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sábado, 14 de noviembre de 2015

EPISODIO TRES: LAS SEMILLAS DEL PROFESOR JULCA


Maestro de colegio
Lo que escribió este profesor en aquella pizarra
nunca se borró de nuestros corazones.




En un salón de clase el profesor delante del alumno simula manotearlo justo delante de sus ojos. Parece que está a punto de conectarle un golpe pero se detiene a pocos centímetros de hacerlo. Se trata de un reto que ambos se empeñan en lograr. De un lado el profesor pretende doblegar a su alumno haciendo que por fin pestañee, pero sin tocarlo, acercándole la mano a los ojos todo lo que puede, con golpes contenidos, en una suerte de pequeños prodigios de cálculo y una sobreactuación intimidante. El alumno por su parte sentado en una carpeta, no aparta la mirada del pugilístico maestro. La ha clavado fijamente en él, sin pestañear ni una sola vez, no en un acto de provocación estudiantil sino tan solo como espontáneo divertimento. Se diría que tiene la concentración de un monje tibetano, actitud que desconcertó al maestro mientras dictaba la clase de sexto grado de primaria y lo impulsó a enfrascarse en el jueguito. 

Tras vanos intentos el profesor terminó por claudicar: - "¡Ahhhh, sereno eres...!" exclamó con lo último que le quedaban de sus fuerzas. Fue una empequeñecida y moderna versión donde David vencía nuevamente a Goliat. 

El profesor de esta anécdota no era otro que el profesor Francisco Julca Montenegro, docente del colegio Alejandro Deustua. El alumno, yo mismo. 

Así era el profe Julca. Normalmente serio con su pequeña tropa de alumnos del sexto C pero dispuesto también a relajarse con bromas mientras dictaba sus clases en especial el curso de geografía. Me parece ahora mismo estar viéndolo delante de alguno de los mapas que colgaba delante de la pizarra y con un puntero desplegable iba precisando aquel recóndito lugar donde los ramales de la cordillera de los Andes se reagrupaban en el nudo de Vilcanota; cómo el río Marañón se daba el abrazo más caudaloso del mundo con el Ucayali para dar de beber al Amazonas; el peregrinaje de las estaciones del Ferrocarril Central, y en fin, toda una trayectoria por nuestro país, auténticos viajes de la imaginación que iniciábamos como limeños, hijos en su mayoría de empleados bancarios y de los que desembarcábamos convertidos en flamantes peruanos. 

Pero el profesor Julca, apasionado de nuestro país, no dejaba de enseñar su materia con el esperado toque de campana, ni solo a sus alumnos, sino que la vocación le sobraba incluso para desaznar también a los padres de familia. Así por ejemplo yo recuerdo haberme quedado de una pieza cuando el propio Julca llamó a mi casa que por entonces recién estrenaba teléfono para preguntar a mi papá si había leído la lección del día anterior que nos impartió en clase, un insólito requerimiento de tal factura que bien podría catapultar a nuestro personaje a los altares del magisterio. 

Mi padre, un sindicalista de la Federación de Empleados Bancarios a quien apodaban el Lobo por lo astuto, fogueado en mil y una disputas de lucha de clase con la patronal, hizo gala entonces de todos sus recursos embusteros. Empeñado en no defraudar a tan vehemente pedagogo me convirtió en cómplice de su ardid al pedirme con voz inaudible para su interlocutor del otro lado de la línea que le auxilie trayéndole mi cuaderno de geografía, mientras él estiraba el tiempo antes de rendir el peculiar examen. Y en lo que constituyó sin duda el plagio más descarado de todos los tiempos desde que Rousseau publicó "El Emilio", el alumno que así había sido forzado a retornar a las aulas muchísimo después de abandonarlas, anunció en un momento dado estar listo, y con las páginas de mi cuaderno nunca tan abiertas sobre su regazo como esa vez, empezó a paporretear la "aprendida" lección:

- "A ver profesor... bueno los puertos de la costa peruana... ummm... de norte a sur... son... Paita... no, miento, Talara... antes de esos dos Puerto Pizarra... ¿o era Pizarro? no, ahora que me acuerdo es Pizarro, sí, Pizarro, de ahí viene... Pimentel... ummm cómo se llama ese que sigue... - y acercándose del todo al cuaderno en una parte ilegible de mi letra continuó: - Huarmey..." 

- "Señor Elías - le advertió Julca interrumpiéndolo - se ha salteado usted Chicama."

- "Caramba profesor tiene usted razón, lo había olvidado" -dijo mi papá esforzándose para no reír- Chicama sí... Huarmey... Chimbote... 

Tras finalizar aquella llamada tuve la ligera sospecha de que el profe, muy en sus adentros, ya hubiera querido contar con un alumno tan aplicado...

De contextura gruesa, un tanto lunarejo, de origen selvático, alérgico al polvo de tiza que le impelía una seguidilla de estornudos, y con un gusto por los ternos a cuadros, el profesor Julca, nos desconcertaba cuando se quedaba dormido tomándonos examen oral. El pobre maestro que parecía pedir de tan elocuente manera su derecho a jubilarse, quedaba petrificado como una gárgola en una ambigua pose de atención que parecía decirnos: "Puede que me haya quedado dormido, pero los estoy vigilando ah, así que cuidadito nomás..." Y entonces el alumno examinado, que casi se le había otorgado ese milagro que tanto rezó en la víspera, podía permitirse la licencia geográfica de llegar a la frontera con Chile casi tan pronto como había empezado recién a enumerar los bosques de algarrobos del norte del país. Entonces, cuando la clase quedaba en silencio, de pronto Julca volvía en sí, o mejor dicho solo una parte de él, porque creyendo que nos había estado hablando todo ese tiempo "proseguía" diciendo: "La carretera de penetración a la selva..." seguido de un concierto de nuestras risas desbandándose por los cuatro puntos cardinales.

Yo lo conocí íntimamente pues me daba clases particulares de caligrafía en su casa de San Miguel dispuesto a que mi indescifrable letra se pareciera menos a las escarpadas paredes del cañón del Colca y más a la geometría predecible de los andenes de Machu Picchu. Supongo que debió afectarme el vivir ese pequeño drama de ver extendido mi horario de clases. Pero al llegar a la casa de Julca me esperaba otro no menos desafiante pues me recibía con un dulce de higo típico de la selva, de sabor tan ajeno a mi consentido paladar muy propio de niño mimado, que se deslizaba por mi boca con la celeridad con que un caracol arrastra su cuerpo por el jardín. Su esposa, la también profesora Consuelo vigilaba mis movimientos, frunciendo el ceño ante semejante espíritu crítico, digamos, de sus dotes de repostería. Un reloj de péndulo marcaba las horas con una serie de graves campanadas y el tiempo se posaba lentamente en los muebles de charol. Mi infancia sentada en aquella sala tuvo allí la privilegiada tribuna de atestiguar cómo los años se amontonan en las paredes magulladas, las ropas a medio abotonar, y probablemente según me alcanza la memoria una mecedora rechinante, todo un escenario de una extendida obra teatral, la de la propia vida, que va llegando a su fin.  

Y en efecto. Mi profesor Francisco Julca Montenegro falleció poco después que yo concluyera la primaria en el colegio Alejadro Deustua. Asistí al entierro junto con mi padre que como ya referí fue también uno de los que la ola pedagógica del docente alcanzó más allá de las aulas. Sentí su partida de manera personal pues él fue el primer adulto que conocí de cerca y que moría, abriendo ante mis ojos la perspectiva real y concreta del inefable destino. Y así, con la experiencia de su muerte, como solo lo hacen los grandes maestros, en una clase desfalleciente que dictó ya no empuñando la tiza sino con el lienzo de su propia sangre, fue que no dejó de enseñarme hasta el último de sus días. 

Hoy que evoco su recuerdo pienso si acaso el último aliento le fue arrebatado por el pernicioso polvo de tiza que por tantos años respiró en su esmero cotidiano de enseñarnos. Y acaso también, en ese trance postrero en que se le iba la existencia, derrotado en el lecho de muerte, por un fugaz instante a mi querido profesor le acompañó el vago recuerdo de ese inocente jueguito que tuvimos ambos para someter a prueba mi serenidad, y con un gesto de amable revancha, decidiendo que ahora era su turno de vencer, resumió en los ojos el amor por su legión de alumnos y así, taciturnamente entreabiertos, se despidió de todos. 

Un viento apacible mece la hierba. Ceden diminutas sombrillas de blanco penacho. El aire se puebla de unas frágiles hélices. Los niños corren a atrapar esas semillas de dientes de león. 

Desde algún recóndito lugar alguien comprende en silencio que esto era lo que había estado haciendo... 


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