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miércoles, 19 de febrero de 2020

EL VÍDEO DE MI ABUELA


 
   Del otro lado de los Andes muy lejos de la mayoría de los suyos, mi abuela vive en su casita serrana donde se refugia del calor sofocante de la ciudad, del dolor en sus huesos, y de todos aquellos desafíos con que la existencia reta a su vida octogenaria. Desde esa remota incógnita en que transcurren sus días parsimoniosos nos la trajeron fugazmente hasta nosotros en un vídeo que deshizo con unos pocos minutos todos esos polvorientos kilómetros que la convierten en una sentida ausencia.


   La abuela se prepara a recibir la noche recostada sobre su cama pero a ese oscuro anticipo del sueño proyectando sus sombras por toda la habitación se le suma la presencia de quien está retratándola. Confundida por el artefacto que la persigue en su mirada invadida pregunta: “¿Estás tomando foto?” El reproche se reclina pronto con ella sobre esa cama preparada para el frío inclemente por sus varias frazadas que la envuelven pero también para la soledad que es disimulada por un crucifijo que cuelga detrás en la agrietada pared, un mando a distancia de su televisor y un insólito palo sobre la misma cama que hace lo que sus manos no alcanzan hacer.


   Madre eterna al fin, la abuela sin hijos y nietos que cuidar perpetúa las ansias de ser ella quien vele por los otros en sus perros que a uno y a otro lado de su cama retozan las horas con sus hocicos aletargados. Ahora el vídeo solo la muestra como a una reina en su trono soberana de las perezosas criaturas. Pero cuando la mañana despunta en esos muros donde el tiempo se dilata tan fatigado, la abuela abandona la comodidad de su cama y derrotando a cada paso la pierna quebrada, con un andador por delante o a veces obstinadamente equilibrándose en lo que encuentre, ella provee a sus hijos peludos que la celebran en un frenesí de colas agitándose al aire que muy pronto continúa luego en un batir de alas por el grano desprendido de su mano generosa a otros hijos que en nada se parecen a los primeros pero que ella no distingue en su maternidad donde ninguno es bastardo.


   Los años le han restado un poco de audición y por eso protesta que ya tomó café cuando le preguntan del papel, responde extrañada señalando el lugar de las papas si alguien quiere saber dónde están las tapas, o confunde la vasta estera de un techo con una modesta tijera, todos divertidos malentendidos que se van enumerando en la filmación mientras mi abuela no para de reírse de sí misma llevándose la mano al rostro o haciéndola estallar contra la cama en un ruego para que la risa la abandone. Pero luego es requerida para que envíe saludos a sus hijos en la ciudad y entonces ese cuerpo que acababa de estremecerse de felicidad entra en un trance de nostalgia y extravía la mirada en el vacío, como si desde esas cumbres escarpadas y gélidas, inhóspitas y estériles que en otro tiempo recorrió a pie o sobre el lomo de una bestia se despeñaran sus ojos hacia el abismo y desde lo más profundo le retornara sin respuesta la pregunta de por qué su infancia fue un bulto en la espalda y no un lecho de rosas.


   Habla de sus hijos de una manera particular. No dice simplemente sus nombres si no que le antepone un posesivo: “Mi Irma… mi Dora…” Con ese ardid del lenguaje la abuela extiende sus lazos hacia los suyos y trae si no al hijo ausente al menos su evocación que se hace suspiro en el pecho. Sabe que será observada y al mismo tiempo mantiene cierta majestad de la indiferencia que no es desde luego falta de lucidez. Podría aprovechar ese vídeo excepcional en hacer una lista de sus múltiples necesidades de anciana que vive en un remoto lugar pero la abuela sorprende a todos al ensimismarse apenas: “Cómo será… “y “Adónde llegaré…”, aunque luego recupera la locuacidad para recomendar acostarse temprano a quien la grababa y no olvidarse de guardar a los perros…

    Y así transcurre este instante que perdurará más allá de mi abuela en el desarraigado álbum de su vida porque la pobreza y los muchos avatares perpetraron para que casi nada de lo suyo mereciera recordarse en los ojos de los otros. Ha sido una mirada furtiva a esa casita del otro lado de los Andes donde ella se impuso vivir la soledad de una anciana, que no pudiendo elegir a lo largo de su existencia tantas y tantas cosas que le fueron negadas si no arrebatadas, eligió regresar a sus orígenes, a la tierra que la vio nacer, en esa áspera tregua que ceden las rocas al hombre andino e hicieron habitable un pueblo que el tiempo y las muchas voces dieron a llamar Tayabamba en el departamento de La Libertad. En esa casita cuyo misterio me ha sido revelado al fin, mi abuela, mi querida abuela que de niño mordía mi oreja y engreía con ese polvo empobrecido pero sabroso que es la máchica, ahora ahuyenta a los demonios con sus maldiciones y palabrotas, se hace entender con un palo contundente, repliega las canas con un vanidoso tinte, ausculta el porvenir de los suyos en sabias hojas de coca, degrada al dinero con el trueque, verifica el milagro de la tierra en sus frutos, reinventa la alquimia con sus hierbas para aplacarse el dolor, y quizá un día de torrencial lluvia con el lodo chapoteando en los pies de sus paisanos, en esa frágil casita le alcance la dicha de haber podido elegir el lugar donde daría su último respiro.

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