bolsa negra iría trepándole por los pies inertes hasta que su cuerpo cubierto ya del todo por esa improvisada mortaja quedaría convertido en un bulto apilado junto al de muchos otros? Si lo hizo bien pudo haber sido el último de sus pensamientos porque sus propios pensamientos lo abandonaron.

De pronto había dejado de respirar por sí mismo.

   Debe ser muy revelador sobre el estado de salud de un paciente cuando deja de ser nombrado por el personal médico que lo atiende y se convierte en un número dentro un renglón de un formulario sujeto en una tablilla. Entonces dejas de ser quien eres y pasas a ser el 026 o R14. Al doctor Carlos Sandoval le fue asignada esa dudosa identidad mientras permaneció en coma inducido y el providencial funcionamiento de un respirador mecánico era aquello que jalaba en dirección contraria a las mandíbulas del covid 19. Durante ese tiempo le fueron ajenos las horas y los días y el sufrimiento de los suyos, las batas blancas que lo monitoreaban detrás de un protector facial empañado y detrás seguramente de muchos miedos, ajeno al sigilo de las pisadas en el pavimento y al propio pavimento. Por entonces él solo era una soledad perfecta. Pero también fue un deseo pendiente para muchos corazones.

   El auto que lo trajo de regreso a casa después de varias semanas de hospitalización fue el medio en que se ejecutó dichos deseos pendientes y en un sentido casi literal aquello que le hizo completar su viaje desde la antesala de la muerte hasta una nueva oportunidad entre los suyos. Mientras el auto maniobraba para estacionarse la cámara que documenta el recibimiento convierte en personaje a un cantante que con un micrófono pone en los oídos de todos un tema con un mensaje de resistencia a la adversidad y que es coreada al unísono. La calle normalmente silenciosa y gris ahora se agita en el amarillo de los globos al viento. Las casas de ese barrio de San Miguel dejaron de ser en ese momento el resguardo de la pandemia y han cedido al ímpetu de sus ocupantes que desde la distancia verifican cómo la puerta de ese auto que ya está a punto de abrirse les devuelve a un sobreviviente de estos tiempos feroces. Alguien le alcanza un andador al doctor Carlos Sandoval que ha dado ya sus primeros pasos inciertos en aquel barrio suyo donde estuvo dolorosamente ausente.

   Sí, ahora el pavimento del que fue ajeno mientras transcurría su holocausto en la camilla de un hospital ahora estaba debajo de sus propios pies y ser un caminante de nuevo era otra forma sensible de estar vivo. Sobre el pecho lleva una camiseta rosada que en realidad es una declaración suya de su pasión por un equipo de fútbol. De hecho varios de los que lo acompañan visten la misma camiseta con el mismo color pero llevan impreso el rótulo de “Pacho Campeón” que es como llaman al doctor en las fechorías de sus más íntimos. Ya dejó de ser el 026 o el R14 de la cédula de una historia clínica y ahora podrá ser de nuevo Pacho o Pachito a la hora en que lo seduzcan con una cerveza, le confíen la última indiscreción o cualquiera de las muchas cosas sencillas en que la vida se va pero late al fin. El metal de ese andador que lo precede mientras deshacía la pequeña distancia a su casa debió ser algo de otro mundo en medio de ese calor de entusiasmo que enmudeció un instante cuando el doctor se dirigió a los vecinos detrás de la mascarilla para enumerar todos sus afectos. 

   Sí, está de vuelta en el barrio rodeado de esas rostros embozados en los que logra reconocer ternura y cada uno de esos globos amarillos son como bocanadas de aire atrapadas dentro de esa graciosa ligereza que flota en las manos de quienes quieren al doctor. Pero quién podría culpar de ser ingenuamente tardías esas bocanadas de aire frente al que ya superó la asfixia si durante una de las más dramáticas pandemias de la humanidad todo lo que podemos hacer es ser como ese niño al que roto su juguete junta los pedazos debajo de su almohada y mientras duerme, sueña con que al despertar lo hallará de nuevo recuperado.

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Carlos Sandoval, médico geriatra amigo de los tirantes y de los viejitos.