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domingo, 29 de noviembre de 2015

EPISODIO QUINTO: EL DOLOR DE LAS ROSAS


Maltrato infantil escolar
Aquel día en que iban a castigar a nuestro compañero el miedo estaba tan cerca y nuestras madres, tan lejos.



De pie frente a la mirada compasiva de sus compañeros del sexto grado de primaria del colegio Alejandro Deustua, el alumno vacila ante las preguntas de un adusto profesor. Él es uno de los pocos varones en no haberse quedado rezagado en tamaño frente a las niñas que por entonces eran más altas que el resto de nosotros. Sin embargo, su precoz desarrollo físico en nada lo ayuda frente a la encrucijada que se le presenta ahora. El profesor le dice haber conversado con su abuela, y ella lo autorizó a castigarlo físicamente si era preciso de continuar con su racha de malas calificaciones. Así que un ultimátum se cernía sobre él. O contestaba con acierto o se atenía a las consecuencias. Quizá un escalofrío lo haría estremecer dentro de su uniforme plomo. Quizá sentiría lo que siente una víctima sobre el cadalso a punto de quedar suspendida de una cuerda en el momento en que se abriría el piso bajo sus pies. 

El profesor arremete con más preguntas. El alumno balbucea para no evidenciar que se queda en silencio. Sus vanos esfuerzos se parecen a los de un cachorro persiguiéndose la cola. Algunos de nosotros hablamos entre dientes soplándole las respuestas. El disparo de una mirada fija del profesor apaga cualquier murmullo. Cuando finalmente pierde la paciencia ante tan pobre rendimiento académico llama al brigadier del salón. Su apellido de cuatro letras tarda en dejar de escucharse pues el fondo del aula lo devuelve en un eco. Cuando temeroso sale al frente cada uno de sus ojos es un signo de interrogación. Pero no hacía falta preguntar nada. Cada músculo crispado en el salón de clase sabía qué ocurriría. 

Todo ese tiempo el profesor ha permanecido sentado en el pupitre y no parece tener planes de levantarse. Tan solo su voz, el poder de una sentenciosa voz de un profesor de primaria, dispuso el cuadro que contemplaba nuestra angustiada infancia. Y ese cuadro consistía en tener delante de la pizarra, juntos, graves los dos, al alumno de peores notas y al brigadier, el más aplicado. Quedaba resumido así de esa manera tan gráfica el fracaso y el éxito de un sistema pedagógico que se parecía mucho al hula hula con el que jugábamos en el recreo. Si no pasabas por en medio de su estrecho aro quedabas sencillamente fuera. 

La mirada de nuestro compañero en entredicho nos aguijoneaba. Tenía algo de furia pero también de actitud piadosa. Todavía la recuerdo clavándose entre mis ojos y parecerse a una frase del más profundo pozo de los deseos. De pronto el salón de clases se había convertido en un estrecho cuadrilátero con nosotros dispuestos como fichas de rompecabezas que solamente podían quedarse en un preciso lugar. Solo el fluorescente sujeto del techo por dos largas cadenas sobre nuestras cabezas parecía mecerse como se mecen los tallos cuando está a punto de desatarse una tormenta. El miedo estaba tan cerca y nuestras madres tan lejos...

En un momento escuchamos lo que todos nos temíamos. El profesor detrás del pupitre lleno de los apuntes de la clase suspende el combate de su alergia al polvo de tiza que lo obliga a restregarse la nariz. Se diría que a su modo intentó aplazar lo más que pudo lo inevitable. Levanta su mano como si de un arma se tratara y proyectando el índice que casi era el cañón de una pistola humeante ladra su orden al brigadier: 

- "Hazlo tú, porque estas cosas... a mí me enferman." 

El tiempo se detuvo en una mueca indescifrable del niño que iba a sufrir el castigo. Se revuelve sobre su sitio y suplica: 

"Profesor, ¿puedo dar ahora el otro examen, el de lenguaje?"

A pesar que se mantiene en pie su pregunta parece haber sido formulada de rodillas. A su lado el brigadier tiene los brazos rígidos como si con esa tensión quisiera advertir que ellos ya no le pertenecen En nuestras carpetas nosotros apretamos el cuerpo al piso. La respiración de anhelante ahora es urgente. El propio armario de madera donde se guardaba la utilería de la clase parecía narrarnos el trance que padeció antes de dejar de ser árbol. 

Un gesto de desprecio del profesor al ruego proferido, fue la sentencia cernida sobre nuestro compañero. Pero la suya sería una sentencia de más de una víctima.

He olvidado de dónde salió el látigo con el que le iban a azotar. Si fue solo una correa o acaso una regla grande. Y supongo que lo olvidé porque cuando eres niño y están a punto de destrozarte la infancia no importa el arma con el que lo hacen. El hecho es que desde entonces cuando te miras al espejo para alistarte a un nuevo día de clases comprendes de algún modo que tu reflejo ya no es el mismo que veías. Lo que cambió es tu mirada. Ahora le falta el brillo de la inocencia. 

Viví aquel tormento de un modo dramático pues reconocí en la incesante mano agresora la propia mano de mi madre que en su momento también se había ensañado conmigo por haber obtenido notas desaprobatorias. Con un añadido perverso: mi madre no me advirtió de cuándo se transformaría en una madrastra. Como los espartanos que mantenían en permanente zozobra a los pueblos bajo su yugo, en el transcurso de varias horas o quizá días del instante que ella lanzó su amenaza, sin mediar palabra, de súbito se abrió la puerta de mi habitación y allí estaba, hecha un demonio blandiendo sobre su cabeza el látigo de tres puntas, cada una derramando su propia ponzoña sobre el gólgota de mi piel. 

Pero no sería la única vez. Incluso ocurrió que estando dormido, a la mañana muy temprano me despertó una urgencia por incorporarme. Con la sensación absurda de no advertir por qué tu cuerpo está de pie cuando tu mente no ha terminado de estar alerta del todo, tardé un instante en comprender qué pasaba. Era el látigo de mamá que de esa manera me estrujaba en la cara la aparición del nuevo día como si al castigo físico le faltara el sobrepeso de un tormento psicológico, el de no saber cuándo o dónde tu cuerpo, como una entidad separada de ti, empezaría a contraerse de dolor y suplicar entre alaridos ya no más. 

Y así en un padecimiento colectivo, la tunda bajo la cual gesticulaba nuestro desdichado compañero la sufríamos en carne propia todos nosotros. Incrédulos presenciamos el drama de dos siluetas infantiles danzando el guion de una historia afiebrada. Seguro que en el patio de recreo jamás habían jugado a ser verdugo y víctima. Seguramente también más tarde ambos se confundieron en un abrazo con sus pequeños cuerpos preguntando un mayúsculo por qué. Los golpes rasgando el aire y quejidos se desatan delante del rectángulo de la verde pizarra que ante nuestros aterrados ojos cada vez era menos rectángulo para tomar la forma de una oblicua cruz, que cada vez era menos verde para fundirse en negra. Y todo como en un óleo feroz se desdibuja en un aspecto sombrío. Al salir, nuestras espaldas se arquean debajo del peso de jorobas donde tuvimos mochilas. El portero del colegio, ya no empuña una escoba sino un tridente. La paloma que se posa en lo alto ahora es un buitre. La campana ha dejado de repicar su tañido metálico y en su lugar el llanto del último niño que no hizo su tarea nos alerta del paso de las horas... 

Cuando la pesadilla terminó, en un silencio sepulcral podía oírse el frenesí de la mota sobre la pizarra convirtiendo en polvo de tiza la última lección garabateada en nuestro salón del sexto grado y nos vimos cubiertos en la misma polvorienta nube de todos los días al acabar la clase. Solo que esta vez ese polvo de tiza envolviéndonos tenía mucho de mortaja. 

Entre el asfixiante recuerdo de golpes que rasgan el aire y quejidos de aquel fantasmagórico día, más de una vez me he preguntado cómo fue posible que esos años de mi niñez en el colegio Alejandro Deustua que son para mí un lecho de rosas, hayan sido acuchillados por un episodio tan macabro como el que he narrado. ¿Qué tuvo que pasar para que un niño flagele a su par en el más impar de los abusos? Sin poder hallar respuesta posible, cabizbajo, ruedo en una caminata sin fin. Desciende una respuesta de repente:

Será porque las rosas también tienen espinas. Será porque las rosas, las rosas, también tienen espinas...    

lunes, 23 de noviembre de 2015

EPISODIO CUATRO: LA CARTA QUE TARDÉ MÁS DE TREINTA AÑOS EN ESCRIBIR

Amor platónico de infancia
Tal vez no he dejado de buscar en los ojos de otras mujeres el amor secreto de esa niña rubia que nunca fue mi novia.



Para mí el amor en la época escolar de la primaria tenía un rostro bien definido. Se llamaba Tatiana y se apellidaba Diaz.

Tatiana era una niña gringa. Tatiana era ojiverde. Tatiana era pecosa. Tatiana era bella. Tatiana me sonreía al pasar. Tatiana sería mi enamorada. Con esa simpleza resuelves tus florecientes sentimientos hacia el sexo opuesto cuando eres un niño. Y es que en los corazones puros no se necesita de nada más. 

Tatiana era además de mi compañera de carpeta, mi vecina. Una doble ventaja sin duda. O un doble desafío cuando de lo que se trataba era de conservar una distancia segura frente a la mujer más peligrosa de tu breve vida. La que podía encender tus mejillas si tus ojos coincidían con los de ella. La que te haría tartamudear incluso ante las preguntas más simples. La que te hacía levitar cuando pronunciaba tu nombre. Vivía a una cuadra de mi casa, sí, pero a la edad en que aprendes a atarte los zapatos una cuadra es un nudo entre dos anhelos que se buscan.  
Al ser quien vivía más cerca a mi casa de toda mi clase, visitarla era una obligación de mi parte para ponerme al día en caso de alguna inasistencia al colegio. Recuerdo que una de esas veces se produjo una confusión semántica que es difícil de contar sin reconocer que uno lleva puesto el sambenito de bobo. Tatiana había tomado un dictado en el cuaderno que después llegó a mis manos para recuperar una clase perdida. Y tomando por veraces cada palabra que hallé en él, copié lo que ella escribió tal cual. Pero esa exactitud jugó en mi contra pues el profesor a cargo de la materia advirtió del embrollo. Debiendo haber puesto la frase: "La verja de mi jardín", Tatiana, niña inocente, había confundido del primer sustantivo la letra jota por ge, de modo que donde debía decir verja, ignorando las sutiles trampas del idioma, la pobre había terminado nombrando una innombrable parte de la anatomía masculina. La aduana de mi precario lenguaje también dejó pasar ese elefante entre mis piernas y fue a parar su berrido a los oídos del maestro quien lo hizo público en el salón de clase mientras Tati y yo buscábamos algún agujero en el suelo donde enterrarnos. 

Puede que por causa de mi timidez no haya hablado mucho con ella. Pero el silencio a veces puede ser la mejor forma de admiración. Lo es cuando la mujer con la que aprendes a hacerte hombre está a solo un giro de cabeza de que desveles el rostro de la belleza. 

Puedo imaginarme ese día, si acaso tus ojos mortales son capaces de descifrar la belleza en lo que tarda en desvanecerse una mañana, el sol difuminándose sobre nuestras cabezas al filtrarse un rayo de luz por la ventana del salón de clase. A medida que transcurrían los minutos la caminata solar nos iba confiriendo a cada quien un halo espectral, una suerte de cono resplandeciente reinando brevemente entre la mundana palidez de los grises. Diminuta en una carpeta, a su turno descendió sobre Tatiana tan peculiar y corona. Pero en su cabellera dorada, rubia como era ella, me pareció no terminar de derretirse nunca aquel susurro del sol. Y entonces supe que mientras había reinas de belleza que llevaban ceñida su corona para proclamar su condición, mi pequeña reina tenía consigo la suya, y se la había ceñido desde lo más alto la majestad del propio sol.

Me parece ahora mismo estar viéndola cuando anduvimos en una ocasión por la avenida La Marina hasta divisar en lo alto de un letrero los colores anaranjados de la entonces tienda Scala Gigante. Aquella vez recogíamos del suelo polvoriento palitos de helado que la gente dejaba caer cuando terminaba de sorberlo. Una vez lavados los encimaríamos de tal forma sobre un fondo de madera que adquiriría el aspecto de un tosco cenicero o algo parecido según nos había encargado la profesora de formación laboral del colegio Alejandro Deustua donde estudiábamos la primaria. Y pensar que entonces había tantos autos dejándonos atrás con sus urgentes destinos en la bulliciosa avenida y son nuestros inocentes pasos los que no terminan de irse...

Transcurridos más de treinta años he olvidado los detalles de nuestra excursión. Pero quisiera creer que aquel día me porté como un "petit" caballero evitando que se agache la mayor cantidad de veces posible al recoger los palitos por ella. De haber sido así, y seguramente lo fue, hoy encargo al dedo de Cupido me reserve un tierno renglón para testimoniar en el frondoso y trajinado libro del amor, que ruines trocitos de madera extraídos del polvo fueron pedacitos de un encendido sentimiento. Trocitos de madera que al levantarlos en pos del cielo de su mano, al sentir mi piel el roce de la suya, se hacían tallos de rosas que solo mis tímidos ojos veían. 

El mío fue un amor nunca declarado formalmente a Tatiana. Debo decir que no lo lamento. Y es que cuando eres un niño pequeño al amor le basta con saber que ella está allí. No te hace falta más. Después de todo pocas cosas hay más obvias que un genuino amor no confesado. De alguna manera comprendes que el silencio es una forma sutil de amar. Y que hay muchas formas elocuentes de decir te amo. Que una simple galleta puede decirlo por ti cuando preferiste no comerla en el recreo y se la diste a plena carrera para no verla dándote las gracias porque hay gestos que no eres capaz de soportar. Yo fui feliz entre sus pecas y sus cabellos rubios. Yo fui feliz entre sus pecas y sus ojos verdes. ¿Qué otra dicha más podía pedir? 

Nunca me atreví a hacer más explícita mi atracción por Tatiana que deslizar un críptico mensaje disimulado en una página de los cuadernos que me prestaba. Allí, con más miedo que talento artístico, seguí la tradición de dibujar la silueta de un corazón atravesado por una flecha, un inmóvil corazón que en nada se parecía al que me galopaba en el pecho por el trance de conocer su respuesta. No puedo precisar si tuve el coraje de poner nuestros nombres en el dibujo o si el valor solo me alcanzó para disimularlos con sus iniciales. Es posible que también engomara la página clandestina junto con la que le precedía de modo que no pudiera abrirse sino que apenas se distinguiera al trasluz deduciendo su contenido más que leyéndolo. 

Y así con tales absurdos apremios, víctima de un terremoto en las manos, retorné el cuaderno a su propietaria que entonces ante la incertidumbre debió parecerme una beldad y una fiera al mismo tiempo. Ya no había marcha atrás. De pronto la mujer más peligrosa de mi breve vida tenía entremanos una inquietante interrogante. Y al filo de esta se equilibraba mi esperanza unas veces precipitándose hasta el vacío y las otras a punto de caer.

Le he preguntado a mi memoria el desenlace de esta historia. Y me ha respondido con un perturbador silencio. Lamento que en este punto deba renunciar a las certezas para vacilar entre conjeturas. Quizá esa sea la forma en que mi mente me protege de un resultado doloroso y haya encallecido mi dolor en una reconfortante capa de olvido. O quizá después de todo Tatiana sí descifró el pudoroso mensaje. Lo leería con sus ojos verdes convertidos en una pradera y en ella se reclinó el beso que jamás nos dimos. Quizá entonces asomándose al marco de su ventana, la mirada perdida de una ensoñación le hizo vivir el destino que no tuvimos. Y fui ahí el hombre que siempre quise y nunca pude ser. Quizá ella misma en la noche de un día silencioso atrapó sus sentimientos en un renglón de uno de mis cuadernos que yo ignoré. Y entonces nuestro trémulo amor se extravió en alguna página del tiempo que ahora es como un débil rumor que no habiendo tenido labios que lo declaren, hoy una justicia poética lo hace abrirse paso entre estas tibias letras, brotando como la última brasa que no se extinguió del todo de la hoguera de un instante.

Ceremonioso e incrédulo contemplo los treinta años de silencio desde que nos vimos por última vez. Cuesta admitir que sencillamente envejecieron los días en que temblaba cuando la mujer más peligrosa de mi breve vida se interponía entre el sol y yo. Ahora que ella es solo un vago recuerdo, ahora que agonizan las ansias que le tuve en las fauces del olvido, ahora que el verde de sus ojos parece decolorarse en mi mente hacia el fantasma del gris, me aúllan los calendarios al escribir esta tardía carta. Quedo en silencio al intentar justificarme. Y entonces es cuando pienso que tal vez tardas treinta años en poner nombre y apellido a tu primer amor porque hay miedos que duran toda una vida. Pero también una parte de ti comprende... una parte de ti comprende que hay fuegos que no se consumen jamás.  

                                        Dany Elías Cisneros


                                                                         




sábado, 14 de noviembre de 2015

EPISODIO TRES: LAS SEMILLAS DEL PROFESOR JULCA


Maestro de colegio
Lo que escribió este profesor en aquella pizarra
nunca se borró de nuestros corazones.




En un salón de clase el profesor delante del alumno simula manotearlo justo delante de sus ojos. Parece que está a punto de conectarle un golpe pero se detiene a pocos centímetros de hacerlo. Se trata de un reto que ambos se empeñan en lograr. De un lado el profesor pretende doblegar a su alumno haciendo que por fin pestañee, pero sin tocarlo, acercándole la mano a los ojos todo lo que puede, con golpes contenidos, en una suerte de pequeños prodigios de cálculo y una sobreactuación intimidante. El alumno por su parte sentado en una carpeta, no aparta la mirada del pugilístico maestro. La ha clavado fijamente en él, sin pestañear ni una sola vez, no en un acto de provocación estudiantil sino tan solo como espontáneo divertimento. Se diría que tiene la concentración de un monje tibetano, actitud que desconcertó al maestro mientras dictaba la clase de sexto grado de primaria y lo impulsó a enfrascarse en el jueguito. 

Tras vanos intentos el profesor terminó por claudicar: - "¡Ahhhh, sereno eres...!" exclamó con lo último que le quedaban de sus fuerzas. Fue una empequeñecida y moderna versión donde David vencía nuevamente a Goliat. 

El profesor de esta anécdota no era otro que el profesor Francisco Julca Montenegro, docente del colegio Alejandro Deustua. El alumno, yo mismo. 

Así era el profe Julca. Normalmente serio con su pequeña tropa de alumnos del sexto C pero dispuesto también a relajarse con bromas mientras dictaba sus clases en especial el curso de geografía. Me parece ahora mismo estar viéndolo delante de alguno de los mapas que colgaba delante de la pizarra y con un puntero desplegable iba precisando aquel recóndito lugar donde los ramales de la cordillera de los Andes se reagrupaban en el nudo de Vilcanota; cómo el río Marañón se daba el abrazo más caudaloso del mundo con el Ucayali para dar de beber al Amazonas; el peregrinaje de las estaciones del Ferrocarril Central, y en fin, toda una trayectoria por nuestro país, auténticos viajes de la imaginación que iniciábamos como limeños, hijos en su mayoría de empleados bancarios y de los que desembarcábamos convertidos en flamantes peruanos. 

Pero el profesor Julca, apasionado de nuestro país, no dejaba de enseñar su materia con el esperado toque de campana, ni solo a sus alumnos, sino que la vocación le sobraba incluso para desaznar también a los padres de familia. Así por ejemplo yo recuerdo haberme quedado de una pieza cuando el propio Julca llamó a mi casa que por entonces recién estrenaba teléfono para preguntar a mi papá si había leído la lección del día anterior que nos impartió en clase, un insólito requerimiento de tal factura que bien podría catapultar a nuestro personaje a los altares del magisterio. 

Mi padre, un sindicalista de la Federación de Empleados Bancarios a quien apodaban el Lobo por lo astuto, fogueado en mil y una disputas de lucha de clase con la patronal, hizo gala entonces de todos sus recursos embusteros. Empeñado en no defraudar a tan vehemente pedagogo me convirtió en cómplice de su ardid al pedirme con voz inaudible para su interlocutor del otro lado de la línea que le auxilie trayéndole mi cuaderno de geografía, mientras él estiraba el tiempo antes de rendir el peculiar examen. Y en lo que constituyó sin duda el plagio más descarado de todos los tiempos desde que Rousseau publicó "El Emilio", el alumno que así había sido forzado a retornar a las aulas muchísimo después de abandonarlas, anunció en un momento dado estar listo, y con las páginas de mi cuaderno nunca tan abiertas sobre su regazo como esa vez, empezó a paporretear la "aprendida" lección:

- "A ver profesor... bueno los puertos de la costa peruana... ummm... de norte a sur... son... Paita... no, miento, Talara... antes de esos dos Puerto Pizarra... ¿o era Pizarro? no, ahora que me acuerdo es Pizarro, sí, Pizarro, de ahí viene... Pimentel... ummm cómo se llama ese que sigue... - y acercándose del todo al cuaderno en una parte ilegible de mi letra continuó: - Huarmey..." 

- "Señor Elías - le advertió Julca interrumpiéndolo - se ha salteado usted Chicama."

- "Caramba profesor tiene usted razón, lo había olvidado" -dijo mi papá esforzándose para no reír- Chicama sí... Huarmey... Chimbote... 

Tras finalizar aquella llamada tuve la ligera sospecha de que el profe, muy en sus adentros, ya hubiera querido contar con un alumno tan aplicado...

De contextura gruesa, un tanto lunarejo, de origen selvático, alérgico al polvo de tiza que le impelía una seguidilla de estornudos, y con un gusto por los ternos a cuadros, el profesor Julca, nos desconcertaba cuando se quedaba dormido tomándonos examen oral. El pobre maestro que parecía pedir de tan elocuente manera su derecho a jubilarse, quedaba petrificado como una gárgola en una ambigua pose de atención que parecía decirnos: "Puede que me haya quedado dormido, pero los estoy vigilando ah, así que cuidadito nomás..." Y entonces el alumno examinado, que casi se le había otorgado ese milagro que tanto rezó en la víspera, podía permitirse la licencia geográfica de llegar a la frontera con Chile casi tan pronto como había empezado recién a enumerar los bosques de algarrobos del norte del país. Entonces, cuando la clase quedaba en silencio, de pronto Julca volvía en sí, o mejor dicho solo una parte de él, porque creyendo que nos había estado hablando todo ese tiempo "proseguía" diciendo: "La carretera de penetración a la selva..." seguido de un concierto de nuestras risas desbandándose por los cuatro puntos cardinales.

Yo lo conocí íntimamente pues me daba clases particulares de caligrafía en su casa de San Miguel dispuesto a que mi indescifrable letra se pareciera menos a las escarpadas paredes del cañón del Colca y más a la geometría predecible de los andenes de Machu Picchu. Supongo que debió afectarme el vivir ese pequeño drama de ver extendido mi horario de clases. Pero al llegar a la casa de Julca me esperaba otro no menos desafiante pues me recibía con un dulce de higo típico de la selva, de sabor tan ajeno a mi consentido paladar muy propio de niño mimado, que se deslizaba por mi boca con la celeridad con que un caracol arrastra su cuerpo por el jardín. Su esposa, la también profesora Consuelo vigilaba mis movimientos, frunciendo el ceño ante semejante espíritu crítico, digamos, de sus dotes de repostería. Un reloj de péndulo marcaba las horas con una serie de graves campanadas y el tiempo se posaba lentamente en los muebles de charol. Mi infancia sentada en aquella sala tuvo allí la privilegiada tribuna de atestiguar cómo los años se amontonan en las paredes magulladas, las ropas a medio abotonar, y probablemente según me alcanza la memoria una mecedora rechinante, todo un escenario de una extendida obra teatral, la de la propia vida, que va llegando a su fin.  

Y en efecto. Mi profesor Francisco Julca Montenegro falleció poco después que yo concluyera la primaria en el colegio Alejadro Deustua. Asistí al entierro junto con mi padre que como ya referí fue también uno de los que la ola pedagógica del docente alcanzó más allá de las aulas. Sentí su partida de manera personal pues él fue el primer adulto que conocí de cerca y que moría, abriendo ante mis ojos la perspectiva real y concreta del inefable destino. Y así, con la experiencia de su muerte, como solo lo hacen los grandes maestros, en una clase desfalleciente que dictó ya no empuñando la tiza sino con el lienzo de su propia sangre, fue que no dejó de enseñarme hasta el último de sus días. 

Hoy que evoco su recuerdo pienso si acaso el último aliento le fue arrebatado por el pernicioso polvo de tiza que por tantos años respiró en su esmero cotidiano de enseñarnos. Y acaso también, en ese trance postrero en que se le iba la existencia, derrotado en el lecho de muerte, por un fugaz instante a mi querido profesor le acompañó el vago recuerdo de ese inocente jueguito que tuvimos ambos para someter a prueba mi serenidad, y con un gesto de amable revancha, decidiendo que ahora era su turno de vencer, resumió en los ojos el amor por su legión de alumnos y así, taciturnamente entreabiertos, se despidió de todos. 

Un viento apacible mece la hierba. Ceden diminutas sombrillas de blanco penacho. El aire se puebla de unas frágiles hélices. Los niños corren a atrapar esas semillas de dientes de león. 

Desde algún recóndito lugar alguien comprende en silencio que esto era lo que había estado haciendo... 


viernes, 6 de noviembre de 2015

EPISODIO DOS: ESE LUGAR DE DONDE NUNCA REGRESAS


Día de clases en el colegio
Cuando vas al colegio, sencillamente una parte de ti ya no regresa nunca.

Quien trata de recordar sus años en el colegio como hago yo ahora con mi época de primaria en el Alejandro Deustua, pronto se da cuenta que sin proponérselo, termina también recordando escenas de su casa relacionadas con los preparativos para un nuevo día de clases.

Y es que propiamente la jornada escolar no empezaba con la campana de ingreso al plantel sino desde que te levantabas. Y vaya que era toda una faena hacer que un niño se despegara de la cama cuando lo que se quería es seguir sumergido en esa deliciosa molicie que es el sueño. Precisamente era en el sueño que uno vivía una existencia paralela pues muchas veces acontecía en esa brumosa realidad toda suerte de justicias poéticas, desde esconder la tiza a los profesores que terminaban por encontrarla recién justo cuando tocaba la campana, hasta sincerarte con ellos y reconocer cuánto los extrañabas desde el día que... pernoctaban irremediablemente en el cementerio. Y cuando el sepulturero onírico que se parecía mucho a Isidro, el portero del colegio, depositaba malévolo sobre el mármol de las tumbas los cuadernos con las tareas que los mismos profesores te habían asignado pero que en un formidable ajuste de cuentas ahora debían cumplir, de pronto una voz te precipitaba desde aquella gloria celestial hasta la terrena realidad para advertirte que si no te despertabas llegarías tarde a las clases.

La noche anterior habías atestiguado en la telenovela del momento con Verónica Castro cómo era verdad que también "Los ricos también lloran" y entonces concluías muy filosóficamente que si hasta ellos la pasaban negras, entonces a cada desdichado poblador de este valle de lágrimas donde vivimos todos le tocaba también su dosis de sufrimiento y que ahora era tu turno matinal de padecimiento. Y con eso en mente te resignabas a levantarte por fin de la cama. En mi caso particular la voz que me apremiaba fue la de mi mamá, un apremio que yo conseguía postergar cuando me ponía el uniforme completo y con tan particular "pijama" me refugiaba de nuevo dentro de la calidez de mi cama con la inconfesable súplica de extender el sueño, apostando a que al despertar por segunda vez ya estaría listo con el tiempo justo para echar a correr y no llegar tarde.

Cuando mamá reparó que debía planchar más veces de lo acostumbrado mi uniforme se consagró como detective al dar con la dormilona explicación. Y su medida correctiva tomó la forma de una atronadora voz. Se trataba de un radio que ella había dispuesto en el pasadizo que daba a mi habitación y al de mis hermanas que también iban al Deustua. Así que con un sadismo propio de sargento de cuartel llegada las seis de la mañana, ¡zas!, giraba todo lo que daba la perilla del volumen de la radio y entonces tú tenías en los oídos una voz que ladraba por ella la frustrante tarea de levantarnos. No recuerdo bien que aborrecía más. Si la boca de los profesores cuando sentenciaban la palabra tarea o la bocina del ruidoso aliado de mi mamá. El hecho es que la estrategia funcionaba. Hay que darle parte del crédito también a Román 'el Ronco' Gámez, quien desde la emisora de Radio Mar producía ese pequeño milagro. Además resultó muy práctico escucharlo pues te daba la hora minuto a minuto: "6 y 20, son las 6 y 20...", "6 y 21, son las 6 y 21..." Y así te iba marcando el tiempo como si de una carrera se tratara.


Recuerdo que una voz acompañaba la locución del Ronco. Yo me figuraba que era la de un niño y no me explicaba cómo él se daba tiempo para ir a su colegio. Pues la voz resultó ser según comprobé mucho después la de Coqui Salgado, el que ahora conduce el programa La hora del lonchecito. Me pareció que su voz era muy aguda como la de un niño y en cierta forma tenía razón pues cuando lo vi fuera del ámbito radial, tan breve él, supe que su crecimiento se interrumpió mucho antes que terminó la secundaria... De todas formas este niño-grande te daba una suerte de anticipo de lo que ibas a aprender más tarde pues propalaba contenido educativo como canciones que te hacían repasar la tabla de multiplicar y varias rondas infantiles que ahora treinta años después estoy en condiciones de repetir de memoria. Bueno, ¿y quién dice que mi generación preinformática no tuvo también su versión auditiva de Google?

Como yo era hijito de mamá me libraba del lío de tener que anudarme los zapatos. Solo tenía que levantarlos hasta ella y a veces ni siquiera eso. Cual si fuera un noble inca dejaba que mi mamá se agachara ante mis reales pies y con movimientos que nunca alcanzaba a descifrar ella terminaba con aquella innoble tarea para mí. De hecho el betún también fue un elemento demasiado plebeyo dada mi "regia" condición de modo que al prospecto de brillante alumno que se supone que sería yo cuando menos le "brillaban" los zapatos por obra y gracia ajenas. 

El problema era cuando de tanto jugar en el recreo se terminaba desatándoseme los pasadores. Para resolver el nudoso conflicto tendría que haber diseñado todo un horario de pretextos y así evitar repetirme al momento de pedir a mis compañeros que me amarren por mí de modo que no termine delatando esa incapacidad de convertir en uno ambos pasadores: El lunes me tocaría decir que era por una luxación a la muñeca; los martes porque padecía de la artritis más precoz de los anales de la medicina; los miércoles, día de buena lonchera recurría al soborno; los jueves eran peligrosos y ¿quién no se chancaba los dedos al cerrar una puerta ese día? y los viernes, bueno, los viernes recurría a la solidaridad deustuana sencillamente. 


Por cierto, la prueba de que los nudos nunca han sido mi fuerte es que recién aprendí a hacer el nudo de la corbata ni más ni menos por tener que asistir a las bodas de plata de otro colegio donde terminé la secundaria. Supongo que ese día de la ceremonia no fui lo suficientemente persuasivo para que mi mamá cediera a mis ruegos de hacer un tardío esfuerzo por los viejos tiempos... Frente ante tal avasallador fracaso de mis capacidades manuales me queda en todo caso el nada despreciable consuelo existencial que seguro podré morir de todas las formas posibles pero jamás ahorcado por una soga que estas poco orgullosas manos preparen cuando me ronde la idea del suicidio.

Y así transcurrían aquellos lejanos días antes de partir rumbo a la primaria del colegio Alejandro Deustua. Esperando impaciente a que mi hermana menor desocupara el único baño que tenía ducha en casa para poder asearme, una estresante forma con que la vida me notificó precozmente la quisquillosa naturaleza femenina: a las mujeres uno debe esperarlas porque se toman más tiempo en arreglarse. Bebiendo el insufrible quáker con esos granos flotando como submarinos en una diminuta guerra que siempre perdía mi garganta. Deslizando el cuaderno de control por debajo de la puerta de mi mamá que hacía su gimnasia por las mañanas para que al firmarlo a toda prisa no tuviera tiempo de leer las notificaciones sobre mi incumplimiento de alguna tarea. Alistando a última hora los útiles de otro día que tal vez sería inútil. Persignándome antes de salir, un modo simbólico de anticiparme sobre el pecho la cruz estudiantil que estaba a punto de empezar a cargar desde que sonara la campana del colegio. Caminando hasta la esquina de mi casa con mis hermanas y desde donde a lo lejos un diminuto punto que venía veloz hasta nosotros crecía en una mancha amarilla sobre cuatro ruedas para terminar convirtiéndose ante nuestros infantiles ojos, en la poderosa movilidad número 15 que tomábamos para ir hasta el Deustua.


Tales fueron aquellos lejanos días en que nuestros pequeños pies nos arrastraban a cumplir con más resignación que empeño esa cotidiana caravana de esperanza paterna en nuestro porvenir y que entonces veíamos como un lejano futuro que si acaso llegaría alguna vez. Un futuro que el tránsito de más de treinta años ha despedazado hasta transmutarlo en un pasado desdibujado y evocador. Un pasado que hoy contemplo con asombro y con nostalgia. Y que se resiste tenazmente aferrado en las alcantarillas de mi memoria a no dejarse ir por el sumidero del olvido.