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domingo, 30 de septiembre de 2018

LAS LUCES NO SE ENCIENDEN PARA FRANKLIN

   Con el bastón indeciso, interrogando sus pasos, lo veo avanzar por la avenida. Las personas que caminaban detrás de él lo superan pronto acaso con la prisa de quien tiene delante alguien retrasando su andar. Me intriga la fe de sus pasos a pesar de todo dados con un garbo sinuoso pero sin sobresaltos. El extremo del bastón deslizándose sobre el suelo es como una criatura milagrosa de la que lleva sujeta por la cola y que intuye por él ese incompleto borde de las cosas hasta que la duda se hace incertidumbre cuando la larga acera termina en un aterrador vacío y entonces una mueca de alerta es todo con lo que cuenta para decidir si es seguro llegar del otro lado, sorteando el peligro en la forma de ruedas impregnadas de velocidad hasta llegar de nuevo a la siguiente acera donde la eterna duda lo siga precediendo y sea resuelta con otra geometría imperfecta u omitida con afortunado azar por el extremo del bastón.

   Mi voz lo ha sacado de su mundo de sombras. Lo he sobresaltado. Absurdo, olvidé la obviedad de que no tenía forma de saber de mi presencia. Su breve turbación se convierte pronto en una sonrisa. Me la ha lanzado girándose hacia mí en un ángulo impreciso que corrijo disolviendo la distancia que nos separa. No me ha tomado del brazo sino que soy yo quien le ha extendido el mío. En ese momento no lo pensé pero me doy cuenta ahora que era la forma de darme su confianza. Una confianza ciega se diría con impertinente redundancia. También en todo caso curiosidad disfrazada de noble gesto. Dio entonces un reposo a la fatiga de su bastón. Avanzamos hacia su destino. A medida que lo hacíamos fui entregándole migajas del mundo sensible. El plano inclinado de una rampa. Un letrero que concluía oblicuo. La izquierda o la derecha ahuecándose en libertad para nosotros. Y así le fui dilatando las paredes de su estrecha realidad que mide lo que mide el largo de su bastón. Salvo que todo aquello que le anticipaba se redujo a la miseria de lo episódico pues nada le dije del color del cielo bajo el que caminamos, ni del ocio de las ramas agitándose en los árboles soberbios, ni de los adornos del otro lado de una vitrina negados para sus ojos sin luz.

   Supe que se llamaba Franklin. Supe que trabajaba en la esquina de un chifa no muy lejos de ahí. “Yo lavo los autos del chifa” me dijo haciendo cóncavas las manos. “Yo los cuido”. La pausa que vino enseguida excavó un hoyo donde fue a parar la cruel paradoja que él mismo sentenció: “No sé cómo un ciego puede cuidar los autos…” Y desde luego de todos los hoyos del camino ese fue el más difícil que tuvimos que dejar atrás.

   Al llegar hasta donde nos dirigíamos una voz amiga nos alertó que habíamos inadvertido la puerta esencial. Retrocedimos y él se liberó de mi guía para extender los brazos en una súplica por una pronta respuesta. La superficie de un vidrio cesó su búsqueda pero también le entregó otra que fue a parar en el largo y en el ancho del muro de aquella puerta que sus manos recorrieron con familiaridad. Y Franklin se introdujo solo en esa habitación, internándose sin mi ayuda de nuevo a ese mundo de vagas sombras donde crepitan como ausentes la existencia de las cosas revelándosele solo por fragmentos debajo de los afanes de su piel.

   Tras aguardarlo afuera unos instantes hicimos luego el camino de regreso. Al pasar por cierto punto me contó que era amigo de ese vigilante y señaló la materia de un auto estacionado en lugar de una humanidad distinguible. Supongo que tuvo algo de gracia ese acto fallido. Pero un pudor hizo que no prosperara en risa. Después de todo, en aquella avenida bulliciosa hormigueada de criaturas con la perezosa certeza de saber hacia dónde iban, escrito el definitivo mensaje de los anuncios en busca de sus miradas efímeras, y con la naturaleza empeñándose en ramificarse para ser nombrada verde, lila o celeste, cuerpo a cuerpo al lado de ese hombre amigo de los postes y sabio de cada agujero del suelo por donde pasa su desdicha, yo solo podía sentir la culpa hiriéndome entre los ojos.

   Y mientras esta noche sin tropiezos me he dispuesto de todo lo que necesito para narrar esta experiencia, abrumado caigo en la cuenta de que en algún lugar Franklin auscultó entre varias otras la moneda que le di al despedirme para descifrar el valor del metal que enfriaba su mano dentro de una habitación silenciosa donde no hiciera falta encender ninguna luz.

jueves, 27 de septiembre de 2018

EL JUGUETE INFELIZ


La sorpresa que nos trajo papá ese día no se parecía a las otras. Entreabriendo apenas la bolsa con esa forma tan suya de prolongar el suspenso cuando éramos niños, nuestros ojos hicieron el descubrimiento incompleto de una silueta verde que al ser liberada del fondo de su pequeño misterio quedó convertida en un soldado con su arma de combate pegada al cuerpo. Podías hundir tus dedos en él y ver luego cómo el plástico con el que estaba hecho recuperaba su aspecto de guerrero terrible. Papá nos explicó enseguida el por qué de esa fragilidad. –“Es para que pueda volar” – nos dijo. Fue entonces cuando entendimos el propósito de aquello que el soldado tenía adherido a la espalda. ¡Era un paracaidista! Y esa bolsa bicolor con el aspecto de un extraño paraguas atado a él por unos hilos se extendería después sobre su cabeza para detener su caída.

Una y otra vez lanzamos el paracaidista desde lo más alto de la casa, la azotea, y lo veíamos postergando con majestad su descenso al suelo, en un vuelo azaroso que siempre desconcertaba nuestra atenta vigilancia de a dónde finalmente llegaría. Al borde de ese muro elevado desde donde el resto de nuestros juguetes se despeñaban hasta el pavimento en el tedio de una caída ociosa, con el silencioso dolor de alguna parte de su cuerpo fracturada por la dureza del golpe, el soldado paracaidista en cambio se arrojaba al vértigo de ese vacío con el inaudito valor crispado en su arma que nunca despegaba del cuerpo y con ese suspiro de su bolsa bicolor dilatándose por sobre él aterrizaba sereno, apacible, donde los demás solo rebotaban aparatosamente. Sobreviviente de muchas misiones temerarias como la de invadir un campo infestado de hormigas hostiles de la cual fue rescatado entre gemidos que solo pudieron adivinarse detrás de su paracaídas desgreñado, empero, el valiente soldado se dispuso a dar un día el que sería su último salto.

Su verde cuerpo desapareció por un momento en la mano de quien le tocaba lanzarlo. La bolsa bicolor que tantas veces lo había acompañado era solo una promesa con varios dobleces hasta empequeñecerse en el mismo puño poderoso bajo esa tarde limpia. Desde la azotea ya se interrogaba a la calle empequeñecida a dónde iría a parar el intrépido paracaidista. Al frente de nuestra casa más allá del breve pasaje que nos separaba las casas de mis amigos y de los vecinos multiplicaban los destinos de hacia dónde podía ir a parar. Iría donde quisiera finalmente. Donde se haga más libre. Sin derecha. Sin izquierda. Sin un propósito en el cuerpo. Solo la resignación de su cóncavo paracaídas entregado al soplo del viento.

Como tantas otras veces el paracaídas se extendió cuan largo era. Como otras veces el soldado mantuvo serena su arma contra el cuerpo. Como otras veces se llevó nuestro asombro. Y el casco perpetuó el enigma de cómo sería su cabello bajo él. Gallardo, con el pretendido corazón palpitándole en el engañoso vacío de su pecho plástico, derrotando el pedazo de cielo allí donde se mecía con su verde breve, en su último salto el paracaidista no perdió altura suficiente y fue a parar directo hacia los cables del tendido eléctrico que entre un poste y el otro se elevaba frente a casa. El paracaídas bicolor quedó enredado y ya era solo una bolsa despojada de su noble forma flameando ridícula a cierta altura con el soldado atado a esa condición tan ajena a su gloria.

No hubo forma de rescatarlo. Los hilos del paracaídas le habían dado varias vueltas a los cables enroscándose sin remedio. Supimos que lo habíamos perdido. Ya no lo volaríamos más. En adelante asomarse a la azotea había dejado de ser el juego que puso alas a nuestra infancia para convertirse en el lúgubre espectáculo de ver al querido juguete atrapado. Entre los trastos que habían terminado sus días en la azotea se acodaban nuestras tardes aguardando a que algo pase. Los desvencijados muebles, los descoloridos cuadros, las lunas que no se terminaron de romper. Todas estas cosas entregaban allí sus entrañas al olvido, acumulando polvo y silencio y desprecio. En ese ambiente donde todo perecía lentamente subía a empeñarse la memoria del vuelo del paracaidista derritiéndose en nuestra pupila húmeda, persistiendo entre las sombras inertes, equilibrándose en el muro que ganaba la calle.

Con el tiempo el verde abandonó por completo al soldado. Más bien parecía ya casi translúcido. Cuando el viento arreciaba se había columpiado vanamente en el tenso cable opresor hacia la búsqueda de su libertad. Pero luego cesaron sus afanes y ya parecía inmóvil. Los pájaros trepaban a veces cerca a su posición y si antes revoloteaban aquella criatura plástica que algún día compartió su reino ahora le entregaban la indiferencia de sus alas en reposo. Los días en que llovía pasaron de ser los días en que el paracaidista se mojaba a simplemente los días de lluvia. Y así transcurrieron los años. En un momento alguien debió darse cuenta que arriba lucía distinto. Un espacio vacío era todo lo que quedaba en lo alto. Quizá la bolsa flagelada tanto por el viento terminó por agujerearse y el paracaidista recuperó su libertad en un salto imprevisto hacia la nada. Quizá aquella única vez en que el paracaídas no fue una esperanza extendida se golpeó con fuerza desconocida en su piel y todo ese inmenso suelo bajo él le pareció ajeno. Y mientras era barrido por la inclemencia de una escoba quizá el último destello de luz antes de ingresar a la oscuridad de una bolsa de donde alguna vez emergió en nuestra casa le hizo recordar que no siempre había sido un juguete infeliz.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

LA LIBERTAD ARREPENTIDA


Nada más saliendo del colegio ya queríamos despojarnos de nuestra insignia. Sería mejor que las alas de esa pretenciosa águila desplegándose en el acrílico que llevábamos sobre el pecho aterricen en el pudor de nuestros bolsillos donde nadie supiera que éramos del San Antonio. Y ese otro rectangulito al lado de la insignia sostenido por un frágil imperdible en el que podía leerse si éramos García o Pérez, Montero o Rodríguez también era arrancado de su flamante lugar. Con esta identidad arrebatada y el anonimato precediendo nuestros pasos, nos volcábamos fuera del colegio emancipados al fin. Más tarde de regreso a nuestras casas otro ritual completaba dicho empeño cuando una fuerza que parecía la de un látigo desprendía el uniforme del cuerpo y lo sumía en el estrujamiento de un olvido estupendo de donde solo era recuperado por la resignación de un soñoliento día siguiente.

Esa era nuestra pequeña, nuestra efímera libertad. Liberarnos aunque de manera simbólica de las ataduras de ser alumnos. Del hierro de esa puerta cerrándose detrás de nosotros una vez ingresados al colegio con su espasmo de metal arrojándonos la carcelaria prohibición de que nadie podía atravesarla de nuevo antes de la hora de salida. De tener que alinearnos en el patio como las vértebras de un esqueleto que una voz amplificada por el micrófono iba distanciando en una sucesión de cabezas de altura creciente hasta llegar a ser aquella forma que a la distancia ennoblecían esos ojos elevados en el estrado. De sentarse en una carpeta, de porfiar el cuerpo al garabato de cada doblez suya, al imperativo de las manos que la concibieron y ser un poco como ellas, remedando su ridículo silencio en el aula austera al pie de las horas. La libertad, en fin, de dejar de ser los amanuenses que del otro lado de las hojas de un cuaderno perpetuaban palabras que no eran nuestras como si en la herrumbre del destino fuéramos los condenados a hacer que sobreviva un conocimiento remoto a punto de desaparecer.

Y esta libertad, estas ansias de recuperarnos a nosotros mismos eran alcanzadas cuando al salir del colegio, ganada la calle con el espíritu más cerca de la marcha vehemente del tránsito huyendo a toda prisa que del propio colegio ya enflaquecido a la distancia, la mano hereje en el pecho deshacía todo vínculo con él y su insignia culposa y dudosamente solemne caía derrotada en el profundo agujero del bolsillo. Y éramos libres entonces. Y cada nuevo paso bajo el uniforme plomo era una certeza de ir por una senda liberada. Sin esto ni aquello. Sin ojos lastimándose de la camisa desabotonada al viento ni un diccionario para acallar el incendio de una palabrota. Avanzando entre empujones. Con la revancha en los puños. Amos de aquella marcha breve, envanecida, equilibrándose a veces en el borde mismo de la acera y que se apagaba con el último de nosotros desapareciendo tras el ángulo de una esquina o en el estribo de un viejo ómnibus solo para llevar ese grito libertario todavía más lejos.

Y cuando por fin el último segundo de un reloj que parecía infinito se esfumó engullido por el clamor de un campanazo que así vitoreaba el último día de clases, aquella libertad se ensanchó por todos los vericuetos de la vida adulta. En su nombre batallamos bajo sábanas que se estremecían sudorosas, frenéticas y luego exhaustas. Fuimos reinventados por una nueva religión o elegimos una ideología que nos hizo pensar como ella. Despertamos en otras casas con fotografías colgadas de sus paredes que contaban otras historias. Abrazamos con ilusión una almohada y ya de pronto la almohada antes vacía reclinaba otro sueño que al despertar reconocía tu rostro y te llamaba papá. O quisiste ser abogado y la gente dejó de llamarte Ricardo, Pedro o Cristian y te dice doctor.

Podría hacer tantas cosas si quisiera ahora mismo. Romper esta hoja en la que escribo y nadie preguntará por ella mañana. Sentarme a contemplar el crepúsculo sin reproche. Envejecer un día entero delante del televisor. Abrir la puerta de casa y dejar que el azar me lleve solo por ir. Ser la mano que descubra esa moneda que el tiempo olvidó. El que descuelgue el aviso de “Entradas agotadas” por ocupar la última butaca del cine en la función de esta noche. Con las manos en los bolsillos o fuera de ellos, la chompa atada al cuello como bufanda o desperdiciada en el respaldar de una silla, estirando ocioso todo lo que dé el elástico de una liga o pronunciando místico un versículo que no es profano, el pie por delante a la hora en que otros duermen o hambriento más allá de una cornisa cuando una mesa ajena está llena, la libertad que tanto buscaba se descuelga y se bifurca entre mis días. Pero ahora que ha transcurrido el tiempo y soy quien he querido ser, o no lo soy pero me di en el empeño de serlo, ahora que visito el recuerdo de mis días en el colegio con la duda de un invidente que sacude su bastón frente a un bulto deformado, sé que la libertad a veces es una forma elaborada de reconocer que se está solo. Y también que es la manera desdichada con que renuncias a todo aquello que nunca debió de ser renunciable.

jueves, 13 de septiembre de 2018

CARTA A UNA DESVALIDA




Ya no serás nunca una anciana. Ni serás abuela. Ni habrá nietos que pregunten por ti. Ni leerás el cuento para arrullarlo porque no habrá nadie para arrullar. Y la pelota enmudecida dilatará su forma en el rincón. Y el trajecito urdido con palitos de tejer y una manta sobre el regazo lo vestirán otros que tú no conozcas.

La copa del brindis en la última medianoche tendrá delante una silla vacía. Los buenos días anochecerán en todos tus silencios. En vano te buscará el perdón y se hará rencor u olvido. El tiempo pasará en el lomo de tus gatos y adonde vayan siempre será mañana. Y la jarrita de tu mesa en otra mesa saciará otra sed.

El lenguaje ya no te nombrará. Dirán tu nombre y no podrán llamarte. Dirán tu nombre y tropezarán con el ahora ahora hasta rodar en el ayer. Dirán tu nombre y serás memoria. Serás memoria y luego olvido. Serás olvido y luego recuerdo desollado.

Y empequeñecida tiernamente en el portarretrato, reclinada en el dudoso equilibrio de su metálico espaldar con una cresta púrpura en los bordes por todo abrazo, entre floreros y otras fotos, entre cóncavos ceniceros y el ruego de una estampa, entre el polvo y las telarañas, te alcanzarán los pétalos de esa flor que una mano doliente depositará por ti.

Y sí pues. Has decidido este resignado desenlace querida amiga. Echarse largamente en la cama es tan parecido a morir. Así cuando la muerte llegue no habrá sobresaltos. Ni caídas. Ni más caídas. Ni golpes. Ni más golpes. Ni dolor. Ni más dolor. Ni el suelo será un abismo en el que te derrotas. Ni los brazos irán a recuperarte cuando ya no habrá nada por recuperar.

Vendrá más bien silenciosa a buscarte, encrespándose en pos de tu lecho, cabalgando indómita como una profecía desenterrada con el bronce de su espada desenvainada en cuyo brillo se deforme tu último pálido reflejo. Que otros le teman. Que otros la escabullan.

Y en el crepúsculo, debajo de tus sábanas reposará por fin la paz.

martes, 11 de septiembre de 2018

EL SAN ANTONIO




Visto desde ese hospital en la mirada de un paciente que se asoma por una de sus ventanas sería apenas un instante de ocio enfermizo diluyéndose más allá de la bulliciosa avenida. En una mañana neblinosa emborronándolo todo sobre esa parte del Callao sería tan solo una mole extendida que revela su  breve misterio para luego desaparecer devorada por el siguiente espectro a punto de surgir. Pero para nosotros que estudiábamos allí y al acercarnos veíamos anticiparse sus esbeltas palmeras en una maciza custodia largamente postergada era nuestro colegio. El San Antonio. El lugar donde todo pasaba.

A veces el aullido metálico de la campana nos alcanzaba fuera del colegio para prevenirnos que estábamos a punto de llegar tarde y ya los más intrépidos desafiaban el tránsito de la avenida encrespada de velocidad y que los demás seguían dudosos dentro de una nerviosa caravana arremolinándose angosta en una mancha plomiza de sus uniformes más allá de la puerta de ingreso donde a partir de cierto momento unos brazos extendidos actuaban como retén y te hacían saber impiadosos que hoy los minutos te sobrepasaron de nuevo. Habías llegado tarde.

Naturalmente las más de las veces el tiempo estaba a tu favor y pasabas sin problemas hasta el patio donde había que formarse. Detrás del micrófono una voz amplificaba la orden de alinearse o de guardar silencio. Y la voz se apoderaba entonces de nosotros descendiendo de su estrado, reptando por el suelo del patio como una criatura implacable envolviéndonos en su ímpetu sonoro que trepaba por nuestros uniformes. Y a su influjo respondíamos convertidos en un solo organismo. Habíamos entrado al colegio cada quien con el ángulo propio de llevar su mochila sobre el cuerpo o bajo él, cada quien con su interrogante por el nuevo día. Pero en ese patio bajo el cielo del Callao entre tableros de básquet con toda su gloria enmudecida, en la mañana que despertaba como una pestaña soñolienta, lejos de nuestras casas, tomábamos otra identidad, una que nos hermanaba en un mismo espíritu. Ya éramos antonianos. Antonianos de corazón.

Horas después de que la ceremonia de apertura del día concluía, en un receso de las clases podías apropiarte de ese escenario de la mañana. Solo tres gradas te separaban de la breve cumbre donde todo había ocurrido. Los pelotazos del recreo no llegaban a estropear aquella solemnidad acumulada que entrado el día ya era un tajo de cemento fatigándose bajo el sol y entonces el mástil enarbolado solitario allí mismo derramaba una ridícula sombra. Podías ir por ella jugando a pisarla en un día de tedio supremo, absurdo, cuando el tiempo te crucificaba entre los maderos de una hora y la otra. O a veces era la sombra de ese mástil la que se interponía sin advertirlo en tu camino por el patio acuchillando tu reflejo en el piso como una jabalina atravesada de la que sobresalían por un instante impunes brazos y pies. Y la felicidad tenía la forma y el sabor de esa fruta en el fondo de tu bolsillo o tenía nombre propio y se llamaba como se llamaba el amigo con el que andabas.

Más allá del patio dejando atrás los jardines y su naturaleza suspendida en un verde arrullo, nuestras aulas se agrupaban en pabellones dispuestos uno tras otro extendiéndose en una sucesiva hilera y separados por breves tramos de cielo abierto de modo que si te situabas en un extremo a lo lejos podías distinguir el otro. Ese comienzo y ese final reconocibles de las aulas en la misma mirada meditabunda, allí con las manos aferradas a los primeros barrotes y como en un juego de espejos ver los pabellones multiplicados empequeñeciéndose cada vez más a la distancia entre las grietas de luz, era como tener ante sí representada toda la trayectoria del paso por el colegio desde la primaria hasta la secundaria, un lienzo bamboleante y travieso, tibio y trémulo, lisonjero y fecundo que como aquella visión iba dilatándose, iba fragmentándose en partes de ti mismo que recuperabas para volver a extraviarlos en los abismos de la memoria.

En la marcha de los días el colegio San Antonio habrá de continuar siendo tan solo lo que hay que ver por detrás del vidrio en el viaje sonámbulo por aquella avenida. Los pacientes del hospital enfrente seguirán interrogando su ocio y la respuesta se detendrá en sus muros bajos o tal vez se posará en el trazo de su insignia allí perpetuada. Y en los días en que la niebla emborrona todo con su manto embustero entre el guiño de los faroles se asomará su breve geometría ahuecándose en un instante ilusorio. Pero para nosotros que estudiamos allí y fue escoltado día tras día nuestro ingreso por la serena vigilia de sus palmeras, que el repique de su campana sentenciaba el inicio y el fin, de dónde iría nuestro pie, de si hacia la carpeta o fuera de ella, de si el libro sería un futuro empeñándose en nuestras sienes o empezaba a ser un olvido que huía por la puerta, que en sus aulas entramos hechos anhelo y salimos con un destino, para nosotros que estudiamos allí y en el patio entre tableros de básquet con su gloria enmudecida la voz detrás del micrófono coreografiaba el momento en que dejábamos de ser quiénes éramos para ser la suma de todos, el San Antonio es nuestro colegio. El tiempo reclinándose sin prisa a un lado de una bulliciosa avenida que va hacia todas partes.


martes, 4 de septiembre de 2018

EL ADIÓS NO TIENE POR QUÉ SER IMPAR

Cuando papá murió la vida me obsequió la oportunidad de despedirme físicamente dos veces de maneras distintas a pesar del único despojo de su cuerpo inerte. La primera despedida fue la más obvia al momento de vestirlo para las honras fúnebres. Mamá le llevó al hospital uno de sus muchos trajes con los que se vestía para ir a trabajar. Era de color azul si es que los casi veinte años que han transcurrido desde entonces ya no desfiguran el recuerdo. Seguramente ella supo que estaba a punto de llegar antes de alcanzar a ver el edificio hospitalario anticipándoselo la acidez en el vientre que su cuerpo asaltado por las zozobras había aprendido a asociar con la inminencia de la visitas al padecimiento de papá. Seguramente también su forma elástica de asir el traje directamente del gancho con que lo había retirado del guardarropa donde ya colgaba inútil era la resistencia a no vestir la muerte. Y en efecto mamá se rehusó a ingresar al depósito fúnebre donde iban a mudar esa bata ondulante desplegada sobre los estragos que había ocasionado el cáncer sobre el cuerpo de papá para alistarlo con el traje azul y disfrazar de extraña elegancia la macabra última de todas sus citas.

El visor donde puede verse enumerados los pisos por donde se desplaza de arriba abajo el ascensor me dio un anuncio de lo que estaba a punto de presenciar. En ese estrecho cubículo donde se zarandeaba la camilla con el cadáver oculto por una manta pudorosa, el rápido descenso de los números resaltados en rojo dio paso a una inversión en la cifra hasta que empezó a centellar un incomprensible incremento en la progresión numérica. Habíamos accedido a uno de los sótanos del hospital. Las puertas se abrieron para nosotros y ya serpenteábamos por pasadizos poco iluminados en donde la fricción de las llantas de la endeble camilla se apoderaba de las paredes excavadas en las entrañas de la tierra. Quizá tuve un frágil consuelo al saber que papá iba por delante de nosotros, él que siempre anduvo a paso ligero precediendo a quienes lo acompañaban incluyendo las intervenciones concretas.

No recuerdo bien cómo el enfermero sanitario apenas reconocible detrás de su mascarilla nos dejó a solas a uno de mis tíos y a mí con el cuerpo una vez llegado a nuestro lúgubre destino para que nosotros termináramos de vestirlo. Antes de salir nos previno de la forma correcta de enfundar la camisa y el saco sin perpetrar el sacrigelio de quebrarle ningún hueso. Y ahí estaba yo devolviendo tardíamente al destino las muchas veces que papá me cambió y abrigó de pequeño. En esa sala húmeda, silenciosa y atroz haría otro tanto con el hombre que hasta hace poco llamaba papá y ahora era solo un manojo que se rendía con aberrante docilidad a nuestros movimientos que concertábamos con una mezcla de dudosa solemnidad y emprendimientos fallidos. En un momento las prendas hicieron un capricho que me obligó a tener que tocar su piel desnuda. Supe entonces que el invierno es la forma cómo te invade la muerte para llevarte consigo lejos del calor de los tuyos. El asombro y la piedad debieron quedarse al lado del traje azul con que el cuerpo de papá yacía resignado en el subterráneo depósito entre frascos de formol y bandejas inhumanas acumulando en su mirada extraviada la ridícula espera de quien aguarda aquello de lo que ya no puede acudir por sí mismo.

De regreso al piso donde ocurrió el póstumo drama de papá el paciente de la cama de al lado del hospital y su esposa fueron los primeros en darnos el pésame, los primeros también con los que balbuceé la penosa forma de hablar de alguien atrapado en un pasado irrecuperable que ya fue. Allí coincidieron el pesar que recién se estrenaba y la huérfana memoria explorada de puntitas frente a la incertidumbre del paciente que se interrogaba frente a la elocuencia de su incierto destino. Entonces de pronto todo ese momento íntimo desencadenó en una oportunidad que a la postre se convirtió en la segunda despedida a papá de la que he hablado al inicio. Viendo a ese doliente en su cama reclinada, algo me condujo a reconocer una simetría en todo aquello y en un rapto de audacia apesadumbrada le comuniqué el pedido que llegó a dividir mis días en dos:

-"Mi papá también era calvo como usted… ¿Le podría… frotar la cabeza…?"

Y entonces ese hombre amablemente maravilloso a quien no había visto nunca y no supe de él después jamás, se convirtió en ese instante impostado en lo último que tuve de papá. Acariciando esa tibia cabeza calva con el estéril mechón en la nuca, porfiando ser de nuevo el hijo deslumbrado que algún día fui, contemplando ese ajeno rostro que fue sin embargo de algún modo familiar, entre mis manos papá acabó por desvanecerse al fin diluido como una vana ilusión.

LA CANASTA DE MI ABUELA

A veces en las orillas de un plato se desataba la fiesta en mi niñez. Era cuando lo llenaban de máchica. No se trataba más que simplemente de harina tostada de cebada, un polvo del que era muy fácil atragantarse si lo comías a prisa. Pero te divertías comiéndola porque era como si fuera una golosina estropeada por el peso de algo encima que la redujo a polvo y por su estado innoble entonces quedaban suprimidos los modales que de otro modo debías cumplir cuando estabas frente a una ensalada o un plato de arroz acompañado de lo que fuera. La máchica en cambio te permitía la licencia de sentarte ya no a la mesa sino incluso en las gradas de la escalera y además su aspecto terroso atrofiándose en el paladar era la excusa que necesitábamos para espolvorearle azúcar, asaltando su recipiente tan vigilado por mamá pero que entonces terminaba desprotegiendo al compadecerse de nuestros gestos que en algún momento debían ser propios de alguien que probaba algo de sabor tan empobrecido. No era una delicia, lo sé. Pero era feliz comiéndola. Y tal vez lo era porque nos lo traía mi abuela.

En casa teníamos un intercomunicador por lo que cuando alguien venía a visitarnos no sabíamos nada suyo excepto su voz proclamándose como una noticia revelada. Y saber que alguien está del otro lado de la puerta sin haberla visto te llena de expectación que pronto deshace la breve caminata hasta que lo dejas pasar a casa. Yo sentía esa emoción de oír primero la voz de mi abuela, una voz andina y doliente humanizando el rectángulo por donde nos comunicábamos, voz que era como una parte pequeña de sí misma anticipándose por entre las rendijas del aparato y que yo debía completar para que termine de llegar hasta nosotros. Y ahí estaba ella, bajita y preguntona casi siempre con su canasta de paja y el acertijo en su interior a ver que nos había traído esta vez.

No recuerdo que mi abuela se sentara nunca en la sala. Siempre en la cocina. No entre floreros y bodegones colgados de la pared. No en el sofá ni bajo la araña que extendía sus cristales en un abanico ostentoso. Se sentaba entre nuestras ollas y nuestra comida. Y si había un banquito lo prefería a una silla. Decía que le daba calor estar donde los demás nos sentíamos más cómodos. Era el cuerpo de mi abuela que a fuerza de los padecimientos, pesares y pobrezas había terminado por repudiar el confort.

En un momento la canasta de paja que mi abuela traía consigo por fin cedía a los reproches de nuestra impaciencia. No había juguetes. Tampoco propinas. Había algo más que alimentos en esa canasta de paja. No lo supe entonces pero lo comprendo ahora. Esa canasta era la forma que mi abuela tenía para decir lo mucho que nos quería. Ella que con dificultad podría escribir su nombre y el lugar donde nació en la misma oración nos hizo saber por entonces en el lenguaje universal de la ternura cómo una abuela ama a sus nietos. Y si mi espera por su llegada era lo que tardaba en abrirle la puerta cuando oía su voz, la suya era más lejana pues desde un remoto poblado de la sierra de La Libertad donde vivía se preguntaba por nosotros y su respuesta reclinada entre las montañas de los Andes tomaba la forma de sencillos granos de ñuña, de pan serrano obtenido de algún trueque por ropa usada, de humitas envueltas en el suspenso de su hoja de panca, de la polvorienta máchica ínfima como un residuo de aquello que fue, y todo esa añoranza así convertida zigzageaba los caminos, se rescataba a golpes de timón de las honduras de los abismos, y varios días después llegaba hasta nosotros para cumplir una promesa largamente acariciada.

Creo recordar que mamá tostaba la máchica a fuego lento si es que no venía ya preparada. De todas maneras nos dejaba listo un té cuando nos hartábamos de comerla cruda pues a veces se hacía necesario remojarla y entonces tomaba el aspecto de una masa pegajosa. Lo cierto es que la mesa quedaba convertida en el pedestal sobre la que se depositaba el triunfo de la canasta. No era obvio tampoco por entonces pero de algún modo la conversación giraba a impulso suyo pues mi abuela nos contaba historias relacionadas con la preparación de lo que nos había traído en la canasta o lo que les ocurrió a quienes lo habían hecho. De esta manera tuve mi primer acercamiento al llamado Perú profundo, un acercamiento por el lado de las supersticiones, de las historias macabras y tenebrosas que afiebraron mi infancia.

Ahora que han transcurrido varios años desde que probé por última vez un plato de máchica y que he dejado de ser enternecido por la canasta de mi abuela me he preguntado desde luego por ella. Y tengo que lamentar reconocer que más son las cosas que nos separan que las que unen. No solo lo digo por la distancia siendo que ella pasa la mayor parte del tiempo en su remota casa de un poblado de la sierra llamado Tayabamba, rodeada como está de sus nuevos hijos de dos y cuatro patas a los que cuida y seguramente malcria en el corral y fuera de él. Me refiero al hecho irrevocable de que esta pantalla que tengo al frente mientras escribo le es tan ajena como lo son para mí las enfermedades de sus cuyes o los caprichos que hace el lodo un día de aguacero. Sé que nunca podré comentar con ella los poemas de Borges. Sé que me dirigiría una mirada absurda si le cuento lo último que aprendí de páginas web. Seguramente también nos cueste entendernos porque ella llama palo grande a las personas de estatura elevada y el quechua de su niñez le hace decir algo así como "leg" a lo que sospecho que quiere decir "salió mal". Y ella encuentra en algún espíritu demoníaco la respuesta a una pesadilla a lo que yo llamo y apellido parálisis de sueño. 

La vida escogió para nosotros senderos muy diferentes. Pero más allá de las trampas del idioma y la deformidad de la cultura, más allá de la exclusión ciudad - campo y el tajo de la modernidad interponiéndose entre ambos, yo me sorprendo con nostalgia cómo en la sencilla canasta de paja mi abuela pudo hacer espacio para tantas y tantas cosas.

LA PARTIDA DILATADA


¿Y si la partida no se hubiera dilatado tanto en el tablero? Habíamos salido tarde del colegio como otras veces. Veníamos de jefaturar dos ejércitos simulados en esas casillas blanquinegras pero no teníamos forma de saber que seríamos peones de otro destino no calculado. Parecía tan inofensiva esa avenida fuera de los muros del San Antonio. Quizá yo acababa de ganarle esa partida. O él capturó antes mi rey. Lo cierto es que el auto aquel no se detuvo a tiempo. Lo supe recién cuando mi amigo cayó derribado en ese asfalto bullicioso. La partida de ajedrez se había dilatado bastante después de las clases. Pero su cuerpo cayendo derrotado se hizo aún más lento en mi mente pensativa. Lo vi caer como tantas otras veces había visto declinar su rey sobre el tablero bicolor en el último instante de furia de una partida. Empero los monarcas nunca olvidan su condición en el próximo lance del milenario duelo como en cambio sí ocurrió con él pues en el accidente su cabeza se estrelló contra el suelo. Había perdido la memoria.

Le había enseñado a Egüez a jugar el ajedrez. Llevaba al colegio un ajedrez imantado de bolsillo pero ni las miniaturas empequeñecían nuestro pasatiempo favorito. Después de clases nos quedábamos a practicar. Tenía el tic de dar golpecitos en la mesa antes de decidirse por un movimiento. Llamaba alfil al alfil y caballo al caballo pero simulando ejercitar su inglés llamaba payon al peón. Aprendió a jugar tan bien que al cabo de un tiempo ya era capaz de ganarme y se ganó su puesto en la selección del colegio. Nunca lo llamé de otra forma que no fuera por su apellido. Tampoco hablamos de cosas personales. Pero igual entre partida y partida, silenciosamente me inventé la fantasía de haber encontrado el hermano varón que nunca tuve por haber perdido el mío literalmente la partida de su vida.

El día infausto tras la dilatada partida ambos resultamos dentro del incierto viaje de aquel auto que acababa de atropellar a Egüez. Emprendimos la marcha hacia el hospital. Detrás de ese volante, gobernando la sinuosa trayectoria, se acumulaban los reproches del perpetrador de la escena. Llevaba a sus hijos dentro del auto y ahora también íbamos dos escolares con una rara mezcla de entusiasmo por la aventura y de resquemor por lo que podía pasar. De pronto el auto en que viajábamos pasó de ser solo el capricho de un percance a convertirse en una amenaza pública. Tomó raudo por un óvalo a poca distancia del hospital Carrión frente a un colegio femenino, el General Prado. Dos escolares como de nuestra edad pero mujeres cruzaron de una acera a la otra con tan poca prisa que el auto impactó a una de ellas en el brazo. No la derribó pero pude ver por la ventana una inmensa mueca de dolor. Hasta ahí llegó la simetría con nuestro caso porque el bamboleante auto con su desiquilabrado conductor nunca se detuvo. Y el abrazo que alcancé a ver de su amiga que así la consolaba me devolvió culposo al instante del atropello de Egüez en que friamente dejé que se ponga de pie por su cuenta y apenas le di luego por todo afecto una palmadita ajedrecística.

Al llegar a nuestro destino Egüez ingresó por sus propios medios a atenderse en la dudosa compañía de su victimario. Nos quedamos aguardando afuera unos momentos hasta que otra vuelta del destino, tan poco hermético ese día, nos hizo reparar de que a la misma emergencia hospitalaria llegó la desdichada escolar a la que el conductor había impactado en el brazo. Entró llorando con la extremidad contenida apenas por su amiga en un vano intento por aliviarla. Hice entonces el ademán de incorporarme, de gritar: "¡Ahí está!" pero la hija del tipo que había provocado todo este zafarrancho me increpó: "¡No digas nada!". Y yo... me callé. Ese día en la puerta de emergencia, entre camillas presurosas y llantos reprimidos, quedó claro que mientras algunos habían perdido la memoria en la desventura del tránsito, otros tenían la desgracia de haber perdido su valentía en la marcha de la vida.

Se me han desdibujado ya los detalles de lo que sucedió después o el orden en que ocurrió todo pero de lo que sí estoy seguro es de haber acompañado a Egüez hasta su casa. Se bajó del auto con un extraño garbo impropio de quien acababa de ser atropellado. La esquina de esa calle trajo consigo una interrogante que despejó una señora rubia que ya nos miraba ansiosa a lo lejos. Lo llamó "¡Mi bebé!" sin ruborizarse salvo que el rubor fue a parar al menos a mis mejillas. Y esa frase íntima, incómodamente íntima en ese momento, me supo a un compromiso obvio de no revelar nada de lo que pasó ese día. Y así lo hice. El siguiente día que nos vimos bastó una sonrisa nerviosa para sellar nuestro acuerdo inconfesado. El recuperó la memoria y yo simulé haberla extraviado por ambos. Al cabo de unos días Egüez siguió ensayando su inglés para nombrar los peones y las partidas porfiaron de dilatarse en el tablero por encima de cualquier amenaza que volvería a asemejarnos a reyes declinando de bruces la prédica de su derrota.