Seguidores

jueves, 27 de febrero de 2020

CELEBRACIÓN DEL AJEDREZ

    Podría decir que fue la manera en que encontré la felicidad en mi niñez y adolescencia salvo que dejaría por fuera tantos mágicos días lejos del tablero cuando llegué a ser adulto. Tendría que decir entonces que es el orgullo que me desbordaba el pecho debajo de esa copa levantada en lo alto pero al mismo tiempo con qué otro nombre sino es el rencor puede llamarse aquello que se queda contigo cuando la corona de tu propio rey se ciñe absurda en eso que se parece al de un soldado caído tras el fin de la batalla. Quizá deba ceder a la escueta frase de simple meditación entretenida para resumir ese infinito rito de sesenta y cuatro casillas, o quizá habré de reconocerme en el cínico que celebra la elegante forma de enfrentarse a los desafíos de imponerse al mando de un ejército que blasfema y ruge entre las sienes a pesar de lo cual los problemas del día a día persisten sobre mis zapatos y trepan para hacerse hambre en el estómago o se confirman en el muro que me devuelve al mismo callejón sin salida. Lo cierto es que pienso en mi vida atravesada por el ajedrez y a veces me parece haberla vivido a lomos de ese caballo blanco y ese caballo negro de la incierta partida cabalgando minúsculo hacia todos y cada uno de sus insólitos destinos.
Mi amigo Miguel me presentó ese juego sin saber que éramos maestro y aprendiz a ambos lados de una tradición milenaria que no supo nunca de nosotros desde aquel sol en que fue concedido a los hombres y que nos olvidará en el puño indeciso de los que vendrán. Desde luego la primera batalla que emprendíamos él y yo era decidir quién de nosotros iría con las blancas, disputa que entre los niños es solo superable por cuál de los dos da el primer mordisco al pastel y seguro que en ese empeño nos extraviamos muchas veces fuera del tablero. En casa lamenté que mis hermanas nunca lo aprendieran por lo que ese amigo imaginario con que nos hemos acompañado todos, conmigo seguro se quejaba de lo mucho que lo hacía jugar al ajedrez. De hecho el hermanito que nunca tuve a causa de su muerte muy temprana sin que yo lo conociera, en esa melancólica silla vacía del otro lado del tablero poseyó precariamente aquella vida que le fue mezquinada y aprendió a mover alfiles y torres antes de poder decirle perro a nuestro perro o patear la pelota ausente, hasta que esas enternecidas partidas se interrumpían por la voz de mamá para ir a comer salvo que ese llamado era pronunciado siempre en un desdichado singular.
Pronto ocurrió la ironía que entraba a la casa de mis amigos de barrio pero para jugar ajedrez con sus papás, tan necesitado como estuve de rivales a los que fuera más estimulante ganar. El más entrañable de ellos el señor Raúl, que en su silla de ruedas pagaba la extraña culpa de una escalera contra la pared que lo traicionó desde una gran altura y en sus manos se encendía a cada tanto la frustración de no poder atarse los zapatos o llevarse una manzana a la boca sin riesgo de que se le cayera. Bajo ese sombrero que jamás lo vi quitarse el señor Raúl imaginaba todas las formas posibles de cumplir el propósito simulado del ajedrez de matarme amistosamente, y en esas piezas que con torpes movimientos desplazaba más bien empujándolas que tomándolas me doy cuenta ahora que lo que yo asumía como un juego, para él era su efímera forma de escaparse de esa tortuosa prisión que era su cuerpo.
Mientras fui alumno de colegio el llamado deporte ciencia me dio muchas satisfacciones al ganar campeonatos gracias a los cuales obtuve bonitos premios excepto aquella vez que durante la primaria mis ojos se convirtieron en un par de grandes desilusiones cuando alcancé a ver los dos enjundiosos tomos de El Quijote con una edición de tapa dura en lugar de un divertimento tan anhelado por entonces. Pero el momento en que llegué a ser verdaderamente feliz fue cuando en la secundaria tuve la dicha de formar parte de la selección de mi colegio San Antonio Marianistas en los torneos de ADECORE y por muy poco no nos llevamos el tricampeonato de manera consecutiva. Puede parecer extraño pero de mis amigos ajedrecistas a quienes veía casi a diario nunca supe si andaban enamorados o qué canción les pasaba por la cabeza sin que pudieran olvidarla, y sin embargo éramos capaces de enumerarnos nuestras jugadas favoritas o los movimientos clave en que una partida tuvo un desenlace singular. Así de afiebrados vivimos esa época dorada y nunca una obsesión me consumió de una manera tan perfecta y placentera.
Luego, el mismo tiempo que hace perder los juguetes a un niño en un culposo olvido me tomó de las solapas en un soberbio reproche y entonces abandoné el ajedrez. No sé en qué momento exacto ese blanquinegro tablero al que le dediqué mis meditaciones más profundas desapareció en los trastos viejos sin que echara una mirada atrás, cuándo los peones y el resto de piezas enmudecieron sus acertijos entre el polvo y las telarañas, cuán mezquina puede ser la felicidad que te hace dejar de ser quien eres. A veces crecer es reconciliarse con uno mismo y sencillamente dejarse ser. Porque después de todo pude haber abandonado el ajedrez pero el ajedrez que no sabe de esas ingratitudes no abandonó a este discreto oficiante de celadas, siendo que en verdad es un juego cuya fragua se encendió en el Oriente pero también está detrás de cada barbilla pensante que en realidad juega al ajedrez sin piezas cuando anticipa y bifurca ese ovillo de cosas donde está todo lo que es humanamente posible.
Ignoro si tras todos estos años de alejamiento he sido como ese modesto peón que corona en la última línea y se convierte por fin en lo que quiso ser. En el azaroso juego de la vida no hay reglas escritas y las que porfían en estarlo se incumplen. Todo lo que puedo hacer ahora mismo es asomarme de regreso a esas venerables casillas con la emoción de un novio que reencuentra un viejo amor y anhelar que esta vez habrá de ser hasta el decisivo jaque mate en el propio pecho descarnado.

El autor de este texto en la parte superior izquierda de la fotografía posiblemente en el año 1989 con los demás integrantes de la selección de ajedrez del colegio San Antonio Marianistas al conseguir el campeonato en el torneo interescolar de la Asociación de Colegios Religiosos (ADECORE).  Debajo a la izquierda Frano Passuni. A la derecha, de arriba abajo, Antonio Egüez Toledo y Wilfredo Terrones Landázuri.

miércoles, 19 de febrero de 2020

EL VÍDEO DE MI ABUELA


 
   Del otro lado de los Andes muy lejos de la mayoría de los suyos, mi abuela vive en su casita serrana donde se refugia del calor sofocante de la ciudad, del dolor en sus huesos, y de todos aquellos desafíos con que la existencia reta a su vida octogenaria. Desde esa remota incógnita en que transcurren sus días parsimoniosos nos la trajeron fugazmente hasta nosotros en un vídeo que deshizo con unos pocos minutos todos esos polvorientos kilómetros que la convierten en una sentida ausencia.


   La abuela se prepara a recibir la noche recostada sobre su cama pero a ese oscuro anticipo del sueño proyectando sus sombras por toda la habitación se le suma la presencia de quien está retratándola. Confundida por el artefacto que la persigue en su mirada invadida pregunta: “¿Estás tomando foto?” El reproche se reclina pronto con ella sobre esa cama preparada para el frío inclemente por sus varias frazadas que la envuelven pero también para la soledad que es disimulada por un crucifijo que cuelga detrás en la agrietada pared, un mando a distancia de su televisor y un insólito palo sobre la misma cama que hace lo que sus manos no alcanzan hacer.


   Madre eterna al fin, la abuela sin hijos y nietos que cuidar perpetúa las ansias de ser ella quien vele por los otros en sus perros que a uno y a otro lado de su cama retozan las horas con sus hocicos aletargados. Ahora el vídeo solo la muestra como a una reina en su trono soberana de las perezosas criaturas. Pero cuando la mañana despunta en esos muros donde el tiempo se dilata tan fatigado, la abuela abandona la comodidad de su cama y derrotando a cada paso la pierna quebrada, con un andador por delante o a veces obstinadamente equilibrándose en lo que encuentre, ella provee a sus hijos peludos que la celebran en un frenesí de colas agitándose al aire que muy pronto continúa luego en un batir de alas por el grano desprendido de su mano generosa a otros hijos que en nada se parecen a los primeros pero que ella no distingue en su maternidad donde ninguno es bastardo.


   Los años le han restado un poco de audición y por eso protesta que ya tomó café cuando le preguntan del papel, responde extrañada señalando el lugar de las papas si alguien quiere saber dónde están las tapas, o confunde la vasta estera de un techo con una modesta tijera, todos divertidos malentendidos que se van enumerando en la filmación mientras mi abuela no para de reírse de sí misma llevándose la mano al rostro o haciéndola estallar contra la cama en un ruego para que la risa la abandone. Pero luego es requerida para que envíe saludos a sus hijos en la ciudad y entonces ese cuerpo que acababa de estremecerse de felicidad entra en un trance de nostalgia y extravía la mirada en el vacío, como si desde esas cumbres escarpadas y gélidas, inhóspitas y estériles que en otro tiempo recorrió a pie o sobre el lomo de una bestia se despeñaran sus ojos hacia el abismo y desde lo más profundo le retornara sin respuesta la pregunta de por qué su infancia fue un bulto en la espalda y no un lecho de rosas.


   Habla de sus hijos de una manera particular. No dice simplemente sus nombres si no que le antepone un posesivo: “Mi Irma… mi Dora…” Con ese ardid del lenguaje la abuela extiende sus lazos hacia los suyos y trae si no al hijo ausente al menos su evocación que se hace suspiro en el pecho. Sabe que será observada y al mismo tiempo mantiene cierta majestad de la indiferencia que no es desde luego falta de lucidez. Podría aprovechar ese vídeo excepcional en hacer una lista de sus múltiples necesidades de anciana que vive en un remoto lugar pero la abuela sorprende a todos al ensimismarse apenas: “Cómo será… “y “Adónde llegaré…”, aunque luego recupera la locuacidad para recomendar acostarse temprano a quien la grababa y no olvidarse de guardar a los perros…

    Y así transcurre este instante que perdurará más allá de mi abuela en el desarraigado álbum de su vida porque la pobreza y los muchos avatares perpetraron para que casi nada de lo suyo mereciera recordarse en los ojos de los otros. Ha sido una mirada furtiva a esa casita del otro lado de los Andes donde ella se impuso vivir la soledad de una anciana, que no pudiendo elegir a lo largo de su existencia tantas y tantas cosas que le fueron negadas si no arrebatadas, eligió regresar a sus orígenes, a la tierra que la vio nacer, en esa áspera tregua que ceden las rocas al hombre andino e hicieron habitable un pueblo que el tiempo y las muchas voces dieron a llamar Tayabamba en el departamento de La Libertad. En esa casita cuyo misterio me ha sido revelado al fin, mi abuela, mi querida abuela que de niño mordía mi oreja y engreía con ese polvo empobrecido pero sabroso que es la máchica, ahora ahuyenta a los demonios con sus maldiciones y palabrotas, se hace entender con un palo contundente, repliega las canas con un vanidoso tinte, ausculta el porvenir de los suyos en sabias hojas de coca, degrada al dinero con el trueque, verifica el milagro de la tierra en sus frutos, reinventa la alquimia con sus hierbas para aplacarse el dolor, y quizá un día de torrencial lluvia con el lodo chapoteando en los pies de sus paisanos, en esa frágil casita le alcance la dicha de haber podido elegir el lugar donde daría su último respiro.

viernes, 14 de febrero de 2020

LOS SILENCIOS DE GUSTAVO VALCÁRCEL


   El brazo recto como un pedestal parecía dividir en dos ese momento de mi juventud. Por encima de él reposaba un mentón apesadumbrado y daban la calma a unos ojos que no estaban allí conmigo. Por debajo del brazo, lejos de aquella irrealidad, yacía la mesa concreta que daba sustento al personaje a quien me fue revelado conocer pero estaba más bien como en una estampa de sí mismo que volvía efímeramente a la vida para darle un sorbo a ese vaso de cerveza servido al pie y al dejarlo de nuevo inmóvil sobre la mesa su naturaleza de cristal repercutiendo breve allí mismo era lo único que se imponía en ese incómodo silencio. ¿Se habrá dado cuenta por fin que yo estaba allí para conocer a Gustavo Valcárcel, el primer escritor que conocía en persona? O quizá mejor aún, ¿notaría que unos ojos tímidos lo escrutaban en busca de un oráculo y en su lugar se resignaban ante un bivirí blanco que se balanceaba inerte?

   Puede ser que entonces lo llamara tío Gustavo forzando el vínculo entre nosotros cuando en realidad su esposa Violeta* era mi tía abuela. También es posible que recurriera a ella más veces de lo necesario para sobrevivir a esa parquedad con que decapitaba mis preguntas y así evitar naufragar tras la espuma de todos sus vasos de cerveza. Pero desde luego no ayudó en nada que me proclamara un abstemio frente a aquel santuario espirituoso del que él era tan devoto y me echaría una mirada suspicaz a través de ese cristal donde los hombres se dejan ver más allá de ellos mismos conmigo fuera de esa dudosa hermandad. En verdad aquella vez él fue como uno de esos libros de su alta y honda biblioteca, inescrutable para todo aquel que no se diera con la fatiga de desentrañar sus misterios hasta la última de sus páginas.

   Por suerte conocí a mi elusivo personaje en una faceta más íntima. Mamá se ofreció a llevarlo en el auto familiar para acompañarlo a cobrar su pensión de jubilado y entonces dejaría de ser ese imperturbable monumento de sus propios pensamientos. Aquel día deliré en la precaria fama que tendría al accidentarnos junto a esa gloria literaria si bien al llegar a salvo a nuestro destino debió ser el único extraño viaje en que me sentí un tanto defraudado de que no nos sucediera nada perturbador. Y mientras yo no perdía detalle de su andar entre dudoso y enclenque, él hacía lo propio con su frágil bastón al que le encargaba el reto de mantenerlo en pie y no rodar de nuevo al suelo donde alguna vez sufrió una fractura decisiva. Una vez ya frente a la ventanilla de pago recuerdo haberle murmurado para envanecerlo: “Te están atendiendo rápido y eso que no saben que eres el poeta Gustavo Valcárcel” a lo cual el hacedor de versos tan profundos como: “La muerte es solo la madera que nos arroja el tiempo para comprobar el fuego de una vida” respondió con la lira esta vez discretamente enmudecida con un rotundo: “Bah.”

   Hombre inaccesible al fin, lo conocí mucho más a través de sus cosas que a de él mismo. De hecho cuando murió unos pocos años más tarde y le fue legado a su viuda finalmente un departamento por sus méritos culturales a la nación peruana, yo mismo me bañé en sudor al embalar cada libro de su biblioteca en frenéticas cajas de cartón ya desde entonces aquejado de asma catapultando así ese esfuerzo de simplemente colaborativo a heroico, y en mis brazos y hombros fatigados ayudé a disponer luego todo ese patrimonio hasta su nuevo flamante hogar. Los cuadros en los que se dejó meditar, la cama donde padeció tantos insomnios de los que escuchaba en la nuca sus pisadas, su comunismo derrotado en esas efigies de yeso, la mesa para comer y la mesa de escribir que le daba para comer, el abridor de botellas en el que renovaba su lealtad a Baco y en sus bamboleantes brazos vivió una vida lejos de los pesares que no le tocó vivir en verdad, la huella de las reliquias de su destierro por los avatares políticos, y todo aquello que puede sostenerse en la palma sin pasar desapercibido lo tuve yo en aquella mudanza de otro mundo se diría donde lo único presente de él era su ubicua memoria.

   Paradojas del destino, cuando Gustavo Valcárcel fue a parar a la esbelta chimenea y quedó incinerado en poesía bajo el cielo de Lima me acerqué a él todavía más. Lo hice a través de su viuda, mi tía abuela Violeta con la que compartió más de medio siglo de vida. Aquel fue más bien un círculo que terminó cerrándose porque a través de la poesía de Valcárcel me fue anticipado la “vehemencia de ola” de mi hasta entonces desconocida tía abuela, y al frecuentarla después supe en carne propia que aquella metáfora tenía como origen su propia humanidad llena de urgencias sin tregua. Y si hasta entonces leía ese motivo literario que fue Violeta a través de los poemas de Valcárcel, ahora en los muchos años de viudez que ella toleró, descubrí al hombre palpitando en esa literatura amorosa y revolucionaria que versificara: “Pero la flor de la palabra, cuando quedo solo, no puede olvidar la espina del tiempo que sufrí.”

   La soledad perfecta que es la vejez fue propicia para que mi tía abuela me hiciera su confidente y se revelaron para mí tantas claves que ese brazo recto como un pedestal donde reposaban un mentón apesadumbrado y una mirada ausente mantenía en silencio inexpugnable. Sencillamente la posteridad reivindicó con creces mi curiosidad hacia el primer escritor que conocí fuera de la incógnita de los libros y tuve el privilegio de disfrutarlo de todas las formas posibles en que puede evocarse a alguien, entre el pan de la mañana que surge de la bolsa como una promesa cumplida y las plantas encaramadas en las macetas con toda su nostalgia por la tierra firme. Y Violeta, la música terrestre del poeta hasta el final de sus días persistió en ser esa sinfonía de amor para él, como aquella vez cuando con motivo de una antología para una edición póstuma de sus poemas finalmente abortada, reconociendo que algunos de ellos no lo habían inspirado su propia belleza sino la de otras mujeres desconocidas, sentenció entre divertida y celosa al más puro estilo de La Pasionaria: “Estos poemas, NO PASARÁN.”

* Violeta Carnero Hoke viuda de Valcárcel

ESPEJO DE INFANCIA



   Había descubierto el misterio. Te iban a disparar en esa zona militar al detenerte frente a sus muros tal cual amenazaban hacerlo en ese terrorífico cartel de letras negras con fondo amarillo que había leído tantas veces al pasar por allí siempre por supuesto con nerviosa premura para que una bala no termine ejecutándote como a un pato indefenso del lado peligroso del rifle del cazador. Pero y si te parabas en frente, qué. ¿Sucedería algo en verdad? Los elevados muros que rodeaban la zona militar no dejaban asomar nada de lo que hubiera al interior, ni siquiera una construcción elevada. No se trataba de impedir el paso a los extraños entonces sino la mirada hacia el secreto que para nadie había sido revelado. Salvo que yo lo descubrí. Si te pusieras en frente de esos muros impenetrables con el suficiente tiempo observándolos minuciosamente, por algún efecto vulnerable terminarían haciéndose transparentes solo para ti y accederías por fin a los misterios que encerraban dentro.


   Desde luego nunca puse a prueba mi hallazgo porque cuando eres niño el límite adonde llega la imaginación se detiene al toparse con esa otra afiebrada creencia también que puedes perder la vida en cualquier momento. Lo pensaba así al menos tras horas interminables de ver la televisión y la mano puesta por encima de ese prodigioso rectángulo de fantasía daba cuenta que el aparato de tanto estar encendido se calentaba cada vez más y más. ¿Estallaría al fin como un globo? La pantalla lejos de ser plana a diferencia de los televisores modernos sobresalía del marco que la contenía de modo que uno podía pasar el dedo por encima de la pantalla sin tocar nada más, convenciéndote que en efecto comenzaba a dilatarse por su uso excesivo y llegaría al punto que explotaría hasta nosotros en mortíferos pedazos que tal vez conseguiríamos atajar con almohadas previamente alistadas para ese providencial propósito.


   Pero al mismo tiempo que ese sentimiento precario de la vida pudiendo abandonarme súbitamente coexistía un convencimiento opuesto, una risible sobreestimación de poder valerme solo frente al mundo a muy tierna edad. Ocurrió que cierto día papá me dejó sin poder ver mi programa favorito, una hormiga atómica que así se llamaba el personaje cuyo ridículo tamaño no era impedimento para imponerse a cualquier contrincante incluso mucho más grande que ella. Debió parecerme entonces que podía ser como esa hormiguita capaz de sobreponerse a todos a pesar de su modesta condición y la ira que sentía tomó la forma de un plan desaforado en el que solo hubo espacio para una manta con la cual taparme, mis juguetes más imprescindibles, quizá alguna galleta a medio consumir, y sin nada más encima, dando un portazo renuncié a la seguridad de mi casa rumbo a las fauces de ese mundo del que solo conocía los nombres de unos cuantos de sus colores, y un puñado de cosas más. Papá impidió que llegara a doblar la esquina de ese precoz viaje pero por supuesto la hormiga atómica y yo no siempre andábamos con ganas de demostrar lo poderosos que éramos.


   Naturalmente de niño no siempre tuve ese tipo de relación disfuncional con la televisión. No obstante su nula capacidad de respuesta tan propia de las redes sociales, esa caja apacible me hizo conocer el primer amor correspondido, obviamente más con la complicidad de mi delirante butaca como espectador que por la acción de mi pretendida amada. Ella era Agnetha Fältskog, la vocalista de cabello rubio del grupo Abba de la que me convencí se sonrojaba conmigo en sus videoclips. Cantaba sus éxitos para mí, resultado natural de que mirara fijamente a la cámara y en algún momento su rostro se desvanecía en una sonrisa que coincidía con la mía que por el estupor la ocultaba detrás de lo que tuviera a la mano para cubrirme mientras la parte sensata de mí se preguntaba absurdo cómo era posible que el televisor pudiera comportarse como una imposible ventana.


   Y así uno tras otro rondan los desconcertantes recuerdos de mi niñez. Platos incomibles de los que no podía levantarme de la mesa sin terminarlos y me libraba con el fácil pero muy precario recurso de arrojar la comida al suelo en la cocina solitaria, exámenes desaprobados que hacía firmar en el último instante antes de marcharme al colegio para que el tiempo apremiante extinguiera cualquier reproche, disputas de si los aviones eran propulsados por el mismo kerosene con el que en casa se calentaba el agua hasta quedar hervida, peluqueros que te inmovilizaban en su asiento mostrándote las tijeras con la que acababan de cercenar la oreja al niño que no podía estarse quieto, fantasmas derrotados por una oración, un amuleto, por portarse bien o por otro fantasma menos malo, finalmente, todos retazos de un espejo tardío en el que cuesta tanto reconocerse porque uno termina siendo el peor traidor de sí mismo.