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martes, 13 de noviembre de 2018

SOBRE MÍ, DENTRO DE MÍ. VIOLETA EN EL TIEMPO

   El índice interponiéndose entre lo que pasaba y lo que ella quería que pase, enmendando una mirada y su futuro más inmediato, otorgándole el rumbo nuevo que señalaba aquel índice imperioso detenido en el aire como una proclama, y hacer que todo esto pareciera no un acto de capricho sino otro rostro con el que se mira a la ternura, tal es el mérito que le conocí a mi tía Violeta. Lo puedo decir yo que fui enmendado muchas veces por ese alter ego huesudo suyo en el extremo de su mano que se hacía un lugar allí cuando rara vez callaba pero sobre todo para enfatizarse y entonces tenía la sensación de estar viéndola a ella duplicada, con una Violeta ridículamente angosta extendida delante cuan larga era la longitud del brazo apuntándome y otra Violeta de rasgos más reconocibles detrás a quien yo daba cuenta de las pretensiones de la primera.
   A la primera de ellas desde luego era imposible decirle que no. Si señalaba una agenda, era la agenda la que tenía que ser alcanzada. Si parecía encaminar el giro de una conversación pues al olvido se daba y hacia ese otro lado había que acumular nuevas palabras ajenas al sentido anterior. A la segunda Violeta se le destacaba un lunar en la frente, una bata enfermiza y ademanes que endulzaban los embates de la otra de índice impostergable. Supongo que los últimos años de su vida que son los que conocí tuve el tino de no indisponer a la más enflaquecida de ambas para poder disfrutar de aquella mujer espontánea y dicharachera que me confió las llaves de su casa, y los últimos secretos de su vida dilatada que ya se extinguía como finalmente ocurrió.
   La primera Violeta, la imperiosa, que llevaba el dedo hacedor por delante reafirmando su voluntad era normalmente quien me recibía. Cualquier alegato se doblegaba ante la invitación forzosa de lo que tenía preparado para comer. Era preciso hacerlo. Su índice lo había decretado y enmendando la mirada que tuvieras te la redirigía ante la mesa donde aguardaba por ejemplo un plato de gelatina con rodajas de plátano. Y entonces terminado el invite la segunda Violeta de lunar en la frente, bata enfermiza, figura delgada, y rostro visitado por la belleza y los años te envolvía en un abrazo de esos que puedes contar en el otro todas sus costillas mientras pronunciaba tu nombre seguido de varias palabras querendonas. La suya era una bienvenida desgarrada, recargando la voz en la última de las vocales, como si escenificara en ese saludo simple las muchas veces que tuvo que decir adiós.
   No sé ahora cuántas veces aborrecí de su índice, esa criatura con vida propia engalanada por varios anillos en el extremo de su humanidad derrotada por la vejez y la enfermedad respiratoria encrespándose en el aire como una proclama, atravesando el destino en pos de modificarlo. Para sobrevivir a él tuve que ser su cómplice como aquella vez en que habiéndose mudado recién en el departamento donde finalmente murió quedaban por colgar varios de los retratos con los que acompañaba su soledad y tenía oculto un contundente martillo entre las sábanas mientras pretendía desfallecer de cansancio en la cama a los ojos de sus hijos que le habían increpado los esfuerzos de todo ese trajín. Pues tan pronto nos dejaron solos el acero de la herramienta surgió de las sábanas cual arrebato de una pesadilla haciéndose una realidad concreta más allá del sueño y acercándola casi febril a la pared enfrente de su cama, uno a uno, luchando con las esquirlas del ladrillo, fijamos con golpecitos los clavos de donde las escenas familiares retratadas en fotografías terminaron finalmente colgados en una sola y única jornada. Por cierto aquella tarde cómplice en el que anduve con resignación detrás de su índice hubo de tener a la postre una intervención decisiva varios años después cuando detrás de la mascarilla de oxígeno, la agonía de Violeta extendida por varios días en ese mismo cuarto y delante de esa misma pared aquejada de recuerdos se extinguió finalmente en un último aliento y en el desvarío de la muerte le acompañaron, entre vagos y reales, los seres que más amó.
   En el rencor de la memoria me asalta esta Violeta indomable, decisoria, reponiéndose a la fatiga de las cosas que se imponía hacer en ese preciso instante. Hasta que de pronto, más allá de su índice que me desafía y me interpela, que me repliega en el lado débil de las mandíbulas donde muerde el devenir, se asoma traviesa su ternura, engríe mi nombre en una declinación remota de su voz y con el cuerpo en esa forma ondulada en que se han abandonado las penas me apacigua los días desde que la echo de menos.