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martes, 12 de noviembre de 2019

LA DULCE VIDA DE LA SEÑORA CARMEN *

                                         


   Cuando era muy niño y el mundo conocido era solo el largo de la cuadra donde vivía teníamos una forma propia de nombrar lo que nos rodeaba. Pellejo a la vida extra que nos inventábamos luego de la muerte infantil causada por una pelota; torito a un escarabajo volador que investigábamos con el extremo de un palo muy sádico; ñoco al agujero de la vereda donde las canicas rodaban con la avaricia de nuestros pequeños dedos. Pero siempre la casa de la derecha a la mía era la de la señora Carmen. No era la casa blanca, que luego fue crema y quizá verde ni aquella donde el jardín en su desmesura nos retaba a dar de saltos a ver si esta vez las hojas permanecían inmóviles debajo de nuestras acrobacias. Era la casa de la señora Carmen. Mi vecina de toda la vida. La señora en la que yo fui Danito siempre hasta que mi nombre no fue más un diminutivo.

   Quiero contar hoy que estoy triste por ella el recuerdo dulce y casi infinito de un día en que la señora Carmen se apareció a mi puerta. Salir de su casa para llegar a la mía era apenas invadir ese pasaje que llamábamos la calle. Y seguro que cuando teníamos prohibido salir mis hermanas y yo nos excusábamos de hacerlo argumentando que solo estábamos en la puerta de la señora Carmen puesto que los niños tienen la sabiduría de llamar oportunidades lo que los adultos estropean con una regla. Nos sentíamos tan cerca que mi padre cuando quería reprocharnos por no servir su mesa completa simulaba darle las quejas en voz alta pidiendo desde la cocina a la señora Carmen le alcanzara el cubierto faltante. Y en las navidades perezosas de tener que saludar a cada vecino al filo de la medianoche resumíamos el oneroso ritual entrando casi sin avisar a su casa y en los ojos de ella y en los de su familia eso era todo menos una intrusión. De modo que aquel día de mi infancia, ese día dulce y casi infinito, la señora Carmen se apareció de pronto a mi puerta sin tener conciencia y acaso sin la culpa de estar en el umbral de lo ajeno.

   Cuando eres niño la felicidad tiene muchos nombres pero ese día en especial tuvo la forma y el sabor de un budín que la señora Carmen había traído sin más en una bandeja que de seguro bastante después de que mamá la dejó limpia y escurriéndose entre nuestros platos le echaríamos una mirada que ya no era de hambre sino de auténtica gula. No, no era el budín que ella y su familia ya no podían o no querían comer como esas tortas de cumpleaños sin terminar de ser repartida. Era un budín completo con toda su redondez solo para nosotros y ese baño de caramelo derramado fuera de sus bordes como un delicioso rastro que conduce a una meta bendecida. Y la geometría desigual de las tajadas con la que mamá lo cortaría en trozos se compensaba con la fiesta de ese budín deshaciéndose dentro de la boca hasta llegar al espíritu del sabor del pan del que estaba hecho, el mismo que nos traía el panadero por las tardes en su carretilla que una corneta iba anticipando en la cuadra y llegaba así desde alguna parte de fantasía a nuestro pequeño mundo conocido.

   He pensado que mientras era niño y antes de ver por mí mismo un caballo o una grúa me los presentaban el dibujo de ese caballo o de esa grúa y entonces quizá cuando en algún cuento alguna bondadosa mujer se interponía entre el árbol indefenso y el hacha de un malvado leñador, en mi mente infantil todavía con tantas cosas aún por ser imaginadas el rostro de esa bondadosa mujer entre esa hacha y el árbol lloroso debió de parecerse mucho a la señora Carmen, el mismo que vi ese día detrás de mi puerta y detrás de ese generoso budín que ella mantenía entre sus manos a una altura más alta que mi propia cabeza y se justificó a sí misma sin más palabras que diciendo: “He preparado esto para ustedes.” Aquella vez la señora Carmen salió apenas de su casa para entrar a la nuestra en esa forma tan dulce y golosa, no debió dar ni veinte pasos en ese inaudito viaje, desapareció sin pretensiones detrás de su puerta y se hizo el silencio tras ella tras ella pero entonces fue como si ese caminito hubiera quedado impregnado de su generosidad y así lo supe siempre cuando me tocaba recorrerlo y empequeñecía todavía más de lo cerca que estaba a los muros de su casa. Ahora sería imposible agradecérselo porque la vida, como los budines, se acaba con el último mordisco que te arranca el destino en esa efímera tajada que queda de ti, salvo que la de la señora Carmen me deja un sabor dulce como caramelo derretido más allá de todos los días.

* A la memoria de Carmen Rosa Nonone

sábado, 19 de octubre de 2019

LA PALABRA DE VIOLETA*

A esa hora indeterminada en que todo parece confabular para una confidencia, la soledad perfecta entre mi tía abuela Violeta y yo dio pie a que pueda enterarme de una de ellas: Me contó que siendo joven pero estando ya casada venía a visitarla un médico cercano a la familia. Al principio no se daba cuenta que llegaba casi siempre cuando estaba sola en casa pero luego confirmó las sospechas de cuáles eran sus intenciones ocultas. Con ingenio femenino trataba que no se notaran los desplantes que le hacía al impertinente doctor pero solo conseguía que fuera más audaz en sus aproximaciones. Hasta que llegó el punto en que la situación se hizo insostenible y ella tuvo que decirle que ya no podría seguir viniendo especialmente cuando su esposo no estaba en casa. Fue cuando ese hombre impetuoso se plantó muy decidido delante de ella y desenmascarándose por completo le arrojó la pregunta que recordaría toda su vida: "Por qué me tiene inquina." Y entonces a mí tía abuela se le cambió la mirada recuperándola de esa lejanía con que se cuentan las cosas del pasado distante y la trajo de regreso a ese momento entre nosotros mirándome con más certeza."Y yo no supe qué responderle -terminó ella diciéndome- por qué no sabía qué cosa era inquina."

Cuando esa confidencia me fue otorgada como quien entrega un amuleto recóndito y se lo confía a otro para que lo custodie por él mi tía abuela era casi octogenaria y habiéndose casado a temprana edad, fácilmente ese episodio escabroso de su vida rondaba con poco más de medio siglo sepultado en un pudoroso silencio y ya revelado cobraba de esta forma una suerte de nueva existencia. Pero más allá de lo sórdido que parezca este conato de infidelidad a la que se vio expuesta lo que más me sorprendió fue que ella recordara esa palabra precisa con la cual fue abordada aún desconociendo su significado entonces y la perplejidad que sintió por el desafío que encerraba más que por el ímpetu del hombre que depositaba así la impotencia de verse un galán derrotado.

No cuesta mucho imaginar que luego de lo ocurrido mi todavía joven tía abuela acudió al diccionario antes que contarle lo ocurrido a su marido, si acaso tal cosa ocurrió, para arrebatarse la duda hasta quedar liberada de ella cuando dio con las palabras enlistadas en la letra I de ese oráculo impreso de significados por descifrar y supo por fin que inquina es aquella antipatía o aversión experimentada contra alguien y que le impulsa a tratarla de forma negativa o con rechazo. Y recién en ese instante pudo responder tardíamente la osada pregunta solo que no había nadie para oírla. Salvo que ese alguien tuvo que estar delante de ella poco más de medio siglo después.

Habrá transcurrido casi una década desde que mi tía abuela Violeta me confío esa intimidad hasta que el enfisema acabó con ella de la forma en que una vela se consume y agoniza en ese esbelto humo diminuto que la abandona. Y desde su partida hasta esta fecha en que escribo esto hay un número similar de años de por medio. Así, la palabra inquina, ya desprendida del azaroso contexto de donde emergió, ha resaltado en mis entrañables recuerdos desde hace unos veinte años. Soy como su custodio ahora mismo y si la vida me favorece tanto como lo hizo con mi tía abuela puede que con la debida licencia de la memoria esa palabra perdure un siglo entero entre ella y yo. Entre su pecho y el mío. Con una diferencia importante: Ahora no habrá diccionario ni sapiente manantial donde consultar el significado profundo de ese vínculo. Y desde la A hasta la Z se extenderá inútil el léxico que no podrá nombrarnos.

Es una simple palabra, ya lo sé. En nuestras dilatadas charlas intercambiamos miles de ellas. Paloma para su miríada de adornos con el atributo del vuelo arrebatado a sus alas de inútil porcelana. Foto para toda esa galería de muertos de su familia empecinándose a la vida en cada pared como una extraña enredadera sin raíz a la tierra. Cobre para el espíritu dentro de las monedas que tanto aborreció. Revolución, pastilla, pan, bastón. Todas eran como meros instrumentos con los que se dejaba entender y se valía de ellos para remediar los achaques de su vejez, acompañar su tibia soledad, endiablar de adornitos un anaquel estrecho, calumniar a un regalito llamándolo ofrenda, dilatar un recuerdo hasta hacerlo historia legendaria, abrazar con su voz al ausente. Pero entre todas esas palabras ninguna tenía esa simplicidad de bastarse ella misma para saber que representaba algo exclusivo sin necesidad de agregarle más como la palabra inquina que era para nosotros el rastro más evidente de la confidencia.
Habiendo sido atea como lo fue, sin aceptar ese soborno del cielo de una vida redimida por los buenos actos, su fe intacta debía tener algún destino. Algo más que en el bastón que la precedía para recargarse en él sin caerse, en la mano de la muchacha que le daba su remedio creyendo que de verdad lo era y no la sustancia que la mataría, en el día soleado que secaría más de prisa la ropa que a su avanzada edad ya no usaba pero hacía lavar por añoranza de otra época. Sobre todo su fe era depositada en el otro. Y aquellas veces sentados alrededor de todas esas reliquias de su vida una lámpara vieja proyectaba las sombras en el mismo sofá raído de siempre, en el candelabro herido sin uno de sus brazos en pos del techo que no alcanzaba nunca, en la muñeca gris que olvidó el rojo y el garbo, en el cenicero con su absurda cavidad sin cenizas, en ese listón que en otra vida fue adorno y ahora era el dudoso equilibrio de un portarretrato con su trozo de memoria exhibida pero a punto de renunciar a ella por el riesgo de irse de bruces sobre la mesita. Esas sombras de la lámpara vieja danzando sobre aquel pasado reclinado de tal manera, era la forma cómo el tiempo se reinventaba de nuevo en toda esa decadencia para apelar a la añoranza y a la confidencia que brotaban melancólicas en la voz de mi tía abuela y entonces el espacio que me separaba de ella era precisamente el salto de fe que depositaba no en una divinidad hechicera y superlativa sino en débiles criaturas de carne y hueso sensibles a la infamia y la traición pero también a la esperanza y al amor.

Puede que ahora yo sea una de esas criaturas traidoras por devolver con indiscreción el oro de su confianza. Pero también habrá de ser cierto que quien guarda para sí la vastedad de una sola palabra resume en ella la profunda admiración de su hacedora.

* Violeta Carnero Hoke Viuda de Valcárcel (1923-2010)

viernes, 4 de octubre de 2019

CHARO

                                           

Historia de esta historia: En un descubrimiento legendario supe cómo hacerle llegar un mensaje a la asombrosa mujer referida aquí. Y en otro descubrimiento, ahora el de ella misma frente a esas idénticas líneas, se deshicieron años de silencio y otros tantos de incertidumbre que solo unas vastas ensoñaciones se encargaron en su momento de apaciguar. Hoy, cabizbajo, comprendo que otras ensoñaciones más profundas será todo lo que me otorgue la vida para sobrevivir el resto de mis días lejos de su eternidad morena y caderas de fuego como el cavernícola que solo hace arte rupestre apartado de un mundo que acaso vivió. Transcribo el suceso:

   “Me he preguntado quién de nosotros es más valiente, si yo por atreverme a escribirte la carta pasada o tú por decidir leerla. Seguro lo has sido tú Charo porque yo solo fui una mano temblorosa abandonando un mensaje que hable por mí mientras que tú deshiciste la incógnita que encerraba sin todos esos reparos de quien escribe y enmienda y vuelve a escribir y vuelve a enmendar hasta encontrar la forma precisa en que lo escrito no le incomode a sus escrúpulos. Tú en cambio no pudiste elegir esa forma. Ni las metáforas que te nombraban. Ni los reproches que te alcanzaron. Ni el momento indiscreto en que te fue enviado. Y menos desde luego pudiste elegir a su escribidor.”

   “Yo sí hice todas esas elecciones por los dos, yo estuve del lado más ancho de la carta dejándote el lado angosto de su lectura inalterable, yo pude meditarla, colocarla a solo un clic de distancia y detenerla allí mismo, expectante antes de enviártela, empequeñecido por su desafío, con la esperanza de un náufrago que arroja su botella al mar para ser descubierto, con la culpa desatándose en horror de poder herirte, con el insólito poder de torcer tus pensamientos en un breve destino, y todo eso estuvo allí suspendido en el momento previo a enviarte el mensaje, en trance de ser o dejar de ser debajo de mi índice decisor en el sutil movimiento del mouse, aplazado por su efímera voluntad, postergando la duda con cada vuelta tras vuelta del reloj. Y entonces de esta forma azarosa decidí enviarte por fin el mensaje desde el precipicio de mi empobrecida realidad en pos de ti al otro extremo donde el arcoíris pierde sus colores, pero tú Charo no tuviste todos esos sobresaltos, y por eso creo que fuiste más valiente al leerme que yo por escribirte.”

   “He imaginado cómo esa línea del asunto en tu bandeja se abría paso entre toda esa soñolienta normalidad de correos con cada renglón de ellos dibujando lo cotidiano de tus días y entonces de pronto las letras de mi nombre trajeron el caos consigo. Y fue evidente al menos que en el asunto importaba más el quién lo dice en lugar de aquello que dice realmente, sea eso lo que fuere que eso signifique entre dos personas. De mi parte pocas veces o ninguna he recurrido a esa brevedad de poder resumir con mi nombre un contenido por lo que tan solo basta ese detalle para estimar el hecho singular de esa carta. Y vaya que lo fue. Me releí varias veces en días sucesivos y siempre encontraba una palabra no del todo exacta. Los despropósitos entorpeciendo las ideas con los giros extraños del avaro idioma.”

   “Supongo que sería justo decir que al revisar todos sus adjetivos, puntuación y declinaciones estuve como una novia pretenciosa en su noche de bodas exasperando mi paciencia hasta el último detalle de aquellas líneas con el empeño que tus ojos contemplen lo bello sin abandonar en lo posible el grito de la sinceridad. Espero que en mis palabras tú hayas sido los pétalos de una flor y una hembra detrás de siete velos tanto como un recuerdo fatigado en la búsqueda de sus por qué. Y espero que se me haya reconocido en esas mismas palabras como tu devoto admirador al pie de todas las vanidades de tu cuerpo y como aquel insomne que evoca tu nombre en una noche dilatada. Si todo esto ha quedado revelado en esa carta anterior entonces habrá conseguido su justificación más allá del hecho accidental de no haber sido contestada porque después de todo qué es el silencio sino una pausa pudorosa con que a veces se vale un afán para contenerse.”

   “Ahora caigo en la cuenta completa que esta es una carta sobre otra carta y no tiene en sí misma vida propia. Y luego la siguiente obvia constatación: para qué hacer una nueva carta de otra que no fue respondida. Si tuviera el descaro suficiente de dejar que los sentimientos hablen por mí podría decir sin más que me resisto a echarte de nuevo al olvido, pero como soy menos valeroso que eso debo inventarme una explicación que a su vez no me haga parecer el acosador en que pueda que me esté convirtiendo. Descuida Charo. Soy una persona que ama por sobre todo la libertad y mal haría en cuestionar la tuya propia. Voy a respetar tus silencios y no intentaré disuadirte. Nada diré de lo que ya dije antes acerca de querer saber de ti. Pero he pensado, con más ingenuidad que lógica, que tal vez pueda ocurrir lo inverso y seas tú quien tenga interés en saber sobre mí sin que necesites escribirme nada. Solo enterarte de lo que te diga y ya. Puede ser una diferencia innecesaria, que todo esté sobreentendido en la respuesta sin respuesta. O puede que el destino en su último recodo que tiene para nosotros nos obsequie este pequeño amuleto y a través de él y solo por él podamos seguir juntos.”

   “En el enlace que puedes encontrar debajo hay una guía acerca de bloquear remitentes en Gmail. Úsalo por favor para enterarte cómo puedes hacerme saber de una manera simple que no quieres leer nada que te envíe y acaba de una buena vez con este desvarío de pretender perpetuar lo imperpetuable que yo seré un ovillo desdichado en la cama solo un momento fugaz. Me resignaré, lo prometo. Pero si no usas ese recurso me habrás dado la señal de que podré escribirte de nuevo y aunque nunca me respondas seguramente habré de encontrar el encanto de ser quien toca una melodía sobre el tejado, sin otro coro que el de una pandilla de grillos entre los tristes arbustos y las matas que porfían, y minúsculos elevaremos entonces a la altísima Luna nuestras sinrazones que nos serán devueltas en luz portentosa derramada como una piedad del cielo a sus pobres criaturas.”

   “Una a una van acabándose estas líneas hacia la nada y lo cierto es que lamento no haber usado suficientes esdrújulas para que el final se aplace un poquitito más. Pero ante lo irremediable me gustaría decirte Charo que en este reencuentro, por más incompleto y breve que haya sido, te convertiste durante estos días inauditos en una presencia que no he podido eludir, ni en el ocio del mando a distancia que devela un escenario por otro en la oscilante pantalla del televisor, ni en el mendrugo de hambre que empuña un cubierto en las breves orillas de un cóncavo plato, ni en las aceras con su urbanidad extendida como una alfombra a ninguna parte donde las personas se pierden para tropezar con otras que también se perderán. Y ahora no me resta sino el retorno derrotado hacia las sombras y en las trémulas manos extendidas, con toda la sinuosa fe del invidente sabré de nuevo que mis intentos por encontrarte se hacen vanos.”


                                                                                                                         Con afecto, Dany

sábado, 21 de septiembre de 2019

LAS MUJERES EN MI VIDA

                              


   Recuerdo esa fuente de agua enumerando con sus burbujas el tiempo en que se dilataba un paseo escolar. Le rodeaba una barandilla inerte y en algún punto de ella se sujetaba la adolescencia palpitante de la chica que me gustaba. Algo más que una coincidencia le había conducido hasta allí. En el diámetro generoso de aquella fuente pudo haber elegido cualquier otro punto para contemplar cómo el agua se despeñaba en el arco de ese chorro perpetuo y llegar hasta las bordes en sucesivas crestas efímeras. Pero había elegido ese preciso lugar cerca a mis ojos perturbados. Así, en el milenario llamado ancestral su naturaleza de hembra emergente la hizo flor del camino. Y entonces a solo unos pocos pasos más allá, tan cerca de esa perfecta ensoñación, mientras me abandonaba en una silla cada vez más incómoda y estúpida la misma sabia fuente de chorro perpetuo y crestas efímeras supo que mi tiempo de ser un colibrí no había llegado.

   Creo que esta anécdota de mi adolescencia resume bien mi relación con las mujeres. Básicamente oportunidades acumuladas en todos estos años de lo que pudo haber pasado y no ocurrió. Supongo que hay amargura en esa línea. Supongo también que me habría gustado reseñar aquí la historia de un casanova y ser ese tipo que en una fiesta, urgido por un vehemente estornudo sacó de pronto presuroso de su bolsillo lo que creía un pañuelo y terminó llevándose públicamente un calzón a la nariz. Pues no me ha pasado aún y eso que a veces mi alergia nasal se sale de control… Pero quién sabe si para mi próxima reencarnación a mi alma austera de los placeres carnales le urgiera posarse en la translúcida fila de quienes habrán de renacer bonobos, y entonces ya con ese ágil renovado cuerpo peludo, colgado desde alguna rama lujuriosa ponga definitivamente incómodas a varias hembras del impúdico bosque.

Una vez la vida me puso en la encrucijada de ceder ante la tentación o permanecer fiel a mi primer amor. Ojalá no parezca jactancia decir que la chica en cuestión rogaba con insistencia un beso mío. Destiérrece cualquier envidia en esto porque si un hombre vive lo suficiente seguro le habrá de ocurrir esa rara experiencia cuando menos una vez. Frente a ese afán desbordado, a solo breves centímetros de ese pecado imperioso y húmedo, hubiera sido tan sencillo claudicar y enterrar luego el culposo secreto en una sinrazón. Y sin embargo aquella vez algún recóndito llamado me dio la suficiente fuerza para eludir con éxito la prueba de fuego mientras mi pequeña novia supo que tenía en mí a su héroe de la resistencia. Desde luego tiene su encanto serlo pero en la parrilla de los sentidos, cuando el cuerpo es una interrogante en el lienzo de toda una vida, debo reconocer que me hubiera encantado poner más carne en el asador.

   A todo esto, cuál es mi respuesta a la pregunta de cómo seduzco a una mujer. Por deformación más que por otra cosa mi apuesta es por el humor. La mejor parte es cuando de tanto reírse ellas tiran la cabeza para atrás y sin proponérselo conscientemente exponen el cuello a un hipotético mordisco vampiresco y entonces la línea del busto se les dilata aproximándose a la apariencia de un paraíso terrenal. Es un acto de sumisión corporal, como el de un lobo de menor jerarquía que entrega al macho alfa su cuello descubierto para ser mordisqueado de manera ritual. Espero que se entienda que no hay aquí una proclamación machista sino más bien es la observación aguda de que un cuello femenino así de expuesto revela que ella se siente relajada y a gusto, tanto como para entregar simbólicamente esa parte vulnerable.

   A los piropos les encuentro dos problemas: El primero es que son prefabricados. Una mujer debería ser halagada con algo distinto de lo que oyó antes o después de comprar naranjas en el mercado. Y el segundo problema es que ha degenerado como moneda corriente. Al primer contacto cae el piropo como una incontinencia verbal. ¿Acaso la belleza no es tan profunda que trasciende al primer instante? En mi caso reservo los halagos para cuando se presenta la oportunidad natural para darlos, relacionándolos de pronto con aquello que se dice justo en ese preciso momento. Y también trato de personalizarlos de modo que a cada mujer le corresponda un halago propio y lejos de ella parezca irreal y hasta confuso. Sé que es complicado pero llevo entrenando mi mente a encontrar símiles incluso donde el capricho los oculta y a veces del fondo de una botella se extrae un rubí. Así por ejemplo a cierta amiga le encantaba coleccionar zapatos al punto que a veces intercambiaban su nombre con el de Imelda Marcos, primera dama de Filipinas y archiconocida por su ostentación de esa prenda. Entonces le escribí algo que terminaba así:

“Cenicienta de la medianoche y de todas las horas.”

  Mezcla de poesía con sentido de la oportunidad, esa frase es lo más parecido a un disparo directo a la vanidad femenina y tan personal como el breve zapato del personaje de la historia. Pero claro, todo esto sonaría a mi elixir de seducción embotellada para el uso aplicado de los otros, de no ser por el invalidante hecho de que quien lo prescribe definitivamente está más cerca de la imperturbable resignación de las muñecas inflables que de las imprescindibles mujeres de carne y hueso, y en culposas autocomplacencias solitarias, sobre una ancha cama vacía, vive la ambigua realidad de ser el único macho de una sinuosa isla donde sus cimbreantes habitantes se visten solo con faldas.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

CAMINO HACIA TI

                                                     



   Recordarás cómo deshacíamos la distancia entre nosotros tan solo caminando. Para qué movilizarse en autobús si cuando se anda cada paso que das es una declaración de tu ser. No te dejas llevar por el otro en su ocioso trajinar del volante por la ciudad. No eres sometido a un destino impropio sino que más bien vas en su búsqueda y el deseo en las sienes es tan fuerte que rueda por tus entrañas y cae en tus pies que te llevan por delante. Una y otra vez. Y entonces cada final de una calle era una meta derrotada en pos de ti. Y cada acera un nuevo peldaño hacia tus labios. Y cada avenida  surcada por la peligrosa premura de los autos era una breve postergación de la muerte para celebrar la vida que me quedaba junto a ti.


   Todos esos postes en la ruta con su vigilia erizada al cielo, sembrados como árboles de cemento a los que les arrebataron el derecho de crecer y un día el vértigo desde donde nos miran les hizo comprender que ya eran grandes. El perro que con su hocico aplastado contra alguna puerta me presagiaba y luego iba delatando mi presencia como el pregonero de otras épocas que proclamaba la solemne marcha enamorada rumbo al castillo de una doncella. La viejecita de la esquina que un buen día no sobrevivió a su bastón que ya comenzaba a envejecer por ella desde una mampara olvidada. Aquellas casas hurañas de muros espigados para que no trepen por ellos nada salvo la envidia y a veces el rumor. Una licuadora en marcha para enmendar el hambre de aquellos seres invisibles del otro lado, en mesas insospechadas, de vajillas enclaustradas, de palabras sin eco. El césped recién cortado y el que creció después de que lo podaran. La luna siempre rajada. El cartelito de venta de maquillaje. El mismo juguete en la tienda de juguetes. Vez tras vez, día tras día, paso a paso, todas estas cosas se me eran reveladas camino a ti, precediéndote siempre en una antesala de detalles, pero todas ellas al fin y al cabo vanas dilataciones del instante en que este peregrino del amor coronara el último enflaquecido paso para que como el dromedario al final de la polvorienta caravana extinguiera su sed en tus besos.


   La noche en sus tesoros me devolvía luego extendido en mi cama vacía y entre la almohada y el techo suspiraba un breve adiós. Quizá el sueño con su embuste de terciopelo me concediera una tregua pero la mañana traía consigo las alabanzas de las aves por un nuevo día y la certeza de una distancia. Y de nuevo el deseo en las sienes echando a andar los pasos, rindiendo el cuerpo a la sentencia de doblar a las izquierdas y a las derechas con que la ciudad condena a sus habitantes pero en busca de la libertad redentora de ser amado, siendo ese gigante que estropea la disciplinada fila de las hormigas en el caliente asfalto y pronto empequeñece al borde de todas tus curvas, el urbano peatón de cuello de camisa doblada con pulcritud sobre la chompa que dejaba escapar al delirante topo excavando bajo tu piel.


   Para cualquier observador esa ruta entre tu casa y la mía puede parecer lo evidente: la distancia entre un punto y el de más allá. Pero yo que fatigué esas calles y vi a mi sombra desaparecer muchas veces en el deforme chorro en que morían las casas sobre el suelo por la tarde, yo que me hice un lugarcito en esas aceras para dejar intacto el codo y el pie, la puerta indiscretamente entreabierta, al gato somnoliento que repasaba sus muchas vidas, al niño y su tembloroso dibujo con líneas para brincar sobre él, comprendí con el tiempo que cuando amas a alguien como yo te amé a ti, fuiste bastante más que una belleza aguardándome al final de un largo camino. Tú eras ese propio camino de  muchas maneras inverosímiles y en la esquina y el árbol encontraba todas las formas con que deletreaba tu nombre.

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Para Eddit Burga Guti

lunes, 16 de septiembre de 2019

LA RUTA (En memoria de Fanny Arteaga)



   Visto desde cierta distancia en que la perspectiva disfraza las líneas paralelas para hacerlas parecer una sola, aquel cargador frontal embutido en la carretera era en efecto el final del camino. Lo fue al menos para ese vehículo desfigurado. Lo sería aún más para sus ocupantes. El parte periodístico me trae una vana esperanza: “Luego de más de dos horas de ocurrido el accidente, los policías se vieron imposibilitados de buscar documentos en las prendas de la mujer.” A lo mejor…

   En el colegio ella era una niña detrás de unos lentes intelectuales. Será por eso que sacaba tan buenas notas, pensé de seguro. Cuando tienes diez años y toda tu vida está aún por pasar cualquier desenlace es posible. Y el que ocurrió para Fanny y para mí nos hizo tomar rumbos diferentes terminada la primaria. Hasta que ese cargador frontal de mandíbulas metálicas y ancho como una sombra embutido al final de la carretera en un mayúsculo estorbo nos volvió a unir. Pero una sublevante fotografía retratando fierros retorcidos documentaba lo precario que sería esa unión.

   Lo curioso es que con la demolición del colegio donde estudiábamos parecía que ya nada nos ataría. Ahora es una pila de escombros entre el acantilado de Magdalena y casonas antiguas que resisten ese final desdichado. Tal vez Fanny pensó en que todas esas ruinas, todos esos muros despedazados en polvo y olvido, se llevaban lo mejor de nuestros años y entonces en esa peregrina idea inquietándonos estábamos de nuevo juntos desde que nuestros pies se balancearon en la silla escolar por no tocar el suelo. Ahora otro desorden y otro caos nos reencontraba, uno de geometría inaudita y de drama palpitando en un auto derrotado, de una cinta amarilla con letras negras encrespándose en el viento de la carretera feroz y que aleja la mirada nerviosa de los vivos de quienes ya solo pueden ser observados. Se me ocurre que quizá en el colegio aparté mi manzana de una boca pedigüeña y entonces Fanny, frustrada y hambrienta, se enfadó conmigo. Quizá luego le pedí sus apuntes de niña estudiosa y entonces encontró cómo vengarse de mí, negándomelos. Y quién sabe si de regreso a casa, refunfuñando, deseé tener unos lentes como los suyos. Pero ahora me duele el saber que varios años después, ya no existe el colegio donde lleve mi manzana y… para Fanny sería imposible morderla.

   He dicho que desde la primaria no volví a ver a Fanny. Dije bien. No volví a verla pero sí la oí una vez. Pasado unos meses desde que terminaron las clases electrizó mi niñez cuando llamó a mi casa y me invitó a una fiesta. Debo haberla enfadado mucho con la pretendida manzana que comí yo solo pues extrañamente nunca hubo fiesta. O quizá la hubo pero cierta persona de lentes muy familiares para mí engulló solitaria todo lo que pudo en un buen servido bufete mientras pensaría reivindicada y definitivamente llena que ya estábamos a mano... De cualquier forma se hizo evidente después que tomaríamos caminos divididos. Y el suyo la condujo estos últimos días rumbo al sur, hacia Tacna, apartándose lejos de quienes la llamaban mamá, esposa o amiga, y en la fortuita carretera le alcanzó el ancestral tajo con que las víctimas detienen su marcha, y en aquel asfalto anónimo, polvoriento y ajeno, los ojos de los que adivinaban su quietud irremediable no pudieron evocar su nombre.

   Ahora seré yo quien dentro de poco me siente a comer, repose en una cama cómoda, me cedan un lado de la acera, convierta un billete en un deseo, y pregunte al firmamento las eternas dudas sin respuesta. Pero desde luego, desde mi culposo lado de la ruta de la vida, frente al destino de la niña de lentes intelectuales, esta vez sí habré de sentirme profundamente egoísta.

sábado, 14 de septiembre de 2019

PARA ELLA

                                             



   Desde luego no puedes ver lo que veo yo ahora mismo. Esta hoja en blanco que pregunta por ti, que te busca en el asomo de esta precisa idea que va descubriéndose en cada letra que surge detrás de la última escrita, como si a cada nuevo paso del andante se le creara la parte del camino que le falta en medio de la nada para no caer. Por eso cada palabra te interroga con pesar porque a medida que brotan y se dispersan en esta soledad perfecta de la hoja vacía, la angosta realidad de sus renglones les hace saber de todas tus ausencias. Y esta misma exacta palabra que nada tiene tras de ella mientras la escribo, en el abismo de las cosas aún por decir, se detiene ante lo desconocido y te aguarda. Vanamente.

   No te he nombrado, es cierto. Pero, ¿hace falta? Yo sé que tú sabrás que esta carta es para ti y eso es suficiente. Incluso si no la leas pues no tengo forma razonable de enviártela, salvo la fe prestada a un náufrago que arroja su mensaje en una botella indefensa al mar, incluso si la muerte te ha superado y te busco infructuoso entre los vivos, esta carta sin dirección en el rótulo en que se pliega, sin nombre que pronuncie el cartero, sin la arroba que una multifacética araña pueda desplazar, permanecerá como si estuviera siempre extendida en pos de ti, de la piedad de tus ojos por justificarla, de la línea imponiéndose en tu frente para que me pienses, y si es así, si tal es el destino huérfano de esta carta, créeme que no reprocharé que vuele con la hojarasca en el otoño y el viento le arroje un rumbo sin rumbo.

   Ha pasado el tiempo suficiente para no tener el pudor de decir que mis días transcurren obviándote por completo. Supongo que algo así de cruel me dirías si pudieras. Y lo extraño es que no tendríamos que perdonar nuestra crueldad. Incluso el pretendido perdón quedaría fuera de lugar si en un azar del destino, la múltiple ciudad que nos acoge empequeñece para nosotros en una remota esquina, sin izquierda ni derecha que nos aparte, con la misma alerta de verde relampagueando para ambos en el esbelto semáforo y de pronto tus pasos y los míos coincidan. ¿Qué nos diríamos? O más aún ¿nos diríamos algo? O peor aún ¿nos reconoceríamos lo suficiente? O tal vez ya nos vimos… y olvidamos que nos vimos.

   Y sin embargo alguna parte de ti no acaba de desprenderse de aquella sinuosa habitación donde anochecen los recuerdos, y entre el dentífrico detrás del bulto, o la clave de un mercenario cajero automático, persisten diluidos y adulterados pero persisten al fin, los retazos de un amor que por profundo y bello debo convencerme no sea un ardid del sueño. Ya no hay poesía en la mirada de aquella esquina donde nos besábamos y puede que al pasar por ella divague ocioso en su color. El polvo y un espacio vacío han terminado usurpando el lugar de tus cartas y fotografías. Pero en altas y hondas noches como esta, tan dolorosamente distinta a otras noches antiguas en que desde la almohada murmuraba tu nombre y evocaba tu cuerpo, en que estaba enamorado de ti y eras un futuro infinito más allá de todo lo visible y deseable, en noches como esta dejo caer todas mis dudas y encargo tembloroso a unas líneas que sean las que pregunten por ti, por todo lo que ahora me es ajeno, tu rostro ido, las huellas que dejas bajo la lluvia, el cóncavo lugar que las calles ceden para dejarte pasar. ¿Estarás bien de tus ojitos y los lentes de contacto ya no te irritan? ¿El marshmallow sigue siendo tu golosina favorita? ¿Acaso Bon Jovi continúa pareciéndote el hombre más guapo?

   Añoranza tras añoranza, golpe tras golpe en el corazón, puedo darme cuenta que esta carta ha ido abriéndose paso desde el envejecido ayer hasta este tiempo en que no nos pertenecemos y ahora me tienes en tu sala que no conozco, rodeada de gente que no puedo imaginar, persiguiéndote entre tu desayuno y la cena que no pagaré. Lamento el estropicio. Confío en que tú que siempre has sido más sabia restaurarás todo a su lugar y tendrás el buen de gusto de ignorar lo escrito. Y entonces un nuevo olvido será la apropiada fosa de nuestro amor.

                                                                                       
                                                                                                                                       DANY

viernes, 13 de septiembre de 2019

EL RELOJ DE MELISSA *


(Víctima de atentado terrorista en 1991)

Frente a aquel bulto extraño transcurren los últimos instantes con vida de Melissa Alfaro. Otras veces la mesa sobre el que depositaron el bulto ha sido ese rectángulo en el que ella se inclinaba a concebir lo que después quedaría impreso en el semanario donde trabajaba. Otras veces la muerte ya se ha extendido cruel sobre esas cuatro esquinas de madera o metal quien sabe, pero en el ajeno eco tenebroso de alguna víctima narrada en tinta desde una página sangrienta. Otras veces ha sido el miedo el que trepó hasta allí y se le asomó al rostro cuando llegaron las amenazas de asesinato. Pero ahora la mesa es un cadalso certero y el bulto sobre ella una engañosa forma con la que viene disfrazada la muerte.

Cuando amaneció ese último día para Melissa el bulto era una sórdida promesa en las manos de su hacedor. Suma sus piezas dispersas en un mecanismo que solo él comprende. Es un perverso arte de precisión el suyo. Un relojero que determina impiadoso el tiempo de los otros. Con tal poder consigo lo escupe su guarida. El verde en los semáforos licenció el camino de ese crimen. Quizá llamó juguete a esa estúpida razón bamboleándose en el asiento del auto rumbo a su enfermiza misión. Quizá en el humo de un efímero cigarro se disiparon todas sus aprehensiones. Quizá también el espejo le devolvió una culpa prematura y la evadieron sus ojos grises. Lo cierto es que al llegar a ese local periodístico de la avenida Petit Thouars entregó el atado de periódicos franceses que disimulaba el artefacto latente en su interior. Había sentenciado una vida.

El mismo largo y ancho de las calles que abrieron paso al verdugo hicieron otro tanto con su víctima horas más tarde. Las ciudades modernas no tienen puertas como las medievales y por tanto están abiertas para justos y malvados por igual. Melissa Alfaro peregrinó por esas mismas calles hasta llegar a su periódico en una fantasmagórica ironía de la existencia. La avenida Petit Thouars fue el camino por donde llegó el puñal y el cuerpo doloroso entregado en sacrificio. La misma puerta del periódico y su manija cedieron con idéntica hospitalidad a victimario y víctima.

Hacia el final, en su postrero instante, al filo de la mesa que muy pronto ardería en súbito estallido deformada en miríadas de esquirlas, Melissa Alfaro habrá comprendido que ese bulto extraño era un atado de periódicos franceses. Le arrojaría una mirada inhóspita para descifrar las palabras tan distintas a las que usó para decir madre, orgullo, patria, trompo, flor y caballo. Un movimiento de inocencia de sus dedos sobre el bulto ajeno precedió su muerte que llegó hasta ella en la forma de una incógnita en un idioma impropio.

Hoy, muchos años después de ese estallido, de la horrible pregunta de Melissa sobre aquella mesa tan invertebrada como ella, en nuestro común español o en cualquier idioma con el que se pronuncie justicia, hambre y bondad, trueno y página, árbol y miel, viento y muñeca, sed y gloria, dolor y música, piedra, lodo, mujer, sangre, llanto, sobrevivimos a su martirio aferrando las letras de su nombre en los puños.

* Melissa Alfaro Méndez murió a los 23 años en un atentado terrorista con artefacto explosivo oculto en un periódico francés el 10 de octubre de 1991 enviado al semanario Cambio de Lima, Perú donde trabajaba. Su crimen continúa impune casi treinta años después.