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lunes, 23 de noviembre de 2015

EPISODIO CUATRO: LA CARTA QUE TARDÉ MÁS DE TREINTA AÑOS EN ESCRIBIR

Amor platónico de infancia
Tal vez no he dejado de buscar en los ojos de otras mujeres el amor secreto de esa niña rubia que nunca fue mi novia.



Para mí el amor en la época escolar de la primaria tenía un rostro bien definido. Se llamaba Tatiana y se apellidaba Diaz.

Tatiana era una niña gringa. Tatiana era ojiverde. Tatiana era pecosa. Tatiana era bella. Tatiana me sonreía al pasar. Tatiana sería mi enamorada. Con esa simpleza resuelves tus florecientes sentimientos hacia el sexo opuesto cuando eres un niño. Y es que en los corazones puros no se necesita de nada más. 

Tatiana era además de mi compañera de carpeta, mi vecina. Una doble ventaja sin duda. O un doble desafío cuando de lo que se trataba era de conservar una distancia segura frente a la mujer más peligrosa de tu breve vida. La que podía encender tus mejillas si tus ojos coincidían con los de ella. La que te haría tartamudear incluso ante las preguntas más simples. La que te hacía levitar cuando pronunciaba tu nombre. Vivía a una cuadra de mi casa, sí, pero a la edad en que aprendes a atarte los zapatos una cuadra es un nudo entre dos anhelos que se buscan.  
Al ser quien vivía más cerca a mi casa de toda mi clase, visitarla era una obligación de mi parte para ponerme al día en caso de alguna inasistencia al colegio. Recuerdo que una de esas veces se produjo una confusión semántica que es difícil de contar sin reconocer que uno lleva puesto el sambenito de bobo. Tatiana había tomado un dictado en el cuaderno que después llegó a mis manos para recuperar una clase perdida. Y tomando por veraces cada palabra que hallé en él, copié lo que ella escribió tal cual. Pero esa exactitud jugó en mi contra pues el profesor a cargo de la materia advirtió del embrollo. Debiendo haber puesto la frase: "La verja de mi jardín", Tatiana, niña inocente, había confundido del primer sustantivo la letra jota por ge, de modo que donde debía decir verja, ignorando las sutiles trampas del idioma, la pobre había terminado nombrando una innombrable parte de la anatomía masculina. La aduana de mi precario lenguaje también dejó pasar ese elefante entre mis piernas y fue a parar su berrido a los oídos del maestro quien lo hizo público en el salón de clase mientras Tati y yo buscábamos algún agujero en el suelo donde enterrarnos. 

Puede que por causa de mi timidez no haya hablado mucho con ella. Pero el silencio a veces puede ser la mejor forma de admiración. Lo es cuando la mujer con la que aprendes a hacerte hombre está a solo un giro de cabeza de que desveles el rostro de la belleza. 

Puedo imaginarme ese día, si acaso tus ojos mortales son capaces de descifrar la belleza en lo que tarda en desvanecerse una mañana, el sol difuminándose sobre nuestras cabezas al filtrarse un rayo de luz por la ventana del salón de clase. A medida que transcurrían los minutos la caminata solar nos iba confiriendo a cada quien un halo espectral, una suerte de cono resplandeciente reinando brevemente entre la mundana palidez de los grises. Diminuta en una carpeta, a su turno descendió sobre Tatiana tan peculiar y corona. Pero en su cabellera dorada, rubia como era ella, me pareció no terminar de derretirse nunca aquel susurro del sol. Y entonces supe que mientras había reinas de belleza que llevaban ceñida su corona para proclamar su condición, mi pequeña reina tenía consigo la suya, y se la había ceñido desde lo más alto la majestad del propio sol.

Me parece ahora mismo estar viéndola cuando anduvimos en una ocasión por la avenida La Marina hasta divisar en lo alto de un letrero los colores anaranjados de la entonces tienda Scala Gigante. Aquella vez recogíamos del suelo polvoriento palitos de helado que la gente dejaba caer cuando terminaba de sorberlo. Una vez lavados los encimaríamos de tal forma sobre un fondo de madera que adquiriría el aspecto de un tosco cenicero o algo parecido según nos había encargado la profesora de formación laboral del colegio Alejandro Deustua donde estudiábamos la primaria. Y pensar que entonces había tantos autos dejándonos atrás con sus urgentes destinos en la bulliciosa avenida y son nuestros inocentes pasos los que no terminan de irse...

Transcurridos más de treinta años he olvidado los detalles de nuestra excursión. Pero quisiera creer que aquel día me porté como un "petit" caballero evitando que se agache la mayor cantidad de veces posible al recoger los palitos por ella. De haber sido así, y seguramente lo fue, hoy encargo al dedo de Cupido me reserve un tierno renglón para testimoniar en el frondoso y trajinado libro del amor, que ruines trocitos de madera extraídos del polvo fueron pedacitos de un encendido sentimiento. Trocitos de madera que al levantarlos en pos del cielo de su mano, al sentir mi piel el roce de la suya, se hacían tallos de rosas que solo mis tímidos ojos veían. 

El mío fue un amor nunca declarado formalmente a Tatiana. Debo decir que no lo lamento. Y es que cuando eres un niño pequeño al amor le basta con saber que ella está allí. No te hace falta más. Después de todo pocas cosas hay más obvias que un genuino amor no confesado. De alguna manera comprendes que el silencio es una forma sutil de amar. Y que hay muchas formas elocuentes de decir te amo. Que una simple galleta puede decirlo por ti cuando preferiste no comerla en el recreo y se la diste a plena carrera para no verla dándote las gracias porque hay gestos que no eres capaz de soportar. Yo fui feliz entre sus pecas y sus cabellos rubios. Yo fui feliz entre sus pecas y sus ojos verdes. ¿Qué otra dicha más podía pedir? 

Nunca me atreví a hacer más explícita mi atracción por Tatiana que deslizar un críptico mensaje disimulado en una página de los cuadernos que me prestaba. Allí, con más miedo que talento artístico, seguí la tradición de dibujar la silueta de un corazón atravesado por una flecha, un inmóvil corazón que en nada se parecía al que me galopaba en el pecho por el trance de conocer su respuesta. No puedo precisar si tuve el coraje de poner nuestros nombres en el dibujo o si el valor solo me alcanzó para disimularlos con sus iniciales. Es posible que también engomara la página clandestina junto con la que le precedía de modo que no pudiera abrirse sino que apenas se distinguiera al trasluz deduciendo su contenido más que leyéndolo. 

Y así con tales absurdos apremios, víctima de un terremoto en las manos, retorné el cuaderno a su propietaria que entonces ante la incertidumbre debió parecerme una beldad y una fiera al mismo tiempo. Ya no había marcha atrás. De pronto la mujer más peligrosa de mi breve vida tenía entremanos una inquietante interrogante. Y al filo de esta se equilibraba mi esperanza unas veces precipitándose hasta el vacío y las otras a punto de caer.

Le he preguntado a mi memoria el desenlace de esta historia. Y me ha respondido con un perturbador silencio. Lamento que en este punto deba renunciar a las certezas para vacilar entre conjeturas. Quizá esa sea la forma en que mi mente me protege de un resultado doloroso y haya encallecido mi dolor en una reconfortante capa de olvido. O quizá después de todo Tatiana sí descifró el pudoroso mensaje. Lo leería con sus ojos verdes convertidos en una pradera y en ella se reclinó el beso que jamás nos dimos. Quizá entonces asomándose al marco de su ventana, la mirada perdida de una ensoñación le hizo vivir el destino que no tuvimos. Y fui ahí el hombre que siempre quise y nunca pude ser. Quizá ella misma en la noche de un día silencioso atrapó sus sentimientos en un renglón de uno de mis cuadernos que yo ignoré. Y entonces nuestro trémulo amor se extravió en alguna página del tiempo que ahora es como un débil rumor que no habiendo tenido labios que lo declaren, hoy una justicia poética lo hace abrirse paso entre estas tibias letras, brotando como la última brasa que no se extinguió del todo de la hoguera de un instante.

Ceremonioso e incrédulo contemplo los treinta años de silencio desde que nos vimos por última vez. Cuesta admitir que sencillamente envejecieron los días en que temblaba cuando la mujer más peligrosa de mi breve vida se interponía entre el sol y yo. Ahora que ella es solo un vago recuerdo, ahora que agonizan las ansias que le tuve en las fauces del olvido, ahora que el verde de sus ojos parece decolorarse en mi mente hacia el fantasma del gris, me aúllan los calendarios al escribir esta tardía carta. Quedo en silencio al intentar justificarme. Y entonces es cuando pienso que tal vez tardas treinta años en poner nombre y apellido a tu primer amor porque hay miedos que duran toda una vida. Pero también una parte de ti comprende... una parte de ti comprende que hay fuegos que no se consumen jamás.  

                                        Dany Elías Cisneros


                                                                         




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