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miércoles, 3 de octubre de 2018

LAS LUCES NO SE ENCIENDEN PARA FRANKLIN Segunda parte




   Unos vacilantes pasos de frente y descubre los dos peldaños de esa pequeña altura. Interroga el aire con su mano extendida y le es devuelta la hoja impar de una reja abierta. Cuando la otra mano se interrumpe con la siguiente mitad de esa hoja de metal sabe que de la oscuridad le han sido concedidos de nuevo el largo y ancho de la entrada que custodia. El prodigio se obra bajo un cielo despejado y claro. Pero vana es la luz a quien tiene negado verla.

   Erguido en el umbral Franklin luce su breve triunfo. Se hace breve porque cuando  desciende esas mismas dos gradas y ha girado el cuerpo en los devaneos de una cuita habrá extraviado esa obvia geometría que lo retará una vez más. El incesante ingreso de los comensales en ese establecimiento, la naturalidad con que deshacen el estorbo de esas gradas y traspasan la reja sin roce alguno terminan trivializando el logro de ese hombre ciego atrapado en un capullo de sombras perpetuas. Un capullo que nunca se rasga sino tan solo se dilata según la distancia del paso que da o de la búsqueda más allá del dedo más lejano de su mano incierta.

   Detiene de pronto su marcha un vehículo muy junto y perspicaz Franklin enumera la cantidad de veces que oye abrirse sus puertas. Entonces repite ceremonioso el saludo otras tantas veces. En realidad saluda el rastro de las pisadas que se han sobrepuesto al silencio delante de él. Su mente le ha confiado existencia propia a ese sigilo arrastrándose con todo su enigma. Son como monedas de un ferviente pozo de los deseos que él arroja minúsculo con la esperanza de que le sea devuelto un vestigio de la realidad que le es mezquina. Muchas veces lo saludan e incluso lo reconocen y llaman por su nombre. Pero otras veces la esperanza naufraga en una interrogante pues ninguna voz resuena más allá del silencio. Y entonces aquella presencia dada por cierta debe ser apuñalada en sus pensamientos como a un bulto deforme, o tal vez la mantenga rumiando unos instantes para armar con ella un irreconocible muñeco con sus vastas especulaciones.

   Franklin acecha desde la oscuridad el peligro que se cierne sobre los vehículos que tiene a su cuidado en esa esquina mientras sus dueños disfrutan del calor de una comida. Les dirige una mirada inútil. Podrían desaparecer frente a él si un acto de superchería los desvaneciera en un parpadeo y a pesar de eso seguiría creyendo ser el celoso guardián de un absurdo espacio vacío. En sus ojos sin luz pues agoniza el furor de todo cuanto pasa. Pero Franklin es el gato en la penumbra. Amigo de los postes, con los muros como prolongación de su espalda, sabio de cada hendidura y desnivel del suelo, ha extendido ya los hilos de una madeja que solo él comprende en su mundo perpetuamente ennegrecido y de algún modo sabe qué extremo se sacude fuera de su control. Los vehículos tienen así un insólito gendarme que ni aún sospecha el color con que la gente los nombra pero igual los contempla con el obstinado silencio de las piedras.

   Y cuando por fin el vehículo rompe su inercia y sus ocupantes se alistan a partir se acerca minucioso a la ventanilla con la fe en las rodillas de no golpearse. No tiene forma de saber si el brazo asomándose fuera del auto es un movimiento ocioso o si porta la moneda que lo reconfortará. Vidente y no vidente se encuentran en un pequeño drama de vocales inconclusas. El no vidente le entrega elocuente su presencia. Algo de escabroso, imperfecto, en ese intento tensa el entrecejo del vidente. Su pregunta se detiene en el último momento cuando descubre la mancha en la mirada del otro. Las manos que habían estado desiguales entonces, incomprensible una de la otra ahora, se acercan y coinciden en un instante confuso que tiene también de culpa y de piedad. La moneda gira entre las palmas. Y mientras una mano va a sujetar con certeza el volante la otra deambula en el aire zigzagueando el puñado de sus dudas.

   No hay reloj para ese impenitente de las sombras. La noche nunca cae para alguien que vive en una que es ancha y eterna. De regreso a casa las luces de aquel letrero luminoso le alcanzarán en vano. De regreso a casa el bastón indeciso es una recta súplica empequeñecida bajo los cielos. De regreso a casa la avenida es un acertijo donde él se abandona. De regreso a casa la ciudad es ese misterio que solo va postergando a medida que avanza. De regreso a casa la vida solo es un eco que se deforma en un murmullo. Reclinando la fatiga en una almohada de su habitación solitaria puede que esta vez Franklin tenga un delicioso sueño a colores.  

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