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lunes, 9 de abril de 2018

DESPIDIENDO A PAPÁ

No había forma de deshacerse de todo ese frío helado. Ni siquiera refugiando las manos en mis bolsillos. Sería imposible saber si papá lo padecía también de algún modo. A cierta distancia el lago no era visible aún pero podía ya presentirse en los pocos pasos que me faltaban por llegar a él. En cualquier caso cuando estás a punto de presenciar el legendario lago Titicaca sabes que ese viaje ha sido ya cumplido tiempo atrás desde la página de un libro. No sé qué pudo haber sido de mayor perplejidad aquella vez en que por fin me aproximé a la orilla desigual. Ser la criatura minúscula que abarcaba con la mirada ese enorme espejo de agua empozado en los Andes o saber que era yo quien ahora abrigaba a papá del modo más íntimo posible en toda aquella húmeda soledad.
Sin duda esa debe haber sido la caminata más silenciosa que dimos papá y yo juntos. Pensaba mucho en él. Quiero creer que él hacía otro tanto conmigo. Durante el largo viaje hasta las inhóspitas cumbres de Puno debo haberlo escuchado en esa fatiga de la mirada que se pierde en el tedio del camino y tus pensamientos te abandonan detrás del huidizo cristal del bus en la marcha sinuosa. O quizá vi a papá todo el tiempo con plena conciencia mientras me exploraba inquieto el bolsillo y acariciaba entre los dedos la promesa albergada de su interior. Los años me han usurpado la precisión en el recuerdo. Lo cierto es que una vez alcanzada la meta al pie del lago el silencio y el frío se interpusieron entre nosotros.
Tampoco sé fielmente cómo me despedí de él desde el mirador que me resguardaba del reflujo de esas aguas ligeramente debajo. Y es que cuando le dices adiós a tu padre las palabras quedan huérfanas entre algún lugar de la inmensidad del paraje y de tu propio abatimiento. Solo lo vi partir en un soplo de polvo que el viento me arrebató de mi incrédula mano extendida. Sentí cómo se apartaba dócilmente de mí. Sentí su renuncia dilatándose. Habiéndome sometido de niño al destino que me impusieron las manos de papá, ahora, entre rocas milenarias, sentenciaba yo el suyo propio al empuñar sus cenizas que llevaba conmigo y reclinarlas al sueño en la cóncava eternidad del lago.
Cuando el horno crematorio hubo cesado en su implacable ardor y por la esbelta chimenea desapareció todo rastro inaudito de ese cuerpo que era disipado en un solemne holocausto, extinguido ya el fuego que purificaba su materia exhausta, a quienes aguardábamos cerca de ese recinto mortuorio nos fue dado un cofre enternecido con una implícita interrogante doblegando la mente de todos. ¿Realmente estaba allí? De regreso a casa el propio lenguaje daba cuenta de la realidad impuesta. No éramos mamá, mis hermanas y yo que volvíamos luego de la incineración de papá. En ese momento éramos mamá, mis hermanas, yo y el cofre. No sé por cuánto tiempo la nueva identidad de papá estuvo balbuceándose entre nosotros. Cuándo por fin papá dejó de ser el cofre para ser de nuevo papá. Como sea que haya ocurrido estuvo desde entonces con nosotros vanamente recuperado al principio y resignadamente establecido después en la lustrosa apariencia de la sala que mamá le consagró, erigiéndose macizo sobre los adornos que le superaban en tamaño, entre candelabros y copas, ceniceros y macetas, entre los pliegues de una alfombrita y alguna telaraña tejida a costa del olvido, persistiendo entre las cosas sin dejar de ser una de ellas.
Al cabo de un tiempo tuvo que ser la herejía de un cuchillo la que se abriera paso a través del misterio negado por años. Cierto pudor nos había hecho recurrir a la fidelidad de un pegamento para sellar la tapa del cofre a la indiscreción y al horror de la muerte así resumida pero que al ser abierto al fin por el filo de un cuchillo quedaron separadas las dos mitades de un solo asombro. Las cenizas, las tenues y empobrecidas cenizas, llegaban casi hasta el mismo borde del cofre. Predominaba en ellas el blanco y a veces el negro y de nuevo el blanco. Desde una foto cercana los ojos de papá parecían vigilar el incierto equilibrio de cómo extraía el puñado que debía ofrendar después en un ritual ceremonioso. Con el recuerdo encima de toda una vida haciéndonos bromas mutuamente me imaginé tranquilizándolo silencioso mientras daba cuenta de su frágil condición convertida a polvo:
- “No te preocupes, que no estornudaré.”
Y así es como aquella vez un deseo póstumo me condujo a las orillas del Titicaca con ese enorme pálpito custodiado en una bolsita mimada. Y estábamos solos el lago, el frío, mis pensamientos y yo. Los Andes eran una silueta parda a lo lejos. El cielo, la distancia hasta donde podía llegar una imprecación. En ese mirador la simetría de las barandas delataba la obra de unas manos ajenas triunfando sobre las aguas turbias encrespándose debajo en sucesivas arremetidas. Pero en esa tarde triste solo yo contemplaba en un instante el transcurso de los siglos volcados en un manantial de agua. El rugido de la naturaleza en un estanque quieto. La ofrenda de las lluvias sobre la suma de mis antepasados.
De pie frente a todo ese infinito, el último recuerdo tangible de papá se azotó en una efímera niebla encima de mí. Vi sus cenizas adentrarse en dirección al lago. Las vi caer sin mella en él. Descifré el capricho de sus formas en el cuerpo opaco del Titicaca. Y mientras a cada una de ellas le sobrevenía un inmenso naufragio supe por qué era insuficiente despedir a papá con un único adiós.

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