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jueves, 29 de abril de 2021

La Fundación

¿Qué hace a un barrio ser lo que es? Supongo que estoy capacitado para responder bien a esa pregunta. Vivo en uno que se acababa de fundar cuando tenía t res años y ahora mismo, más de cuarenta años después, si me asomo a la ventana veo el mismo parque y las mismas casas de toda la vida. Y si el tiempo se encapricha lo suficiente, a lo lejos en el horizonte alcanzo a distinguir lo que la neblina, el vaho y la distancia normalmente no me lo permiten: el mar del Callao y ese par de islas huérfanas de la tierra firme que de pronto surgen bajo un sol radiante que como una lámpara furtiva las redime de su ausencia casi perpetua del paisaje. Pero para papá y para muchos de sus compañeros de la Federación de Empleados Bancarios, aquel glorioso primero de mayo de 1976, en un viaje inverso que los alejaba del Callao, iban a terminar de descubrir aquello que no necesitaría de ninguna lámpara furtiva para hacerse realidad concreta detrás del asombro de sus manos enternecidas: las paredes y los muros de sus flamantes hogares propios en el naciente barrio del Parque de los Bancarios. 

Que nadie subestime a esas cajas apiladas con descuido en un rincón. En una de esas cajas se decidió que yo viviera a la espalda de un parque, centro de todos los juegos, y estuve obligado a buscar a mis amigos en lugar de ser buscado por ellos, y por culpa de una de esas cajas me he pasado la vida caminando al menos un par de cuadras de ida y otras dos de vuelta para llegar a la tienda más cercana en vez de cruzar solo una pista. Y es que una de esas cajas modestas y quizá maltrechas fue usada como el ánfora donde unos papelitos prolongaron en cada doblez suyo el suspenso de establecer en qué lote le correspondería vivir a cada uno de esos ochenta fundadores de nuestro barrio. Un leve giro en la muñeca de papá delante de esa caja decisiva y todo habría sido tan distinto a tener que vivir en un pasaje con nombre de marinero, y ahora mismo tal vez podría contar genuinamente cómo una palmera que se derrumba trae abajo parte del muro de una casa en lugar de solo imaginarlo en el relato de mis vecinos que sí presenciaron el prodigio de la naturaleza imponiéndose fortuita sobre la frágil voluntad de la gente. 

Mala fortuna o no en esos extraños designios, lo cierto es que papá recibió esta misma casa donde escribo esto a salvo por el momento de terremotos y de palmeras que sucumben a la gravedad. Y como he dicho si me asomo a la ventana puedo ver el mismo parque y las mismas casas de siempre pero ese primero de mayo del 76 papá se asomó a una ventana donde todo lo que yo conozco aún estaba por ocurrir. Todo estaba  por inventarse en nuestras vidas, por ser revelado con la urgencia con la que ocurren las cosas delante de nosotros, por ser deformado en un recuerdo poco fiel, por ser olvidado sin remedio. Ni tan siquiera había llegado a su bolsillo la primera moneda que el señor Neptalí desapareció entre sus manos e hizo reaparecer detrás de la oreja de uno de nosotros porque aún no era gastada en aquella tienda donde la moneda precursora fuera puesta camino a su breve mágico destino. Hubo de ser una copa empuñada por todo lo alto en un majestuoso brindis durante las celebraciones de la entrega de las llaves a sus propietarios, la que despertó de su largo letargo polvoriento a esta parte de la ciudad que hasta entonces había permanecido bajo el eterno tedio del sol y de las estrellas.

Atrás habían quedado los sobresaltos de esos ochenta expedicionarios en la búsqueda del terreno sobre qué cimentar el sueño de la casa propia. Desde 1970 fatigaron diversas zonas del Callao donde la ausencia del cemento aún hacía válida la palabra rústico para enfatizar lo que el índice señalaba a la distancia sin que se encuentre mayor obstáculo en el camino. Y hasta un establo de vacas cerca a la paz irremediable de un cementerio fue concebido sin sus mansos cuadrúpedos y sin su fecunda leche en las deliberaciones de quienes creían posible reconvertirlo en la urbanización que pretendían hacer suya. Pero los bovinos derrotaron a esa tropa decidida de empleados bancarios sin mayor esfuerzo que sus apacibles mugidos y persistieron en su rumiante existencia mientras el sueño inmobiliario tuvo que postergarse de manera ciertamente poco digna. 

Así transcurrió la afanosa búsqueda hasta que la suerte dio tregua a papá y a sus compañeros liderados por el siempre discreto señor José Ludeña cuando una expropiación a la sexta etapa de la Hacienda Maranga les reservó el terreno que tanto les había sido esquivo. Desde un inicio solo tuvieron cabida suficiente para cincuenta familias pero las treinta que faltaban se completaron con un juego de influencias resuelto detrás de un escritorio poderoso que evitó la escisión del grupo en poseedores y desposeídos. Con los ochenta lotes ya por fin asignados se empezó el largo proceso de dar forma a lo que serían nuestras casas, interrumpido por la constante falta de materiales  como ocurrió con el entarimado de maderas finas llamado parqué que se adhería al suelo con una capa de infernal brea hirviente y que el vecino Jorge Díaz hubo de traer sobre las cóncavas espaldas de un par de camiones en un viaje remoto a la selva. Definitivamente cuando era niño y mis soldados se apostaban en una batalla invadiendo todo ese parqué sobre el que morían y volvían a nacer, no hubieran necesitado una misión tan a la medida de su espíritu aventurero que replicar el tortuoso traslado de aquello que estaba exactamente debajo de sus ametralladoras y espadas.

La cooperativa que se organizó para financiar el levantamiento de mi casa y la de mis vecinos más próximos era la Cooperativa de Vivienda Limitada Número 501. Quiere decir que en alguna parte otras quinientas cooperativas se pusieron en marcha para dar techo a sus agremiados. Y no digo nada de las que vinieran después. Este destino compartido por muchos convierte a la historia de la fundación del barrio donde crecí de pretendidamente singular a una simple historia común. Se trata de solo tres manzanas de viviendas petrificadas en el azar de mirar por siempre al parque o dar la espalda a él. A cualquiera le tomaría unos cinco minutos pasar por enfrente de cada una de esas casas y en su inerte recorrido no encontraría algo más interesante que una palmera gigante de hojas envejecidas cuyo grueso y espinoso tallo lleva impregnada la profecía de hacia dónde caerá. Para descubrir aquello que lo convierte en verdad en único tendría que regresar a la pregunta inicial con que inicié este relato: qué hace entonces a un barrio ser lo qué es. 

Creo que la respuesta más exacta consiste en aquella que define al barrio como ese lugar donde siempre se está o donde siempre se quiere estar. Es lo que hicieron los ochenta fundadores del Parque de los Bancarios. Emprendieron juntos el caro propósito de encontrar el lugar dónde vivir. Dónde despertarse con pereza por las mañanas. Dónde dejar fuera el peligro una vez cerrada la puerta tras de ellos. Dónde los persiga la felicidad a sus hijos. Y en su afanosa búsqueda eligieron este preciso lugar y no otro. Estas tres manzanas alrededor de un pequeño romance verde que danza con el viento en el rumor de las hojas de sus arbustos, pero que como la vida también sabe de enojos y hace caer con estropicios una de sus palmeras sobre un muro o es incierto también como la vida misma en la forma de otra palmera desmesurada que bamboleándose desliza desde lo alto su propia sinuosa interrogante.

Los fundadores hicieron suyo este lugar, se lo arrebataron al eterno tedio del sol y las estrellas, inventaron la  sombra donde jamás hubo sombra, y luego sus calles recién asfaltadas los condujeron a destinos breves de donde volvían con una tibia promesa de alimento al fondo de una bolsa de tela o a otros más lejanos como cuando el trabajo les apremiaba llegar a tiempo, o a otros destinos más inhóspitos para la memoria, pero al final esas mismas calles de innoble gris los traían de regreso a casa, al dulce hogar, donde los suyos, un buen sillón y el parpadeo del televisor filtrándose por el resquicio de una puerta en medio del arrullo de la oscuridad les daban la vaga certeza que alguna vez aquí les alcanzaría la muerte pero que no habría mejor sitio dónde aguardarla mientras viene por ti. 

Transcurridos ya cuarentaicinco años desde su fundación el Parque de los Bancarios persiste en ser ese lugar donde siempre se está o donde se quiere estar para aquellos fundadores que aún siguen entre nosotros y para sus descendientes. Que a otros les seduzca lo nuevo por conocer, que otros contemplen la puesta de sol inaudita, que los eclipses los sepulten en su unánime sombra, que en ese remoto acantilado dejen la huella que nadie más dejó. Yo que he estuve aquí desde los orígenes del barrio, que me hice grande como sus casas y he envejecido a la par de la herrumbre acumulada en el hierro de puertas y ventanas, de cada una de sus púas erizadas en las cornisas contra los intrusos, prefiero que mi destino sea como esas monedas del recordado señor Neptalí que aunque parezcan haberse ido reaparecen donde estuvieron siempre.

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Este relato ha sido posible gracias al testimonio del señor José Ludeña Chávez, abanderado del Parque de los Bancarios y gran amigo de papá.


viernes, 23 de abril de 2021

El héroe de la noche


Puede que haya habido hostilidad en la mirada que nos dimos o puede que solo indiferencia. El intercambio se repitió seguramente tantas veces como ingresé a esa sala de lectura en el antiguo local de la Biblioteca Nacional. Él me miraría con severidad y yo le devolvería una mirada culposa primero y de reproche después. O quizá solo lo ignoraba al pasar hacia la sala que se alargaba como un profundo pensamiento hasta completar el vasto rectángulo que la definía. Delante de los profusos anaqueles de libros, con los brazos juntos sobre el pecho casi siempre iba y repetía una vez tras otra su mirada celadora hacia nosotros sentados en reverencia ante el libro consultado como si su propósito fuera ignorar deliberadamente todo ese vértigo de conocimiento mientras solo le alcanzaban las sospechas de lo que leíamos en un concurrido silencio. Luego, de repente un día comprobé sin casi advertirlo que había ingresado impune a esa sala de lectura sin que aquella mirada me sobresalte hasta que la olvidé para siempre en alguna línea seductora de un libro incierto. 

Varios años después a las afueras de ese mismo antiguo local de la Biblioteca Nacional que yo abandonaba, de entre ese bulto de formas que es la muchedumbre destacó para mí el paso indeciso de un bastón metálico que rebotaba breve sobre la vereda y de nuevo se sumergía en ella para lanzarle otra interrogante de hacia dónde proseguir. Era una duda la que iba abriéndose paso por entre los caminantes y en dirección hacia los peldaños de piedra que conducían a la puerta lateral de la biblioteca desmesuradamente alta como una caverna. El azar nos conducía circunstancialmente hacia la misma dirección y pude ir descubriendo sucesivamente el golpeteo del bastón, su empuñadura, el brazo que se dejaba guiar por él, la expectativa contenida en ese hombre de baja estatura, sus lentes impenetrables. Cuando aquel ciego pasó muy cerca a mí supe que esa vaga intuición mía inicial terminó por confirmarse: el de la mirada celadora y a veces hostil en la sala de lectura y ese ciego que ya entraba a la biblioteca ingrávido por la ayuda de alguien eran la misma persona.

Comprobar que quien era celador de libros de la biblioteca que yo frecuentaba regresaba a ella ciego, ciego y empecinado fue la experiencia más conmovedora que tuve en mi historia de lector. Rigoberto Camargo Alfaro* custodiaba la integridad de los libros en las salas de lectura del antiguo local de la Biblioteca Nacional en la avenida Abancay hasta que un desdichado día de 1992 fue obligado a que solo se le revelaran las cosas por obra de sus manos inquisitivas. Otros perdieron la vida en ese atentado de coche bomba; a él las esquirlas lo sentenciaron a una vida de oscuridad e incertidumbre perpetuas. Esa misma incertidumbre que yo mismo presencié cuando lo vi llegar detrás de su bastón lleno de dudas, cuando una mano amiga lo rescató del trance de esas gradas de piedra en el ingreso a la biblioteca y traspuso su puerta desmesurada mientras en la calle dejaba atrás mi solitario metro cuadrado de incredulidad. ¿Qué haría una mirada severa desde las sombras?

Durante una visita posterior a la biblioteca otra feliz coincidencia me hizo recobrar el sentido de su historia: Esta vez lo pude ver andando  en uno de los patios pero ya con más garbo al caminar detrás del bastón y además vistiendo el guardapolvos de color caqui de bibliotecario camino a una de las salas de lectura del primer piso del edificio. En una suerte de amistoso desquite que me ofrendaba la vida me tocó a mí seguir cada uno de sus pasos como en otro tiempo él hizo con los míos desde su antigua condición de celador. El hombre de la mirada siempre alerta ignoraba ahora todo aquello que no tuviera el largo de su bastón. Fue ajeno al arco de agua que hizo la pileta cuando pasó junto a ella, a la sombra que lo engulló al llegar sin sobresaltos al área techada de sucesivas columnas, y ajeno a este viejo conocido suyo que brevemente le clavó un enternecido acecho antes de su ingreso a una sala repleta de libros y de silencio. Y desde esa silenciosa oscuridad se reconciliaba de algún modo íntimo y discreto con los libros que tanto había ignorado.

Tal fue mi reencuentro insólito con este hombre celador de libros de mirada hostil o de simple indiferencia que daba la espalda a los anaqueles de libros lejos del vértigo de su conocimiento y al que solo le alcanzaban las sospechas de las páginas que leíamos. Dramáticamente se hizo una noche perpetua para él y en verdad las sospechas de los libros que le alcanzaban solo se le han prolongado delante de la impotencia de sus ojos sin luz, pero Rigoberto Camargo empinó las dificultades sobre esas minúsculas cumbres que son el relieve de puntos del sistema braille, se hizo bibliotecario donde antes fue solo celador y se dio a la ardua tarea de transcribir en su máquina hacedora de prodigios aquellas páginas de otros tantos libros que ya son una áspera aunque reveladora realidad concreta en la sensible y anhelante búsqueda de los dedos de otros invidentes como él. 

Y yo solamente ahora puedo pensar que si la guerra tiene sus héroes, la noche ha de tener los suyos. 

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Rigoberto Camargo Alfaro perdió súbitamente la vista a las diez de la noche del 6 de setiembre de 1992 como resultado de un atentado terrorista con coche bomba en el cruce de la avenida Argentina con Nicolás Dueñas en Lima. Puede consultar más de su historia en el siguiente enlace:

https://andina.pe/agencia/noticia-servidor-publico-invidente-biblioteca-convierte-libros-y-revistas-al-sistema-braille-612059.aspx


martes, 13 de abril de 2021

LA SILLA VACÍA DEL SEÑOR RAÚL*


   ¿Puede un niño ser amigo de un señor mayor? Si me lo pregunto ahora que los niños que conozco me tratan con ese ajeno usted y solo puedo fijarme en el barro estropeando sus ropas donde ellos ven diversión, diría obviamente que no. Pero eso solo significaría ser ingrato al recuerdo de mi propia historia con el señor Raúl. 

   Una reja pequeña encajada en un muro casi igual de breve era todo lo que me separaba de la casa del señor Raúl del parque de mi infancia que daba justo al frente. Desde afuera era fácil que uno mismo liberara el seguro de esa reja pero esta hospitalidad suya para con los extraños resultaba engañosa pues emitía un chillido audible desde cualquier lado del parque y con ello en mis oídos de niño pequeño se hacía pública la traición de abandonar el lugar donde todos queríamos estar. De ahí es que desde la reja hasta la cornisa adyacente a la puerta de la casa lo hiciera tan rápido como pudiera para no ser señalado por el índice acusador de alguno de mis amigos y entonces con mi pequeña humanidad culposamente oculta aguardaba a que alguien del interior de la casa me liberara de ese trance inaudito: dejar atrás la alfombra verde del parque donde el cuerpo se derrumbaba hasta la fatiga y procurar cambiarla discretamente por ese silencio acumulado tras aquellas paredes que presenciaban impávidas nuestros juegos infantiles.

   El señor Raúl tenía su propio drama para acudir a la amistosa cita de su pequeño amigo. Su silla de ruedas debía completar un breve circuito que consistía en doblegar el reposo de esas otras sillas que no eran para él en la mesa donde yo lo esperaba y que alguien con idéntica coreografía a la de otros tantos días iba retirando hasta que por fin su propia silla de ruedas estuviera alineada frente a la mía. Y así, cada quien con su pequeño triunfo a cuestas, yo escabullándome de las correrías de la infancia y él rescatándose de la quietud de su silla, nuestras edades tan dispares se reconciliaban delante de un tablero de ajedrez. 

   ¿Aquello fue una amistad? Yo ahora mismo soy incapaz de decir algo relevante de él que no sea la predilección suya por alguna apertura, su forma de arrastrar las piezas con el revés de la palma en lugar de asirlas impedido como estaba de esta elemental maniobra así como de llevarse un vaso de agua a la boca, el modo cómo se entregaba a una profunda meditación debajo de esa gorra que siempre llevaba puesta, el ángulo abierto de uno de sus brazos detrás de uno de los brazos de la silla antes de incomodarme con alguno de sus alfiles o recordar esa manta que otro doblaba para él y que cubría sus piernas perpetuamente inmóviles. Pero lo cierto es que si alguien me retara a decir algo relevante de cualquiera de los amigos de entonces de mi edad tampoco podría enumerar más allá que un puñado de anécdotas y por tanto la pregunta de si aquello fue una amistad queda elocuentemente contestada. Sencillamente iba a su casa, llamaba a su puerta y sin ninguna justificación de por medio me sentaba a la mesa y lo veía venir de a pocos abriéndose paso entre sillas que nunca eran para él.

   Desde luego que aquello fue amistad y si no lo fue por qué ahora me reprocho el día de hace muchos años en que ese chillido de la reja que hacía pública esta pretendida traición a la alfombra verde que era el parque, de pronto se hizo más fuerte en mis oídos y decidí dejar de ir a su casa y nunca volví a verlo. Por qué si no ahora me crece la culpa de saber que en algún momento el tablero y todas sus piezas fueron a dar a una caja y allí en esa caja se quedaron ocultos nuestros pensamientos que animaron ese ejército blanco y ese ejército negro licenciados y que una espera envejeció en vano para devolverlos de su olvido. Si no fue amistad la que tuve en mi niñez con el señor Raúl, amistad entrañable y evocadora, por qué tendría que lamentar como lo hago ahora que ya no hay manta que cubra sus piernas perpetuamente inmóviles, que él ha dejado de ponerse la gorra de siempre, y que en algún lugar recóndito su silla de ruedas yace ahora vacía.

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El señor Raúl Castillo vivió en la última casa de la calle Cuathemoc  frente al Parque de los Bancarios en San Miguel.

La culpa (Una reflexión electoral)

En las campañas políticas el distanciamiento social se puede medir en centímetros en lugar de una distancia segura. 

Con la variante tan contagiosa desatada entre nosotros es un hecho que se ha producido contagios en la forma de mítines, caravanas y saludos.

En algún recóndito lugar el pecho se agita inútil de aquellos que se infectaron al participar en estas campañas o de quienes fueron contagiados por ellos. 

Ya cesó la lucha inútil de otros que se agitaban en los recónditos lugares y hoy son la silla vacía en una mesa desdichada o el cúmulo de por qués sin respuesta en los puños inconsolables de muchos de nosotros. 

Si es cierto que la distancia social en las campañas políticas fue irrespetada y que se produjeron cadenas de contagios que ahora se multiplican y se bifurcan, quiere decir entonces que el resultado práctico de aquellos que pierdan la elección será que no solamente no aportarán ninguna solución a este holocausto de bolsas negras, si no que habrán contribuido a elevar esa joroba de números cuya sombra se asoma por nuestras puertas y nuestras ventanas como el instante siguiente a una tarde que se fue.

Si es cierto que la distancia social en las campañas políticas fue irrespetada y que se produjeron cadenas de contagios que ahora se multiplican y se bifurcan, quiere decir entonces que el resultado práctico de aquel que gane la elección será que empezará a redimirnos de la muerte y el sufrimiento literalmente sobre una pila de cadáveres que empezó a amontonarse luego de abandonar esa plaza abarrotada, el patio efervescente, o al prójimo que recibió un extraño saludo que resultó una sentencia brevemente postergada. 

Si todo esto es cierto, y vaya que puede serlo, delante de la cédula y todas sus interrogantes, el día de la elección escogeremos mucho más que a nuestras autoridades. Con un dudosamente inofensivo acto detrás del bolígrafo daremos forma al destino de quienes arrastrarán una culpa por el resto de sus días y quién podrá, si acaso le es posible, comenzar a exorcizarla.