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sábado, 20 de octubre de 2018

LA MANO QUE ENTORPECE EL TABLERO


Y pensar que solía verlo del otro lado del tablero bicolor detrás de esas piezas cuyos movimientos dejaban entrever su voluntad. Éramos apenas unos escolares, lo sé, pero recuerdo bien su figura gruesa acercarse hasta el lugar decisivo de aquellas batallas simuladas, adueñarse del lugar con su silencio pensante y repetir el rito de dos mentes que se doblegan una a la otra en un juego de ajedrez. En esos enfrentamientos luego del final de las clases en el colegio estuvimos él y yo numerosas veces frente a frente separados apenas por el ancho de una mesa y la profundidad de nuestros pensamientos. La barbilla meditabunda, los ojos hundidos en las casillas blancas y en las negras, las manos tamborileando una duda, las ideas peregrinando en el rostro entre un gesto y el otro. Así de bien lo llegué a conocer.

Y pensar que me llamaba por mi nombre y yo por el suyo cuando en el salón de clases era común hacerlo por el apellido. Vino a visitarme a casa algunas veces y entonces un par de obsesionados ajedrecistas cesábamos por fin nuestro afán para recrearnos delante de una mesa de ping pong donde los rápidos reflejos ridiculizaban a los lerdos alfiles y temerosos monarcas. Se mofaba de mis raquetas que en realidad no eran las reglamentarias sino improvisadas por un carpintero y las llamaba remos entre risotadas. Cuando me tocó visitarlo en su casa presencié una escena dolorosa que él hubiera preferido evitar al asomarse hasta nosotros alguien que incapaz de articular palabras vociferaba sonidos incomprensibles con una mirada extraviada impropia de una persona inteligente, y al verlo de inmediato mi amigo le ordenó meterse de regreso sin mencionar para nada quién era, pudor que yo compartí al no preguntarle jamás de nada al respecto. Y fue con la complicidad suya que exploré el sexo desenfadado que retrataba la pornografía, discretamente disimulada en nuestros libros de colegio y a la cual nos referíamos con verdadero cinismo como "la didáctica".

Ahora, transcurridas casi tres décadas desde nuestra tenaz última partida de ajedrez, la vida me puso de nuevo frente a este viejo amigo pero esta vez no en las emboscadas de la mente que cordialmente nos tendíamos sino en las redes de una historia sórdida y real. El consabido tablero que tanto nos unió dio paso a otro rectángulo, la oscilante pantalla de la computadora que reproducía un vídeo. Oí su nombre en una voz femenina ataviada de una toga de magistrado. Era él sin duda. La misma forma de acicalarse la frente con el índice, la lengua dejándose ver fuera de la boca en una pausa. Siguió la instrucción de esa voz imperativa para colocarse en un estrado presidido de un bosque de banderas. Se trataba de la Corte Interamericana de Derechos Humanos con sede en Costa Rica. El rostro que tantas veces había visto ensimismado detrás de un pretendido ejército ahora aparecía con resignado coraje captado por el ojo de una cámara ajena a los embustes.

Y rodó la pregunta hacia su él por el incierto destino de su padre desaparecido desde 1992. La respuesta pertenece a los predios del horror. Languideció debajo de la hoja de una motosierra que un delirante verdugo acercó a su cuerpo para seccionarlo en pedazos mientras aún podía sentir cómo su propio cuerpo era separado en trozos que fueron después arrojados al mar. Cada parte suya en su propia deriva por las aguas llevó consigo el abatimiento de la brutal tortura, sumergiéndose para siempre en irreconocibles pedazos aquella humanidad que ahora su hijo en el tribunal internacional, delante de aquellas solemnes banderas de cada país de Latinoamérica intentaba reivindicar con sed de justicia.

En su testimonio contó que además de su padre había perdido también a su abogado porque mi propio amigo estuvo preso cuando ocurrió la macabra desaparición. Cumplió ocho años de prisión ni bien había cumplido la mayoría de edad. Y estando detenido sobrevino una masacre de presos tras un amotinamiento. Sobrevivió al baño de sangre y tuvo que sobrellevar las condiciones carcelarias en condiciones más extremas que según narró incluyeron vejaciones y visitas restringidas. El consuelo que recibía de su madre fue entonces reducido a unas pocas veces y su nombre debió ser evocado en un inútil eco sin respuesta.

Me pregunto ahora si detrás de los fríos barrotes que limitaban su libertad, si en la noche impenitente o en el tedio del día, en ese cóncavo agujero donde fue a parar le habrá llegado como respuesta a una de sus muchas súplicas el recuerdo de nuestras partidas de ajedrez. Si fue acaso como un minúsculo peón que en la larga travesía llegó a su destino por fin convertido en todo aquello que quiso ser. Si se sujetó con fuerza de las crines de los caballos y dio el magnífico salto más allá de los muros que aprisionaban su imaginación. Si fue el rey que tendido a lo largo expresa así su abandono o no se rindió a su desdicha y porfió hasta el último polvoriento de sus pasos. Si halló la evasiva respuesta como en aquellas jugadas escondidas que en su momento me hicieron fruncir el ceño y mirarlo a él absorto como se mira a un prestidigitador que acaba de acomodarse suspicaz el sombrero.

En la tortuosa partida de la vida que aún nos falta, sea con la ventaja de quien da el primer movimiento o aguarda con impaciencia su turno, de ajedrecista a otro ajedrecista, espero afectuosamente que allí donde esté mi viejo amigo sea el que decida ahora su destino y no otra tortuosa mano que ha movido por él su lugar por el mundo.

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