Seguidores

lunes, 16 de septiembre de 2019

LA RUTA (En memoria de Fanny Arteaga)



   Visto desde cierta distancia en que la perspectiva disfraza las líneas paralelas para hacerlas parecer una sola, aquel cargador frontal embutido en la carretera era en efecto el final del camino. Lo fue al menos para ese vehículo desfigurado. Lo sería aún más para sus ocupantes. El parte periodístico me trae una vana esperanza: “Luego de más de dos horas de ocurrido el accidente, los policías se vieron imposibilitados de buscar documentos en las prendas de la mujer.” A lo mejor…

   En el colegio ella era una niña detrás de unos lentes intelectuales. Será por eso que sacaba tan buenas notas, pensé de seguro. Cuando tienes diez años y toda tu vida está aún por pasar cualquier desenlace es posible. Y el que ocurrió para Fanny y para mí nos hizo tomar rumbos diferentes terminada la primaria. Hasta que ese cargador frontal de mandíbulas metálicas y ancho como una sombra embutido al final de la carretera en un mayúsculo estorbo nos volvió a unir. Pero una sublevante fotografía retratando fierros retorcidos documentaba lo precario que sería esa unión.

   Lo curioso es que con la demolición del colegio donde estudiábamos parecía que ya nada nos ataría. Ahora es una pila de escombros entre el acantilado de Magdalena y casonas antiguas que resisten ese final desdichado. Tal vez Fanny pensó en que todas esas ruinas, todos esos muros despedazados en polvo y olvido, se llevaban lo mejor de nuestros años y entonces en esa peregrina idea inquietándonos estábamos de nuevo juntos desde que nuestros pies se balancearon en la silla escolar por no tocar el suelo. Ahora otro desorden y otro caos nos reencontraba, uno de geometría inaudita y de drama palpitando en un auto derrotado, de una cinta amarilla con letras negras encrespándose en el viento de la carretera feroz y que aleja la mirada nerviosa de los vivos de quienes ya solo pueden ser observados. Se me ocurre que quizá en el colegio aparté mi manzana de una boca pedigüeña y entonces Fanny, frustrada y hambrienta, se enfadó conmigo. Quizá luego le pedí sus apuntes de niña estudiosa y entonces encontró cómo vengarse de mí, negándomelos. Y quién sabe si de regreso a casa, refunfuñando, deseé tener unos lentes como los suyos. Pero ahora me duele el saber que varios años después, ya no existe el colegio donde lleve mi manzana y… para Fanny sería imposible morderla.

   He dicho que desde la primaria no volví a ver a Fanny. Dije bien. No volví a verla pero sí la oí una vez. Pasado unos meses desde que terminaron las clases electrizó mi niñez cuando llamó a mi casa y me invitó a una fiesta. Debo haberla enfadado mucho con la pretendida manzana que comí yo solo pues extrañamente nunca hubo fiesta. O quizá la hubo pero cierta persona de lentes muy familiares para mí engulló solitaria todo lo que pudo en un buen servido bufete mientras pensaría reivindicada y definitivamente llena que ya estábamos a mano... De cualquier forma se hizo evidente después que tomaríamos caminos divididos. Y el suyo la condujo estos últimos días rumbo al sur, hacia Tacna, apartándose lejos de quienes la llamaban mamá, esposa o amiga, y en la fortuita carretera le alcanzó el ancestral tajo con que las víctimas detienen su marcha, y en aquel asfalto anónimo, polvoriento y ajeno, los ojos de los que adivinaban su quietud irremediable no pudieron evocar su nombre.

   Ahora seré yo quien dentro de poco me siente a comer, repose en una cama cómoda, me cedan un lado de la acera, convierta un billete en un deseo, y pregunte al firmamento las eternas dudas sin respuesta. Pero desde luego, desde mi culposo lado de la ruta de la vida, frente al destino de la niña de lentes intelectuales, esta vez sí habré de sentirme profundamente egoísta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario