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lunes, 9 de abril de 2018

XIMENA, SEÑORA DEL MAR

Acaso una palmada en el hombro
conduce mis pasos hasta alguna arenosa playa
un sol incendiándose a lo lejos
un rumor de olas derrotándose cerca
una efímera brisa embriagándose conmigo
la espuma encaprichándose en siniestras formas
cóncavos silencios encrespándose sobre las aguas
una tibia esperanza enajenándose en el aire
tal es el susurro de cierto enigmático canto.

Entonces se me asoma la certeza
de pertenecer a la misma dinastía de Ulises
que bajo otras estrellas
le urgió el hechizo de alguna legendaria criatura
de quienes se dice que a los mortales
se les está impedido de amar bajo la cintura
a causa de un anfibio impedimento.

Entre la incierta línea
donde la arena deja de llamarse arena
para llamarse mar
donde el mar se repliega
para ser de nuevo arena
entierro mis pies
minúsculo en las fauces del horizonte
y mirando al infinito
me derrumbo en esta plegaria:

Ximena, señora del mar,
tu linaje de unánimes naufragios
y de súplicas de aire
se enmohece en los puertos sin retorno
y gime en las bibliotecas de los siglos
hacia él se descuelga mi humanidad
con un póstumo imperativo en los labios:
mi vida toda
por un instante de eternidad entre tus muslos.

Ximena, señora del mar,
yérguete de tu trono de tu coral
cesa tu húmedo reinado de algas y de burbujas
ondula entre los arrecifes
zigzaguea los cardúmenes
surca los siete mares
magnifica tus adioses a las merluzas y atunes
a los merlines y a los hipocampos
y cuando el Pacífico se llame así en tus sienes
emerge a este mundo seco de pájaros y vientos
y contempla este sol mío del que te llega
si acaso solo vagas sombras.

Ximena, señora del mar,
que el horizonte sea el écran
por donde te vea llegar
encargo a tus cabellos
el don de la embajada de tu arribo
que yo sabré cuando se me endiose el pecho
que habré conocido tu rostro.

Ximena, señora del mar,
diluye con tu acuoso andar
este infranqueable tramo que nos distancia
que te precedan las olas y la espuma
como tu cortejo señorial
que no hay ardid posible de cera en los oídos
ni atadura a mástil alguno
que incumplan la sentencia
que el destino me tiene contigo.

Ximena, señora del mar,
hiende las aguas hasta lo más profundo
donde sumerja mi anhelo mientras llegas
que será mi moneda arrojada en la deseosa fuente
empobrecida en plebeyo cobre mientras rueda
en pos de tu piel de ensueño.

Ximena, señora del mar,
desembarca la proa de tus pechos en la costa mundana
conmemora al llegar la elegía de ancestrales criaturas
la noche del día que repudiaron sus agallas
soplen los cielos el mismo barro de Eva
en tu iridiscente identidad marina
claudica ante el vértigo de los que no flotamos
arrastra en tu voz
la misma capa hispana que caminó Borges
y habita este país de sedientos
que medran a la vera del ingente sorbo del océano.

Mira el oro del tigre y el bronce de la espada
nombra castillo al castillo y lucero al lucero
que tus labios estrenen un génesis perpetuo
frunce tu ceño ante el artilugio del paraguas
resuelve el por qué de las rosas
sorpréndete de esta pulcra realidad que no devuelve
dos botellas donde solo hay una
y encuentra en la contraseña encubierta de una llave
la angosta libertad de esta pedestre tribu de peceras
que cuando se empoce la nostalgia en tus ojos
del vasto silbo del mar
en el cuenco de mis manos te resumiré todas las aguas.



Y por fin
cuando se obre el prodigio 
que imploran estas arenas enamoradas 
y germines en la playa
convertida en insólita criatura de este mundo 
con una invertebrada concha por todo vestigio
de la afrenta por declinar a tu raza
que acaso un iracundo tridente pretenda reivindicar
entonces que un tropel de serafines reinventen su soplo
en el valle de tu invicto cuerpo
escurriéndose en cataratas
al pie de mi mortal asombro.

BUSCANDO A PAPÁ

Sobre aquel último lecho del hospital donde moriría tan solo días después papá me dirigió una extraña mirada ajena pero al mismo tiempo con esa voz que le había oído de toda la vida, de un modo confusamente impersonal se esmeró en convencerme de hacerle un favor. Un impulso accedió por mí. Me dictó entonces un número antiguo de seis cifras que reconocí era el que habíamos tenido en casa y finalmente le oí pedirme de que llamara a ese teléfono para pedirle a su hijo que fuera a verlo. La obediencia a otro impulso me condujo fuera de la habitación.
Desde luego me negué a decirle que jamás haría esa llamada. Al marcharme y dejar atrás todo ese breve destino palpitando sobre esa camilla angosta y los largos pasadizos del hospital como vértebras que no pertenecen a un mismo cuerpo, me consoló el comprender que había conseguido sustraer de la mente de papá esa abominación de no ser capaz de reconocer a su propio hijo.
Muchos años atrás de que el cáncer le arrebató de tal forma la vida y sus facultades, papá solía contar cómo siendo yo mismo de muy pocos años, tal vez dos o tres, me aparté de pronto de su lado sin que él lo notara ocupado como estaba en su centro de trabajo adonde me había llevado para develar ese lugar fascinantemente misterioso que los niños reclaman conocer. Al no encontrarme cundió en desesperación y enseguida ya me buscaban decenas de personas por todos los rincones del establecimiento en una tensa cadena solidaria para torcer un desenlace que podía ser atroz.
Y es así como papá resoplando pánico en su búsqueda infructuosa terminó en el último lugar no supervisado, el baño. Con la incógnita de sus numerosas puertas delante de él abría una tras otra solo para comprobar que los quejidos de su madera trastocada dilataban mi angustiante desaparición. Recién al descubrir la última puerta que aún quedaba por escrutar recuperó la tranquilidad y quizá el espíritu al verme despreocupadamente feliz chapoteando con pueril indecencia en las aguas de una taza de baño acumuladas en el trance inmediato que las dirige hacia la inmundicia.
Más allá de lo bochornoso de esta exploración he pensado en el paralelo entre el episodio que acabo de narrar con el primero referido, ese terriblemente incómodo pedido de papá de pedir hablar conmigo estando yo mismo a su lado. Y es que cuando me extravié y papá me daba por perdido me buscó con desesperación y me halló con alivio, mientras que postrado en esa cama de hospital las cuatro paredes que atrapaban su agonía solo le permitieron buscar. Solo buscar. Pero las sombras que se le iban apoderando oscurecieron su intento por encontrarme como lo hizo aquella lejana vez en que me reconoció como su hijo perdido y yo le extendí entonces mis pequeños brazos que alrededor de su cuello confirmaban que era mi padre siempre.
Ahora sé que a veces las preguntas más hondas son las que te haces al borde del breve espacio que te separa de una camilla sufriente de hospital y ves la historia de tus días desvaneciéndose frente a ti, olvidándote a pesar de ti y de tu puño silencioso que se interroga un inútil por qué. Que a veces la distancia de un abrazo es suficientemente lejana para interponerse entre una vida que acaba de a pocos y otra que se mantiene incrédula. Que a veces los bordes de la postrera cama hospitalaria son esa ridícula cima por donde se despeña la memoria y te van abandonando el recuerdo del hirviente café de las mañanas rebalsado por la tiranía de tu cucharita, la mesa redondamente llena de las tardes, el dócil reposo en que quedaba tu casa silenciosa por las noches soñolientas.
Y a veces quizá también, entre la esbelta piedad de un balón de oxígeno y la minúscula promesa encapsulada en las pastillas sobre un pedestal de metal, entre el vano consuelo de una manta blanca extendida y el crucifijo en lo alto que prefigura un inminente desenlace, entre la ciudad que no cesa tras la ventana y el rectángulo de la camilla que se angosta, entre la obvia pregunta que te reclama y la respuesta imposible que enmudeces, entre el olvido que irrumpe y la memoria que persiste, entre tu padre ausente y tu miedo vívido, debes murmurar un sordo adiós.
Ahora que él solo es memoria en mi memoria me supera el instante de buscar a papá y no encontrarlo.

EL PARQUE

Tengo el recuerdo exagerado de ser al quien iban a fusilar. A pocos metros de distancia los verdugos apuntaban sobre mi torso desnudo mientras empuñaba la camiseta que yo mismo me había despojado y ya se estremecía por el viento que traía la promesa de una muerte pronta. Entonces la fila de encandilados verdugos disparaba sus proyectiles sobre mí de los que milagrosamente sobrevivía esquivándolos con precisos y ágiles golpes de mi camiseta blandida como un escudo porque cuando eres niño y juegas con tus pequeños amigos a que te disparen con piedritas recogidas del parque, en tu pecho sobresaltado vives en verdad el travieso trance que tu vida se acaba ahí mismo pero del que finalmente te libras por habérsete concedido la inmortalidad.
Y sí pues fui inmortal en el parque de mi infancia. Inmortalmente feliz. Sobreviví a uno o varios de esos fusilamientos y también fui testigo de milagrosas resurrecciones de quienes tendidos en el césped por algún ataque fulminante, con brazos y piernas desparramados sin simetría bajo el sol extendiendo una mortaja de calor a breves criaturas, de pronto volvían absurdamente a la vida en el empeño de vivir una nueva fugaz existencia llena de sobresaltos que daría otra vez con su muerte piadosamente postergada.
A ese rectángulo maravilloso en prodigios yo acudía de niño alejándome de casa todo lo que se me estaba permitido en un recorrido que iba empequeñeciendo de a pocos la puerta con su ojo mágico en lo más alto ya tan insignificante que solo persistía en las muchas veces que recordaba cómo distorsionaba lo que permitía ver del otro lado, a medida que iba avanzando dejaba atrás el jardín exterior de casa con el granado que hacía de espinosa muralla delimitándolo con la calle, enseguida el ángulo de la primera casa que al traspasarlo me adentraba al mundo de lo desconocido y tras unos pocos distraídos pasos más alrededor de la manzana llegaba a la verde realidad de mi infancia. Ese inaudito lugar donde la guerra más incruenta entre trozos de madera elevados a la categoría de sables podía desencadenar en una inmediata tregua declarada por el simple apremio de una voz apurándonos para ir a comer. Allí donde finalmente les era arrebatado a las casas el autismo que les conferían el cemento y las puertas con cerradura para deshacer el enigma de sus ocupantes.
El arco en nuestros juegos a la pelota era desde luego solo una metáfora favorecida por un par de piedras. Siempre aparecían de algún lugar sin que supiéramos exactamente de dónde provenían pero estaban allí en algún escondrijo que nos ocultaban los arbustos o quizá que ellos mismos reservaban para nosotros. Y así las inertes piedras cobraban vida en el tránsito que le daban nuestras manos modificando el tedio de su destino desde que alguna fuerza las había abandonado allí en un tiempo remoto.
Entonces venía el ritual de construir el propio arco con la simple distancia de esas piedras. Poniendo una de ellas en un determinado lugar alguno de nosotros contaba sus pasos pero de manera que la punta de uno de sus pies tocaba siempre el talón del otro, y así caminaba equilibrándose como si tratara de no caer desde una cuerda templada sobre el suelo y al final de la cuenta quedaba sentenciado el largo del arco.
En el extremo de la hipotética cancha de fútbol en que quedaba transformado el parque otro tanto se hacía en el arco rival y todo quedaba listo para empezar a jugar siempre que no nos entrampáramos en discernir la diferencia de tamaño entre ellos al señalar si la zapatilla era más grande del que había hecho una de las dos mediciones porque entonces, con la pelota ridículamente quieta, nos daba la noche discrepando a causa de unos centímetros embusteros.
Yo que he fatigado cada palmo de ese parque, que he caído en su suelo de todas las formas posibles en las que un cuerpo se doblega y gime, que allí mismo vociferé sin poesía me sea devuelto la pelota o el yoyo, que dormí en esa yerba el sueño de vivir una vida donde se es amigo de todos, yo que fui sabio entre sus plantas y arbustos buscando insectos en lugar de algo que me justifique, que me reconozco más bajo la sombra de su esbelta palmera que en el adulto que me investiga en el espejo, que corría precisamente al parque para mojarme con la lluvia porque comprendía que el lodo es uno de los hijos negados de la felicidad y que en sus linderos contemplaba el ancho y profundo cielo sin la perversa miopía de los que andan cerca para descifrar el invento de una marca en alguna ropa, yo que fui niño en el parque de mi barrio todo lo que quise, miro fascinado en la memoria ese rectángulo pequeño y verde y travieso. Y entonces se me revela el hallazgo de que a pesar de lo mucho que salía de casa para alejarme de papá y mamá, discretamente, ellos me habían extendido ese obsequio de mi infancia al que he regresado con la añoranza de un niño que recupera su juguete perdido.

LA TIERRA VISTA DESDE LA LUNA


Puede ser confuso en el primer instante fugaz hasta que se comprende la realidad inversa. No se trata de la Luna que se contempla extraña y azul en esa legendaria fotografía que ahora cumple cincuenta años sino de la propia Tierra vista desde la Luna apareciendo en el horizonte como precisamente ocurre con el satélite en una noche alta e inmensa. Es esta una incredulidad compartida con los animales quienes puestos ante la prueba del espejo al verse reflejados en él se resisten en reconocer que los movimientos de esa criatura del otro lado de la pulcra superficie son los de ellos mismos. Y es que frente al retrato de ese formidable espejo de nosotros que es el planeta donde vivimos definitivamente somos ese simio divagando su existencia al descubrirse el mentón reproducido en el reflejo. ¿Realmente estamos allí?
Desde el polvoriento suelo lunar erizado de cráteres se eleva esta pregunta al cosmos. Los griegos no pudieron formulársela. Los poetas de los siglos debieron de embelesarse con la misma deshojada flor. Ahora que repica en las campanas la celebración del prodigio nos queda aún perplejidad para hacernos la pregunta y dilatarla en el espacio infinito como el canto de un grillo bajo la noche.
Por eones nuestros ancestros se congregaban en torno al fuego recién descubierto. Y más allá del espectro de sus sombras redibujándose en alguna cueva, de las dentelladas en la carne sumisa que antes se escabullía entre lanzas faltas de piedad, esos primeros humanos se inquietaban sobre el destino de la caza siguiente, una forma bastante básica de plantearse su lugar en la naturaleza. Hoy, millones de generaciones después y de un cúmulo similar de sofisticadas llamadas telefónicas, la fotografía de la Tierra vista desde la Luna nos devuelve a la pregunta subyacente en los lejanos y salvajes días en que pertenecíamos a las hordas de cavernícolas. Cuál es el lugar que ocupamos en el universo.
Como si fuéramos pescadores que lanzan en su caña la duda de qué les devolverá la vastedad del océano, suspendiendo los pies al borde de la bamboleante nave de la Luna hemos hecho otro tanto hacia las profundidades del espacio. Y en nuestra pesca sideral, devuelta de las entrañas de la criatura que ennegrece en todas direcciones el universo visible, apareció una perla minúscula y azulada. La hemos dado en llamar Tierra.
Desde el estéril ámbito de la Luna nos debemos esforzar por convencernos que en esa ridículamente pequeña perla azul ocurrió todo lo que conocemos. El diluvio universal, sí el universal y el último ladrillo equilibrándose en la cúspide de la Gran Pirámide. Cada rumor en la yerba y cada curva que tuerce un recto camino. Cada sueño reclinado en la almohada y cada obra en pos de ese sueño. Todas esas batallas en nombre de la gloria de los siglos. Todas las muertes en un solo y redondo cementerio. Todos los autos partieron y llegaron aquí. Los amantes se dieron el último adiós en esta tierna bolilla. Las aves migran hercúleas entre sus extremos. Los profetas advirtieron con su índice a este punto para vaticinar el fin del mundo. Los infiernos arderán perpetuos como brazas sin tregua en la base de la esfera. Y el día que finalmente mueras, la desgracia de tu vida perdida para siempre será pensado por los otros dentro de esta precisa y reducida perla azul.
En la pálida foto amanece la Tierra más allá del castigado borde de la Luna. Le alcanza un tenue brillo. Se diría que emerge por el horizonte como una frágil burbuja de esperanza en medio del infinito irascible.

DESPIDIENDO A PAPÁ

No había forma de deshacerse de todo ese frío helado. Ni siquiera refugiando las manos en mis bolsillos. Sería imposible saber si papá lo padecía también de algún modo. A cierta distancia el lago no era visible aún pero podía ya presentirse en los pocos pasos que me faltaban por llegar a él. En cualquier caso cuando estás a punto de presenciar el legendario lago Titicaca sabes que ese viaje ha sido ya cumplido tiempo atrás desde la página de un libro. No sé qué pudo haber sido de mayor perplejidad aquella vez en que por fin me aproximé a la orilla desigual. Ser la criatura minúscula que abarcaba con la mirada ese enorme espejo de agua empozado en los Andes o saber que era yo quien ahora abrigaba a papá del modo más íntimo posible en toda aquella húmeda soledad.
Sin duda esa debe haber sido la caminata más silenciosa que dimos papá y yo juntos. Pensaba mucho en él. Quiero creer que él hacía otro tanto conmigo. Durante el largo viaje hasta las inhóspitas cumbres de Puno debo haberlo escuchado en esa fatiga de la mirada que se pierde en el tedio del camino y tus pensamientos te abandonan detrás del huidizo cristal del bus en la marcha sinuosa. O quizá vi a papá todo el tiempo con plena conciencia mientras me exploraba inquieto el bolsillo y acariciaba entre los dedos la promesa albergada de su interior. Los años me han usurpado la precisión en el recuerdo. Lo cierto es que una vez alcanzada la meta al pie del lago el silencio y el frío se interpusieron entre nosotros.
Tampoco sé fielmente cómo me despedí de él desde el mirador que me resguardaba del reflujo de esas aguas ligeramente debajo. Y es que cuando le dices adiós a tu padre las palabras quedan huérfanas entre algún lugar de la inmensidad del paraje y de tu propio abatimiento. Solo lo vi partir en un soplo de polvo que el viento me arrebató de mi incrédula mano extendida. Sentí cómo se apartaba dócilmente de mí. Sentí su renuncia dilatándose. Habiéndome sometido de niño al destino que me impusieron las manos de papá, ahora, entre rocas milenarias, sentenciaba yo el suyo propio al empuñar sus cenizas que llevaba conmigo y reclinarlas al sueño en la cóncava eternidad del lago.
Cuando el horno crematorio hubo cesado en su implacable ardor y por la esbelta chimenea desapareció todo rastro inaudito de ese cuerpo que era disipado en un solemne holocausto, extinguido ya el fuego que purificaba su materia exhausta, a quienes aguardábamos cerca de ese recinto mortuorio nos fue dado un cofre enternecido con una implícita interrogante doblegando la mente de todos. ¿Realmente estaba allí? De regreso a casa el propio lenguaje daba cuenta de la realidad impuesta. No éramos mamá, mis hermanas y yo que volvíamos luego de la incineración de papá. En ese momento éramos mamá, mis hermanas, yo y el cofre. No sé por cuánto tiempo la nueva identidad de papá estuvo balbuceándose entre nosotros. Cuándo por fin papá dejó de ser el cofre para ser de nuevo papá. Como sea que haya ocurrido estuvo desde entonces con nosotros vanamente recuperado al principio y resignadamente establecido después en la lustrosa apariencia de la sala que mamá le consagró, erigiéndose macizo sobre los adornos que le superaban en tamaño, entre candelabros y copas, ceniceros y macetas, entre los pliegues de una alfombrita y alguna telaraña tejida a costa del olvido, persistiendo entre las cosas sin dejar de ser una de ellas.
Al cabo de un tiempo tuvo que ser la herejía de un cuchillo la que se abriera paso a través del misterio negado por años. Cierto pudor nos había hecho recurrir a la fidelidad de un pegamento para sellar la tapa del cofre a la indiscreción y al horror de la muerte así resumida pero que al ser abierto al fin por el filo de un cuchillo quedaron separadas las dos mitades de un solo asombro. Las cenizas, las tenues y empobrecidas cenizas, llegaban casi hasta el mismo borde del cofre. Predominaba en ellas el blanco y a veces el negro y de nuevo el blanco. Desde una foto cercana los ojos de papá parecían vigilar el incierto equilibrio de cómo extraía el puñado que debía ofrendar después en un ritual ceremonioso. Con el recuerdo encima de toda una vida haciéndonos bromas mutuamente me imaginé tranquilizándolo silencioso mientras daba cuenta de su frágil condición convertida a polvo:
- “No te preocupes, que no estornudaré.”
Y así es como aquella vez un deseo póstumo me condujo a las orillas del Titicaca con ese enorme pálpito custodiado en una bolsita mimada. Y estábamos solos el lago, el frío, mis pensamientos y yo. Los Andes eran una silueta parda a lo lejos. El cielo, la distancia hasta donde podía llegar una imprecación. En ese mirador la simetría de las barandas delataba la obra de unas manos ajenas triunfando sobre las aguas turbias encrespándose debajo en sucesivas arremetidas. Pero en esa tarde triste solo yo contemplaba en un instante el transcurso de los siglos volcados en un manantial de agua. El rugido de la naturaleza en un estanque quieto. La ofrenda de las lluvias sobre la suma de mis antepasados.
De pie frente a todo ese infinito, el último recuerdo tangible de papá se azotó en una efímera niebla encima de mí. Vi sus cenizas adentrarse en dirección al lago. Las vi caer sin mella en él. Descifré el capricho de sus formas en el cuerpo opaco del Titicaca. Y mientras a cada una de ellas le sobrevenía un inmenso naufragio supe por qué era insuficiente despedir a papá con un único adiós.

EN HONOR A MI ABUELA IRENE

Este instante en que escribo. Esta mañana en que supe de nuevo que no había muerto. La última medianoche del año que pasó agonizando en mi reloj. Las cuatro décadas comprobadas en el documento. Las súplicas detrás de la mascarilla entubada por un bocado de aire. El parque enamorándose en la cintura de esa muchacha piel canela. La madera de aquella carpeta tan sabia de mí. Los crímenes de guerra que me envanecieron en el tablero bicolor de fichas beligerantes. Mis enfados alrededor de los platos llenos de menestras de los que se me había prohibido huir. El día que comprendí la impiedad de la sentencia: “No conocerás a tu hermanito”. El incierto destino que mamá acurrucó entre sus brazos el día en que nací. Todos estos sucesos, todos estos dones del tiempo que me fueron dados y que me definen, pudieron no haber ocurrido nunca, ni aún en la mente de un fabulador de no haberse verificado antes las muchas ramificaciones de una existencia previa. La de mi abuela.

No se trata solo de la dinastía de quien sobrevive lo suficiente para fecundar una hija que a su vez al cabo de un tiempo me engendró. Es el heroísmo de cada acto suyo que hizo posible mis plácidos días. Saber que detrás de una batea, arqueada la espalda y frenética la frente mi abuela deshacía la suciedad de las ropas de los otros sumergiendo en las aguas el rastro del andar adherido a las prendas ajenas para liberarlas de cada culpa padecida bajo el sol. Oír que ella pernoctaba bajo techos que no eran los suyos en noches prestadas al sueño y días de paupérrima vigilia en los que quedaba guarecida junto a los suyos pero hasta al día que a la casa donde laboraba custodiándola de los intrusos le fuera concluida la urbanidad de su puerta con cerradura, colocada la honestidad del vidrio en la ventana simplemente tapiada y el espectro del miedo sea por fin abatido por la electricidad sobre las cabezas. Notificarse de la escena al borde de la mesa del burócrata tras la cima de expedientes sin duelo en la mancha de sus sellos y ante la consabida pregunta, la dolorosa pregunta que apremiaba el bolígrafo sobre el formulario vacío, con el hijo lactante en brazos, cabizbaja ella duplicaba su maternidad para cubrir ese padre ausente que no ha venido. Asombrarse por la leyenda de sus hojas de llantén que un caldero conjuraba hasta el hervor y dar de beber el agua verdosa así extraída al doliente que yacía tendido o aplicada directamente las hojas estrujadas y húmedas sobre la frente huidiza por la fiebre, reinventando con ese rito la pócima oculta en las penicilinas. Apoderarse de esos ojos desquiciados que calculaban su enfermiza distancia con el trémulo cuerpo de ella mientras que el alcohol que gobernaba a ese disfraz de hombre muy cercano le hacía enfrentarse a la inútil lucha de no tropezar y caer para luego de un dudoso equilibrio ensañarse de nuevo sobre su víctima que ya deliraba una intervención divina. Sospechar el vértigo de un porvenir eludido al abismo en un polvoriento desplante de su cuerpo milagroso que la detuvo justo allí en esa última parte donde los escabrosos senderos de la serranía ya le estaba vedado proseguir a todas las criaturas excepto a las aves.

Todos estos sucesos, todas y cada una de estas escaramuzas que sobrellevó con abnegación dolor y llanto, ahora lo sé, doblegaron mi destino hacia la dirección en que ahora se reclinan mis días bajo una regadera de agua caliente y cuyo primer sobresalto de la mañana es hallar el escurridizo control a distancia del televisor que el ocio de la noche anterior extravió por influjo de un sueño perezoso. Al resguardo de las penurias que endurecieron el rostro de mi abuela ella misma hacía una fiesta en mi niñez cuando anunciaba su llegada por el intercomunicador con un suficiente “Yo” dicho por su voz andina y entonces tenía que entregarle mi oreja a su mordida tosca pero tierna y suprimidas así las palabras ese saludo fiero era como el íntimo reconocimiento de saber a la distancia dada por la naturaleza a los animales que retoñaba en paz uno de sus cachorros tras haber triunfado sobre la encarnizada vida que le tocó vivir.

He querido dar testimonio tardío y seguramente ingrato de mi abuela doliéndome del hecho que ella no podría leerlo por sí misma ya que la vida también la apartó de los sustantivos y del adverbio porque decir laboriosamente no fue una declinación del idioma descifrada por sus ojos sino una realidad concreta fatigándole las manos. De cualquier modo le ofrendo estas palabras que sin duda le pertenecen más que a mí, ahora que ella que ha renunciado a vivir entre nosotros repudiando el mármol de la ciudad para establecerse en su casita de un remoto poblado de la sierra y ser de nuevo la madre que fue, esta vez en el hambre de alfalfa y granos de nicovita que abastece generosa sobre el suelo modificado por la lluvia en lodazal y sus nuevos y extraños hijos engullen sin modales a dos y a cuatro patas, ahora que ella fiel a sí misma se impone usar el mismo palo de escoba para ayudarse a andar y no el pretencioso bastón que sostiene ridículo un cartón extendido o al recipiente casi ingrávido sobre la mesa que adquirió en su último trueque, ahora que ella en el augurio de su bola de hoja de coca y cal dilatada dentro de sus mejillas ha prefigurado ya el azar de sus hijos, el de sus nietos y el de sus bisnietos, enterneciéndose en todos ellos, más allá de la palabra que evoca de la moneda que ampara y de la noche que declina.