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miércoles, 31 de octubre de 2018

LA AZOTEA


   Si la cocina es el estómago de quienes viven en una casa y sus ventanas, los ojos por donde se mira, la azotea habrá de ser el recóndito lugar de la memoria donde persisten los recuerdos. La nuestra estaba colmada de ellos encarnados por aquellas cosas que recibieron la sentencia de inservibles pero que finalmente permanecían allá arriba aferrados aún sobre nosotros como la hojarasca que revolotea al pie del árbol ajena al drama de su adiós.

   Muebles viejos reemplazados por otros nuevos; sillas de tres patas a las que se les negó enmendar la culpa de su número impar; la tabla huérfana con la costra enmohecida del clavo que disolvió su promesa de mantenerla unida a la forma que perdió; el camioncito que ya no anda más tirado de una soga porque la mano que la empuñaba se envaneció por otro juguete sin ese impulso ficticio; el vidrio de la ventana y su rajadura bifurcada como una telaraña que falsea con el tiempo la maligna obra de su hacedor atribuyéndosela sin reproche a otro cualquiera; todos los pesares juntos en las páginas de los cuadernos del colegio; el cuadro redibujándose de nuevo al calor aplastante del sol; la oquedad inútil del recipiente. Todo iba a parar allí. A ese extraño lugar de la casa donde tendrían una segunda existencia lejos de nosotros, entre el olvido más desolador y la memoria asomando arrepentida. 

   Subíamos en peregrinaje por las gradas bamboleando con dificultad el mueble inservible o lo que fuera y al llegar a la azotea lo abandonábamos allí, en las fauces de aquella intemperie, sus entrañas bajo el sol y las estrellas, y entonces las sombras columpiándose inertes una y otra vez eran el único reloj de esa lacerante realidad. Si aquello era una muerte, era una que se postergaba con cada incursión en la azotea al reconocer un pedazo de nosotros en aquel despojo. 

   El segundo piso donde estaban nuestras habitaciones no se encontraba conectado con la azotea por lo que desde allí era preciso bajar, ir hacia el patio atravesando la cocina y recién por otra escalera a cielo descubierto llegar hasta allá. De ahí que la azotea conservó por tanto tiempo su sentido de lugar inexplorado a pesar de estar lleno de cosas que nos eran tan familiares. Recuerdo por ejemplo haberme reencontrado con unos viejos patines y al verlos rodeado de toda suerte de materiales sin uso, desde rieles de cortina hasta lámparas malogradas, me inspiró la idea de crear por mí mismo un robot. El delirante plan de mi infancia daba por seguro que al menos en esos patines tenía ya listos los pies del autómata. Quizá el foco de lámpara sería su vista cibernética mientras que los rieles harían de piernas postizas. Le pregunté a mi papá cuánto tiempo creía que podía tardarme en hacerlo y pensándolo un momento auguró como plazo varios años. Me sentí ofendido por su falta de confianza dilatada de esa forma y me dispuse a desmentirlo pretendiendo juntar piezas dispares en mi osado proyecto. Cuando el plazo llegó desde luego los patines seguían sin deslizar a nada por encima…

   Como puede entenderse una azotea desaparece al triunfar el pudor de ese espacio desprotegido dotándolo de un techo. Eso fue lo que sucedió con la nuestra. Crecimos y la casa también con nosotros. En su momento la pregunta de qué pasaría con todas aquellas cosas de la azotea trascendió la masa sin forma de artefactos, piezas plásticas, de madera y de metal que languidecían el olvido y nos interpeló a nosotros mismos. ¿Realmente no servían? Entonces se hizo evidente que no se trataba de simples objetos con su materia rota o desvencijada. Eran nuestros recuerdos impregnados en ellos, habitando aún entre el polvo, y la pátina del tiempo. El mueble donde papá leía su periódico, el botiquín del que extraíamos los jarabes para remedar alguna publicidad, la repisa que multiplicó el orden en sus divisiones. 

   Una a una las cosas que hicieron a mi familia lo que fue a lo largo de una vida tomaron el camino inverso que alguna vez los condujo al espacio que habitaban, la azotea, esa ofrenda al cielo de la memoria. Persistieron el paso tiempo con sus entrañas bajo el sol y las estrellas. En su dudoso olvido permanecieron con nosotros. Sobre nosotros. Dentro de nosotros. Y más allá de la puerta de casa los años transcurridos se pudieron medir aquella vez en centímetros y metros. Y todas aquellas cosas así reunidas y estrujadas en un montoncito se parecían tanto a la hojarasca que al pie del árbol ignora el drama de su adiós.

martes, 30 de octubre de 2018

VIENE POR MÍ


   Aquella oscuridad me invocó. Dejé atrás al grupo de excursión y me adentré al misterio de ese escondrijo de la fortaleza del Real Felipe. Eran las tinieblas que envuelven a los ciegos y a pesar de eso seguía internándome dentro de la negra incógnita con dudosos pasos y azotando las manos por delante en el vacío sin que pudiera ver nada de su inútil afán. Así anduve unos instantes hasta que de pronto me encontré en una situación absurda con los brazos extendidos que se apoyaban sobre una superficie áspera y con el cuerpo desbalanceado. Luego anduve a gatas sin saberlo. En un momento que parecía irreal surgió debajo un chorro de luz que provenía de una especie de sótano.

   Solo entonces comprendí lo que había pasado. En medio de esa habitación totalmente oscura el suelo terminaba abrupto en un sorpresivo agujero y varios metros debajo desembocaba un ducto de ventilación excavado en las entrañas de la fortaleza turística. Gracias a un reflejo providencial de último momento alcancé a extender los brazos y eso detuvo mi caída al profundo agujero, escabroso e inhóspito, donde hubieran tardado en hallarme dado lo insólito del lugar.

   Supongo que debe de haber sido el suceso que más me acercó a la muerte. Sobreviví a lo que pudo ser un desenlace penoso, lleno de súplicas desatendidas sabiéndome depositado en la que sería mi tumba anticipada. Ese destino se libró para mí por el dadivoso azar y desde aquella lejana vez de mi adolescencia el tiempo ha transcurrido con igual fortuna extendiéndome los días en miles de ellos apartando mi propio fin y en su lugar ha tenido el desvarío de mostrarme el de muchos otros.

   Mientras tanto la idea de morir no ha pasado de ser una inquisición. De si vendrá con los ojos fieros frente al estremecimiento de la sábana que me cobija o será más bien como el filo de una espada reencontrándose con el aire una vez que habrá atravesado mi cuerpo. Intrigado por la apariencia de ese porvenir me empeño en reconocerlo: el suspenso con que se equilibran las macetas en lo alto de las cornisas, el silbo de una bala perdida tronando donde alguna vez pasé, las furtivas patas que enhebran una telaraña en el rincón.

   De pequeño pensé que la muerte era quedarse atrapado en un cajón de un mueble con una pequeña puerta que teníamos en casa y en la cual suponíamos ingenuamente que murió mi hermanito mayor. Ahora me sobresalta más la muerte de mis compañeros de promoción, tan jóvenes o tan viejos como yo, porque entonces me pregunto qué ventura me sustrajo de ese destino o si en el próximo obituario colectivo será mi nombre el que sea acompañado de frases apesadumbradas. Los años han transcurrido arrumando cadáveres y no obstante todo la pila de ese holocausto de gente a la que conocí, de las moscas posándose sobre la derrota de sus párpados, la mano se posa incierta en mi vientre en vez de enjugar las lágrimas.

   Detrás de una mascarilla de nebulización, con el vapor del medicamento destilándose fuera como si se tratara de un viaje nuboso a un lugar indecible, he refrenado en mi pecho más de un ahogo por un ataque de asma. Sé lo que es dilatar el aliento en vano. Sé lo que es querer respirar y que el aire te responda con un puñado de su miseria. Si la muerte tiene ese rostro para mí habrá de ser cruel desde luego pero también vendrá sin el acertijo que la precede y eso apaciguará en algo el trance de ese instante impostergable o tal vez lo acreciente puesto que puede que recuerde entonces lo cobarde que fui detrás de la mascarilla y su vaho empañándose delante de los ojos me hará creer ridículo que alcanzo otra realidad más allá de la farsa de la medicina diluida. Y morirá conmigo entonces mi agnosticismo, precisamente el día que solo yo tenía que morir.

Entretanto nada me asegura que este día será el último. Nada me impide anhelar igualmente la mañana que vendrá. Esta noche dormitaré de nuevo esa incertidumbre y al despertar, si acaso despierto, la luz impuesta entre los ojos me traerá la certeza de que al menos esa inquietante duda solo se habrá aplazado brevemente una vez más.

sábado, 20 de octubre de 2018

LA MANO QUE ENTORPECE EL TABLERO


Y pensar que solía verlo del otro lado del tablero bicolor detrás de esas piezas cuyos movimientos dejaban entrever su voluntad. Éramos apenas unos escolares, lo sé, pero recuerdo bien su figura gruesa acercarse hasta el lugar decisivo de aquellas batallas simuladas, adueñarse del lugar con su silencio pensante y repetir el rito de dos mentes que se doblegan una a la otra en un juego de ajedrez. En esos enfrentamientos luego del final de las clases en el colegio estuvimos él y yo numerosas veces frente a frente separados apenas por el ancho de una mesa y la profundidad de nuestros pensamientos. La barbilla meditabunda, los ojos hundidos en las casillas blancas y en las negras, las manos tamborileando una duda, las ideas peregrinando en el rostro entre un gesto y el otro. Así de bien lo llegué a conocer.

Y pensar que me llamaba por mi nombre y yo por el suyo cuando en el salón de clases era común hacerlo por el apellido. Vino a visitarme a casa algunas veces y entonces un par de obsesionados ajedrecistas cesábamos por fin nuestro afán para recrearnos delante de una mesa de ping pong donde los rápidos reflejos ridiculizaban a los lerdos alfiles y temerosos monarcas. Se mofaba de mis raquetas que en realidad no eran las reglamentarias sino improvisadas por un carpintero y las llamaba remos entre risotadas. Cuando me tocó visitarlo en su casa presencié una escena dolorosa que él hubiera preferido evitar al asomarse hasta nosotros alguien que incapaz de articular palabras vociferaba sonidos incomprensibles con una mirada extraviada impropia de una persona inteligente, y al verlo de inmediato mi amigo le ordenó meterse de regreso sin mencionar para nada quién era, pudor que yo compartí al no preguntarle jamás de nada al respecto. Y fue con la complicidad suya que exploré el sexo desenfadado que retrataba la pornografía, discretamente disimulada en nuestros libros de colegio y a la cual nos referíamos con verdadero cinismo como "la didáctica".

Ahora, transcurridas casi tres décadas desde nuestra tenaz última partida de ajedrez, la vida me puso de nuevo frente a este viejo amigo pero esta vez no en las emboscadas de la mente que cordialmente nos tendíamos sino en las redes de una historia sórdida y real. El consabido tablero que tanto nos unió dio paso a otro rectángulo, la oscilante pantalla de la computadora que reproducía un vídeo. Oí su nombre en una voz femenina ataviada de una toga de magistrado. Era él sin duda. La misma forma de acicalarse la frente con el índice, la lengua dejándose ver fuera de la boca en una pausa. Siguió la instrucción de esa voz imperativa para colocarse en un estrado presidido de un bosque de banderas. Se trataba de la Corte Interamericana de Derechos Humanos con sede en Costa Rica. El rostro que tantas veces había visto ensimismado detrás de un pretendido ejército ahora aparecía con resignado coraje captado por el ojo de una cámara ajena a los embustes.

Y rodó la pregunta hacia su él por el incierto destino de su padre desaparecido desde 1992. La respuesta pertenece a los predios del horror. Languideció debajo de la hoja de una motosierra que un delirante verdugo acercó a su cuerpo para seccionarlo en pedazos mientras aún podía sentir cómo su propio cuerpo era separado en trozos que fueron después arrojados al mar. Cada parte suya en su propia deriva por las aguas llevó consigo el abatimiento de la brutal tortura, sumergiéndose para siempre en irreconocibles pedazos aquella humanidad que ahora su hijo en el tribunal internacional, delante de aquellas solemnes banderas de cada país de Latinoamérica intentaba reivindicar con sed de justicia.

En su testimonio contó que además de su padre había perdido también a su abogado porque mi propio amigo estuvo preso cuando ocurrió la macabra desaparición. Cumplió ocho años de prisión ni bien había cumplido la mayoría de edad. Y estando detenido sobrevino una masacre de presos tras un amotinamiento. Sobrevivió al baño de sangre y tuvo que sobrellevar las condiciones carcelarias en condiciones más extremas que según narró incluyeron vejaciones y visitas restringidas. El consuelo que recibía de su madre fue entonces reducido a unas pocas veces y su nombre debió ser evocado en un inútil eco sin respuesta.

Me pregunto ahora si detrás de los fríos barrotes que limitaban su libertad, si en la noche impenitente o en el tedio del día, en ese cóncavo agujero donde fue a parar le habrá llegado como respuesta a una de sus muchas súplicas el recuerdo de nuestras partidas de ajedrez. Si fue acaso como un minúsculo peón que en la larga travesía llegó a su destino por fin convertido en todo aquello que quiso ser. Si se sujetó con fuerza de las crines de los caballos y dio el magnífico salto más allá de los muros que aprisionaban su imaginación. Si fue el rey que tendido a lo largo expresa así su abandono o no se rindió a su desdicha y porfió hasta el último polvoriento de sus pasos. Si halló la evasiva respuesta como en aquellas jugadas escondidas que en su momento me hicieron fruncir el ceño y mirarlo a él absorto como se mira a un prestidigitador que acaba de acomodarse suspicaz el sombrero.

En la tortuosa partida de la vida que aún nos falta, sea con la ventaja de quien da el primer movimiento o aguarda con impaciencia su turno, de ajedrecista a otro ajedrecista, espero afectuosamente que allí donde esté mi viejo amigo sea el que decida ahora su destino y no otra tortuosa mano que ha movido por él su lugar por el mundo.

miércoles, 3 de octubre de 2018

LAS LUCES NO SE ENCIENDEN PARA FRANKLIN Segunda parte




   Unos vacilantes pasos de frente y descubre los dos peldaños de esa pequeña altura. Interroga el aire con su mano extendida y le es devuelta la hoja impar de una reja abierta. Cuando la otra mano se interrumpe con la siguiente mitad de esa hoja de metal sabe que de la oscuridad le han sido concedidos de nuevo el largo y ancho de la entrada que custodia. El prodigio se obra bajo un cielo despejado y claro. Pero vana es la luz a quien tiene negado verla.

   Erguido en el umbral Franklin luce su breve triunfo. Se hace breve porque cuando  desciende esas mismas dos gradas y ha girado el cuerpo en los devaneos de una cuita habrá extraviado esa obvia geometría que lo retará una vez más. El incesante ingreso de los comensales en ese establecimiento, la naturalidad con que deshacen el estorbo de esas gradas y traspasan la reja sin roce alguno terminan trivializando el logro de ese hombre ciego atrapado en un capullo de sombras perpetuas. Un capullo que nunca se rasga sino tan solo se dilata según la distancia del paso que da o de la búsqueda más allá del dedo más lejano de su mano incierta.

   Detiene de pronto su marcha un vehículo muy junto y perspicaz Franklin enumera la cantidad de veces que oye abrirse sus puertas. Entonces repite ceremonioso el saludo otras tantas veces. En realidad saluda el rastro de las pisadas que se han sobrepuesto al silencio delante de él. Su mente le ha confiado existencia propia a ese sigilo arrastrándose con todo su enigma. Son como monedas de un ferviente pozo de los deseos que él arroja minúsculo con la esperanza de que le sea devuelto un vestigio de la realidad que le es mezquina. Muchas veces lo saludan e incluso lo reconocen y llaman por su nombre. Pero otras veces la esperanza naufraga en una interrogante pues ninguna voz resuena más allá del silencio. Y entonces aquella presencia dada por cierta debe ser apuñalada en sus pensamientos como a un bulto deforme, o tal vez la mantenga rumiando unos instantes para armar con ella un irreconocible muñeco con sus vastas especulaciones.

   Franklin acecha desde la oscuridad el peligro que se cierne sobre los vehículos que tiene a su cuidado en esa esquina mientras sus dueños disfrutan del calor de una comida. Les dirige una mirada inútil. Podrían desaparecer frente a él si un acto de superchería los desvaneciera en un parpadeo y a pesar de eso seguiría creyendo ser el celoso guardián de un absurdo espacio vacío. En sus ojos sin luz pues agoniza el furor de todo cuanto pasa. Pero Franklin es el gato en la penumbra. Amigo de los postes, con los muros como prolongación de su espalda, sabio de cada hendidura y desnivel del suelo, ha extendido ya los hilos de una madeja que solo él comprende en su mundo perpetuamente ennegrecido y de algún modo sabe qué extremo se sacude fuera de su control. Los vehículos tienen así un insólito gendarme que ni aún sospecha el color con que la gente los nombra pero igual los contempla con el obstinado silencio de las piedras.

   Y cuando por fin el vehículo rompe su inercia y sus ocupantes se alistan a partir se acerca minucioso a la ventanilla con la fe en las rodillas de no golpearse. No tiene forma de saber si el brazo asomándose fuera del auto es un movimiento ocioso o si porta la moneda que lo reconfortará. Vidente y no vidente se encuentran en un pequeño drama de vocales inconclusas. El no vidente le entrega elocuente su presencia. Algo de escabroso, imperfecto, en ese intento tensa el entrecejo del vidente. Su pregunta se detiene en el último momento cuando descubre la mancha en la mirada del otro. Las manos que habían estado desiguales entonces, incomprensible una de la otra ahora, se acercan y coinciden en un instante confuso que tiene también de culpa y de piedad. La moneda gira entre las palmas. Y mientras una mano va a sujetar con certeza el volante la otra deambula en el aire zigzagueando el puñado de sus dudas.

   No hay reloj para ese impenitente de las sombras. La noche nunca cae para alguien que vive en una que es ancha y eterna. De regreso a casa las luces de aquel letrero luminoso le alcanzarán en vano. De regreso a casa el bastón indeciso es una recta súplica empequeñecida bajo los cielos. De regreso a casa la avenida es un acertijo donde él se abandona. De regreso a casa la ciudad es ese misterio que solo va postergando a medida que avanza. De regreso a casa la vida solo es un eco que se deforma en un murmullo. Reclinando la fatiga en una almohada de su habitación solitaria puede que esta vez Franklin tenga un delicioso sueño a colores.