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domingo, 29 de noviembre de 2015

EPISODIO QUINTO: EL DOLOR DE LAS ROSAS


Maltrato infantil escolar
Aquel día en que iban a castigar a nuestro compañero el miedo estaba tan cerca y nuestras madres, tan lejos.



De pie frente a la mirada compasiva de sus compañeros del sexto grado de primaria del colegio Alejandro Deustua, el alumno vacila ante las preguntas de un adusto profesor. Él es uno de los pocos varones en no haberse quedado rezagado en tamaño frente a las niñas que por entonces eran más altas que el resto de nosotros. Sin embargo, su precoz desarrollo físico en nada lo ayuda frente a la encrucijada que se le presenta ahora. El profesor le dice haber conversado con su abuela, y ella lo autorizó a castigarlo físicamente si era preciso de continuar con su racha de malas calificaciones. Así que un ultimátum se cernía sobre él. O contestaba con acierto o se atenía a las consecuencias. Quizá un escalofrío lo haría estremecer dentro de su uniforme plomo. Quizá sentiría lo que siente una víctima sobre el cadalso a punto de quedar suspendida de una cuerda en el momento en que se abriría el piso bajo sus pies. 

El profesor arremete con más preguntas. El alumno balbucea para no evidenciar que se queda en silencio. Sus vanos esfuerzos se parecen a los de un cachorro persiguiéndose la cola. Algunos de nosotros hablamos entre dientes soplándole las respuestas. El disparo de una mirada fija del profesor apaga cualquier murmullo. Cuando finalmente pierde la paciencia ante tan pobre rendimiento académico llama al brigadier del salón. Su apellido de cuatro letras tarda en dejar de escucharse pues el fondo del aula lo devuelve en un eco. Cuando temeroso sale al frente cada uno de sus ojos es un signo de interrogación. Pero no hacía falta preguntar nada. Cada músculo crispado en el salón de clase sabía qué ocurriría. 

Todo ese tiempo el profesor ha permanecido sentado en el pupitre y no parece tener planes de levantarse. Tan solo su voz, el poder de una sentenciosa voz de un profesor de primaria, dispuso el cuadro que contemplaba nuestra angustiada infancia. Y ese cuadro consistía en tener delante de la pizarra, juntos, graves los dos, al alumno de peores notas y al brigadier, el más aplicado. Quedaba resumido así de esa manera tan gráfica el fracaso y el éxito de un sistema pedagógico que se parecía mucho al hula hula con el que jugábamos en el recreo. Si no pasabas por en medio de su estrecho aro quedabas sencillamente fuera. 

La mirada de nuestro compañero en entredicho nos aguijoneaba. Tenía algo de furia pero también de actitud piadosa. Todavía la recuerdo clavándose entre mis ojos y parecerse a una frase del más profundo pozo de los deseos. De pronto el salón de clases se había convertido en un estrecho cuadrilátero con nosotros dispuestos como fichas de rompecabezas que solamente podían quedarse en un preciso lugar. Solo el fluorescente sujeto del techo por dos largas cadenas sobre nuestras cabezas parecía mecerse como se mecen los tallos cuando está a punto de desatarse una tormenta. El miedo estaba tan cerca y nuestras madres tan lejos...

En un momento escuchamos lo que todos nos temíamos. El profesor detrás del pupitre lleno de los apuntes de la clase suspende el combate de su alergia al polvo de tiza que lo obliga a restregarse la nariz. Se diría que a su modo intentó aplazar lo más que pudo lo inevitable. Levanta su mano como si de un arma se tratara y proyectando el índice que casi era el cañón de una pistola humeante ladra su orden al brigadier: 

- "Hazlo tú, porque estas cosas... a mí me enferman." 

El tiempo se detuvo en una mueca indescifrable del niño que iba a sufrir el castigo. Se revuelve sobre su sitio y suplica: 

"Profesor, ¿puedo dar ahora el otro examen, el de lenguaje?"

A pesar que se mantiene en pie su pregunta parece haber sido formulada de rodillas. A su lado el brigadier tiene los brazos rígidos como si con esa tensión quisiera advertir que ellos ya no le pertenecen En nuestras carpetas nosotros apretamos el cuerpo al piso. La respiración de anhelante ahora es urgente. El propio armario de madera donde se guardaba la utilería de la clase parecía narrarnos el trance que padeció antes de dejar de ser árbol. 

Un gesto de desprecio del profesor al ruego proferido, fue la sentencia cernida sobre nuestro compañero. Pero la suya sería una sentencia de más de una víctima.

He olvidado de dónde salió el látigo con el que le iban a azotar. Si fue solo una correa o acaso una regla grande. Y supongo que lo olvidé porque cuando eres niño y están a punto de destrozarte la infancia no importa el arma con el que lo hacen. El hecho es que desde entonces cuando te miras al espejo para alistarte a un nuevo día de clases comprendes de algún modo que tu reflejo ya no es el mismo que veías. Lo que cambió es tu mirada. Ahora le falta el brillo de la inocencia. 

Viví aquel tormento de un modo dramático pues reconocí en la incesante mano agresora la propia mano de mi madre que en su momento también se había ensañado conmigo por haber obtenido notas desaprobatorias. Con un añadido perverso: mi madre no me advirtió de cuándo se transformaría en una madrastra. Como los espartanos que mantenían en permanente zozobra a los pueblos bajo su yugo, en el transcurso de varias horas o quizá días del instante que ella lanzó su amenaza, sin mediar palabra, de súbito se abrió la puerta de mi habitación y allí estaba, hecha un demonio blandiendo sobre su cabeza el látigo de tres puntas, cada una derramando su propia ponzoña sobre el gólgota de mi piel. 

Pero no sería la única vez. Incluso ocurrió que estando dormido, a la mañana muy temprano me despertó una urgencia por incorporarme. Con la sensación absurda de no advertir por qué tu cuerpo está de pie cuando tu mente no ha terminado de estar alerta del todo, tardé un instante en comprender qué pasaba. Era el látigo de mamá que de esa manera me estrujaba en la cara la aparición del nuevo día como si al castigo físico le faltara el sobrepeso de un tormento psicológico, el de no saber cuándo o dónde tu cuerpo, como una entidad separada de ti, empezaría a contraerse de dolor y suplicar entre alaridos ya no más. 

Y así en un padecimiento colectivo, la tunda bajo la cual gesticulaba nuestro desdichado compañero la sufríamos en carne propia todos nosotros. Incrédulos presenciamos el drama de dos siluetas infantiles danzando el guion de una historia afiebrada. Seguro que en el patio de recreo jamás habían jugado a ser verdugo y víctima. Seguramente también más tarde ambos se confundieron en un abrazo con sus pequeños cuerpos preguntando un mayúsculo por qué. Los golpes rasgando el aire y quejidos se desatan delante del rectángulo de la verde pizarra que ante nuestros aterrados ojos cada vez era menos rectángulo para tomar la forma de una oblicua cruz, que cada vez era menos verde para fundirse en negra. Y todo como en un óleo feroz se desdibuja en un aspecto sombrío. Al salir, nuestras espaldas se arquean debajo del peso de jorobas donde tuvimos mochilas. El portero del colegio, ya no empuña una escoba sino un tridente. La paloma que se posa en lo alto ahora es un buitre. La campana ha dejado de repicar su tañido metálico y en su lugar el llanto del último niño que no hizo su tarea nos alerta del paso de las horas... 

Cuando la pesadilla terminó, en un silencio sepulcral podía oírse el frenesí de la mota sobre la pizarra convirtiendo en polvo de tiza la última lección garabateada en nuestro salón del sexto grado y nos vimos cubiertos en la misma polvorienta nube de todos los días al acabar la clase. Solo que esta vez ese polvo de tiza envolviéndonos tenía mucho de mortaja. 

Entre el asfixiante recuerdo de golpes que rasgan el aire y quejidos de aquel fantasmagórico día, más de una vez me he preguntado cómo fue posible que esos años de mi niñez en el colegio Alejandro Deustua que son para mí un lecho de rosas, hayan sido acuchillados por un episodio tan macabro como el que he narrado. ¿Qué tuvo que pasar para que un niño flagele a su par en el más impar de los abusos? Sin poder hallar respuesta posible, cabizbajo, ruedo en una caminata sin fin. Desciende una respuesta de repente:

Será porque las rosas también tienen espinas. Será porque las rosas, las rosas, también tienen espinas...    

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