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lunes, 9 de abril de 2018

EN HONOR A MI ABUELA IRENE

Este instante en que escribo. Esta mañana en que supe de nuevo que no había muerto. La última medianoche del año que pasó agonizando en mi reloj. Las cuatro décadas comprobadas en el documento. Las súplicas detrás de la mascarilla entubada por un bocado de aire. El parque enamorándose en la cintura de esa muchacha piel canela. La madera de aquella carpeta tan sabia de mí. Los crímenes de guerra que me envanecieron en el tablero bicolor de fichas beligerantes. Mis enfados alrededor de los platos llenos de menestras de los que se me había prohibido huir. El día que comprendí la impiedad de la sentencia: “No conocerás a tu hermanito”. El incierto destino que mamá acurrucó entre sus brazos el día en que nací. Todos estos sucesos, todos estos dones del tiempo que me fueron dados y que me definen, pudieron no haber ocurrido nunca, ni aún en la mente de un fabulador de no haberse verificado antes las muchas ramificaciones de una existencia previa. La de mi abuela.

No se trata solo de la dinastía de quien sobrevive lo suficiente para fecundar una hija que a su vez al cabo de un tiempo me engendró. Es el heroísmo de cada acto suyo que hizo posible mis plácidos días. Saber que detrás de una batea, arqueada la espalda y frenética la frente mi abuela deshacía la suciedad de las ropas de los otros sumergiendo en las aguas el rastro del andar adherido a las prendas ajenas para liberarlas de cada culpa padecida bajo el sol. Oír que ella pernoctaba bajo techos que no eran los suyos en noches prestadas al sueño y días de paupérrima vigilia en los que quedaba guarecida junto a los suyos pero hasta al día que a la casa donde laboraba custodiándola de los intrusos le fuera concluida la urbanidad de su puerta con cerradura, colocada la honestidad del vidrio en la ventana simplemente tapiada y el espectro del miedo sea por fin abatido por la electricidad sobre las cabezas. Notificarse de la escena al borde de la mesa del burócrata tras la cima de expedientes sin duelo en la mancha de sus sellos y ante la consabida pregunta, la dolorosa pregunta que apremiaba el bolígrafo sobre el formulario vacío, con el hijo lactante en brazos, cabizbaja ella duplicaba su maternidad para cubrir ese padre ausente que no ha venido. Asombrarse por la leyenda de sus hojas de llantén que un caldero conjuraba hasta el hervor y dar de beber el agua verdosa así extraída al doliente que yacía tendido o aplicada directamente las hojas estrujadas y húmedas sobre la frente huidiza por la fiebre, reinventando con ese rito la pócima oculta en las penicilinas. Apoderarse de esos ojos desquiciados que calculaban su enfermiza distancia con el trémulo cuerpo de ella mientras que el alcohol que gobernaba a ese disfraz de hombre muy cercano le hacía enfrentarse a la inútil lucha de no tropezar y caer para luego de un dudoso equilibrio ensañarse de nuevo sobre su víctima que ya deliraba una intervención divina. Sospechar el vértigo de un porvenir eludido al abismo en un polvoriento desplante de su cuerpo milagroso que la detuvo justo allí en esa última parte donde los escabrosos senderos de la serranía ya le estaba vedado proseguir a todas las criaturas excepto a las aves.

Todos estos sucesos, todas y cada una de estas escaramuzas que sobrellevó con abnegación dolor y llanto, ahora lo sé, doblegaron mi destino hacia la dirección en que ahora se reclinan mis días bajo una regadera de agua caliente y cuyo primer sobresalto de la mañana es hallar el escurridizo control a distancia del televisor que el ocio de la noche anterior extravió por influjo de un sueño perezoso. Al resguardo de las penurias que endurecieron el rostro de mi abuela ella misma hacía una fiesta en mi niñez cuando anunciaba su llegada por el intercomunicador con un suficiente “Yo” dicho por su voz andina y entonces tenía que entregarle mi oreja a su mordida tosca pero tierna y suprimidas así las palabras ese saludo fiero era como el íntimo reconocimiento de saber a la distancia dada por la naturaleza a los animales que retoñaba en paz uno de sus cachorros tras haber triunfado sobre la encarnizada vida que le tocó vivir.

He querido dar testimonio tardío y seguramente ingrato de mi abuela doliéndome del hecho que ella no podría leerlo por sí misma ya que la vida también la apartó de los sustantivos y del adverbio porque decir laboriosamente no fue una declinación del idioma descifrada por sus ojos sino una realidad concreta fatigándole las manos. De cualquier modo le ofrendo estas palabras que sin duda le pertenecen más que a mí, ahora que ella que ha renunciado a vivir entre nosotros repudiando el mármol de la ciudad para establecerse en su casita de un remoto poblado de la sierra y ser de nuevo la madre que fue, esta vez en el hambre de alfalfa y granos de nicovita que abastece generosa sobre el suelo modificado por la lluvia en lodazal y sus nuevos y extraños hijos engullen sin modales a dos y a cuatro patas, ahora que ella fiel a sí misma se impone usar el mismo palo de escoba para ayudarse a andar y no el pretencioso bastón que sostiene ridículo un cartón extendido o al recipiente casi ingrávido sobre la mesa que adquirió en su último trueque, ahora que ella en el augurio de su bola de hoja de coca y cal dilatada dentro de sus mejillas ha prefigurado ya el azar de sus hijos, el de sus nietos y el de sus bisnietos, enterneciéndose en todos ellos, más allá de la palabra que evoca de la moneda que ampara y de la noche que declina.

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