Seguidores

viernes, 6 de noviembre de 2015

EPISODIO DOS: ESE LUGAR DE DONDE NUNCA REGRESAS


Día de clases en el colegio
Cuando vas al colegio, sencillamente una parte de ti ya no regresa nunca.

Quien trata de recordar sus años en el colegio como hago yo ahora con mi época de primaria en el Alejandro Deustua, pronto se da cuenta que sin proponérselo, termina también recordando escenas de su casa relacionadas con los preparativos para un nuevo día de clases.

Y es que propiamente la jornada escolar no empezaba con la campana de ingreso al plantel sino desde que te levantabas. Y vaya que era toda una faena hacer que un niño se despegara de la cama cuando lo que se quería es seguir sumergido en esa deliciosa molicie que es el sueño. Precisamente era en el sueño que uno vivía una existencia paralela pues muchas veces acontecía en esa brumosa realidad toda suerte de justicias poéticas, desde esconder la tiza a los profesores que terminaban por encontrarla recién justo cuando tocaba la campana, hasta sincerarte con ellos y reconocer cuánto los extrañabas desde el día que... pernoctaban irremediablemente en el cementerio. Y cuando el sepulturero onírico que se parecía mucho a Isidro, el portero del colegio, depositaba malévolo sobre el mármol de las tumbas los cuadernos con las tareas que los mismos profesores te habían asignado pero que en un formidable ajuste de cuentas ahora debían cumplir, de pronto una voz te precipitaba desde aquella gloria celestial hasta la terrena realidad para advertirte que si no te despertabas llegarías tarde a las clases.

La noche anterior habías atestiguado en la telenovela del momento con Verónica Castro cómo era verdad que también "Los ricos también lloran" y entonces concluías muy filosóficamente que si hasta ellos la pasaban negras, entonces a cada desdichado poblador de este valle de lágrimas donde vivimos todos le tocaba también su dosis de sufrimiento y que ahora era tu turno matinal de padecimiento. Y con eso en mente te resignabas a levantarte por fin de la cama. En mi caso particular la voz que me apremiaba fue la de mi mamá, un apremio que yo conseguía postergar cuando me ponía el uniforme completo y con tan particular "pijama" me refugiaba de nuevo dentro de la calidez de mi cama con la inconfesable súplica de extender el sueño, apostando a que al despertar por segunda vez ya estaría listo con el tiempo justo para echar a correr y no llegar tarde.

Cuando mamá reparó que debía planchar más veces de lo acostumbrado mi uniforme se consagró como detective al dar con la dormilona explicación. Y su medida correctiva tomó la forma de una atronadora voz. Se trataba de un radio que ella había dispuesto en el pasadizo que daba a mi habitación y al de mis hermanas que también iban al Deustua. Así que con un sadismo propio de sargento de cuartel llegada las seis de la mañana, ¡zas!, giraba todo lo que daba la perilla del volumen de la radio y entonces tú tenías en los oídos una voz que ladraba por ella la frustrante tarea de levantarnos. No recuerdo bien que aborrecía más. Si la boca de los profesores cuando sentenciaban la palabra tarea o la bocina del ruidoso aliado de mi mamá. El hecho es que la estrategia funcionaba. Hay que darle parte del crédito también a Román 'el Ronco' Gámez, quien desde la emisora de Radio Mar producía ese pequeño milagro. Además resultó muy práctico escucharlo pues te daba la hora minuto a minuto: "6 y 20, son las 6 y 20...", "6 y 21, son las 6 y 21..." Y así te iba marcando el tiempo como si de una carrera se tratara.


Recuerdo que una voz acompañaba la locución del Ronco. Yo me figuraba que era la de un niño y no me explicaba cómo él se daba tiempo para ir a su colegio. Pues la voz resultó ser según comprobé mucho después la de Coqui Salgado, el que ahora conduce el programa La hora del lonchecito. Me pareció que su voz era muy aguda como la de un niño y en cierta forma tenía razón pues cuando lo vi fuera del ámbito radial, tan breve él, supe que su crecimiento se interrumpió mucho antes que terminó la secundaria... De todas formas este niño-grande te daba una suerte de anticipo de lo que ibas a aprender más tarde pues propalaba contenido educativo como canciones que te hacían repasar la tabla de multiplicar y varias rondas infantiles que ahora treinta años después estoy en condiciones de repetir de memoria. Bueno, ¿y quién dice que mi generación preinformática no tuvo también su versión auditiva de Google?

Como yo era hijito de mamá me libraba del lío de tener que anudarme los zapatos. Solo tenía que levantarlos hasta ella y a veces ni siquiera eso. Cual si fuera un noble inca dejaba que mi mamá se agachara ante mis reales pies y con movimientos que nunca alcanzaba a descifrar ella terminaba con aquella innoble tarea para mí. De hecho el betún también fue un elemento demasiado plebeyo dada mi "regia" condición de modo que al prospecto de brillante alumno que se supone que sería yo cuando menos le "brillaban" los zapatos por obra y gracia ajenas. 

El problema era cuando de tanto jugar en el recreo se terminaba desatándoseme los pasadores. Para resolver el nudoso conflicto tendría que haber diseñado todo un horario de pretextos y así evitar repetirme al momento de pedir a mis compañeros que me amarren por mí de modo que no termine delatando esa incapacidad de convertir en uno ambos pasadores: El lunes me tocaría decir que era por una luxación a la muñeca; los martes porque padecía de la artritis más precoz de los anales de la medicina; los miércoles, día de buena lonchera recurría al soborno; los jueves eran peligrosos y ¿quién no se chancaba los dedos al cerrar una puerta ese día? y los viernes, bueno, los viernes recurría a la solidaridad deustuana sencillamente. 


Por cierto, la prueba de que los nudos nunca han sido mi fuerte es que recién aprendí a hacer el nudo de la corbata ni más ni menos por tener que asistir a las bodas de plata de otro colegio donde terminé la secundaria. Supongo que ese día de la ceremonia no fui lo suficientemente persuasivo para que mi mamá cediera a mis ruegos de hacer un tardío esfuerzo por los viejos tiempos... Frente ante tal avasallador fracaso de mis capacidades manuales me queda en todo caso el nada despreciable consuelo existencial que seguro podré morir de todas las formas posibles pero jamás ahorcado por una soga que estas poco orgullosas manos preparen cuando me ronde la idea del suicidio.

Y así transcurrían aquellos lejanos días antes de partir rumbo a la primaria del colegio Alejandro Deustua. Esperando impaciente a que mi hermana menor desocupara el único baño que tenía ducha en casa para poder asearme, una estresante forma con que la vida me notificó precozmente la quisquillosa naturaleza femenina: a las mujeres uno debe esperarlas porque se toman más tiempo en arreglarse. Bebiendo el insufrible quáker con esos granos flotando como submarinos en una diminuta guerra que siempre perdía mi garganta. Deslizando el cuaderno de control por debajo de la puerta de mi mamá que hacía su gimnasia por las mañanas para que al firmarlo a toda prisa no tuviera tiempo de leer las notificaciones sobre mi incumplimiento de alguna tarea. Alistando a última hora los útiles de otro día que tal vez sería inútil. Persignándome antes de salir, un modo simbólico de anticiparme sobre el pecho la cruz estudiantil que estaba a punto de empezar a cargar desde que sonara la campana del colegio. Caminando hasta la esquina de mi casa con mis hermanas y desde donde a lo lejos un diminuto punto que venía veloz hasta nosotros crecía en una mancha amarilla sobre cuatro ruedas para terminar convirtiéndose ante nuestros infantiles ojos, en la poderosa movilidad número 15 que tomábamos para ir hasta el Deustua.


Tales fueron aquellos lejanos días en que nuestros pequeños pies nos arrastraban a cumplir con más resignación que empeño esa cotidiana caravana de esperanza paterna en nuestro porvenir y que entonces veíamos como un lejano futuro que si acaso llegaría alguna vez. Un futuro que el tránsito de más de treinta años ha despedazado hasta transmutarlo en un pasado desdibujado y evocador. Un pasado que hoy contemplo con asombro y con nostalgia. Y que se resiste tenazmente aferrado en las alcantarillas de mi memoria a no dejarse ir por el sumidero del olvido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario