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jueves, 27 de septiembre de 2018

EL JUGUETE INFELIZ


La sorpresa que nos trajo papá ese día no se parecía a las otras. Entreabriendo apenas la bolsa con esa forma tan suya de prolongar el suspenso cuando éramos niños, nuestros ojos hicieron el descubrimiento incompleto de una silueta verde que al ser liberada del fondo de su pequeño misterio quedó convertida en un soldado con su arma de combate pegada al cuerpo. Podías hundir tus dedos en él y ver luego cómo el plástico con el que estaba hecho recuperaba su aspecto de guerrero terrible. Papá nos explicó enseguida el por qué de esa fragilidad. –“Es para que pueda volar” – nos dijo. Fue entonces cuando entendimos el propósito de aquello que el soldado tenía adherido a la espalda. ¡Era un paracaidista! Y esa bolsa bicolor con el aspecto de un extraño paraguas atado a él por unos hilos se extendería después sobre su cabeza para detener su caída.

Una y otra vez lanzamos el paracaidista desde lo más alto de la casa, la azotea, y lo veíamos postergando con majestad su descenso al suelo, en un vuelo azaroso que siempre desconcertaba nuestra atenta vigilancia de a dónde finalmente llegaría. Al borde de ese muro elevado desde donde el resto de nuestros juguetes se despeñaban hasta el pavimento en el tedio de una caída ociosa, con el silencioso dolor de alguna parte de su cuerpo fracturada por la dureza del golpe, el soldado paracaidista en cambio se arrojaba al vértigo de ese vacío con el inaudito valor crispado en su arma que nunca despegaba del cuerpo y con ese suspiro de su bolsa bicolor dilatándose por sobre él aterrizaba sereno, apacible, donde los demás solo rebotaban aparatosamente. Sobreviviente de muchas misiones temerarias como la de invadir un campo infestado de hormigas hostiles de la cual fue rescatado entre gemidos que solo pudieron adivinarse detrás de su paracaídas desgreñado, empero, el valiente soldado se dispuso a dar un día el que sería su último salto.

Su verde cuerpo desapareció por un momento en la mano de quien le tocaba lanzarlo. La bolsa bicolor que tantas veces lo había acompañado era solo una promesa con varios dobleces hasta empequeñecerse en el mismo puño poderoso bajo esa tarde limpia. Desde la azotea ya se interrogaba a la calle empequeñecida a dónde iría a parar el intrépido paracaidista. Al frente de nuestra casa más allá del breve pasaje que nos separaba las casas de mis amigos y de los vecinos multiplicaban los destinos de hacia dónde podía ir a parar. Iría donde quisiera finalmente. Donde se haga más libre. Sin derecha. Sin izquierda. Sin un propósito en el cuerpo. Solo la resignación de su cóncavo paracaídas entregado al soplo del viento.

Como tantas otras veces el paracaídas se extendió cuan largo era. Como otras veces el soldado mantuvo serena su arma contra el cuerpo. Como otras veces se llevó nuestro asombro. Y el casco perpetuó el enigma de cómo sería su cabello bajo él. Gallardo, con el pretendido corazón palpitándole en el engañoso vacío de su pecho plástico, derrotando el pedazo de cielo allí donde se mecía con su verde breve, en su último salto el paracaidista no perdió altura suficiente y fue a parar directo hacia los cables del tendido eléctrico que entre un poste y el otro se elevaba frente a casa. El paracaídas bicolor quedó enredado y ya era solo una bolsa despojada de su noble forma flameando ridícula a cierta altura con el soldado atado a esa condición tan ajena a su gloria.

No hubo forma de rescatarlo. Los hilos del paracaídas le habían dado varias vueltas a los cables enroscándose sin remedio. Supimos que lo habíamos perdido. Ya no lo volaríamos más. En adelante asomarse a la azotea había dejado de ser el juego que puso alas a nuestra infancia para convertirse en el lúgubre espectáculo de ver al querido juguete atrapado. Entre los trastos que habían terminado sus días en la azotea se acodaban nuestras tardes aguardando a que algo pase. Los desvencijados muebles, los descoloridos cuadros, las lunas que no se terminaron de romper. Todas estas cosas entregaban allí sus entrañas al olvido, acumulando polvo y silencio y desprecio. En ese ambiente donde todo perecía lentamente subía a empeñarse la memoria del vuelo del paracaidista derritiéndose en nuestra pupila húmeda, persistiendo entre las sombras inertes, equilibrándose en el muro que ganaba la calle.

Con el tiempo el verde abandonó por completo al soldado. Más bien parecía ya casi translúcido. Cuando el viento arreciaba se había columpiado vanamente en el tenso cable opresor hacia la búsqueda de su libertad. Pero luego cesaron sus afanes y ya parecía inmóvil. Los pájaros trepaban a veces cerca a su posición y si antes revoloteaban aquella criatura plástica que algún día compartió su reino ahora le entregaban la indiferencia de sus alas en reposo. Los días en que llovía pasaron de ser los días en que el paracaidista se mojaba a simplemente los días de lluvia. Y así transcurrieron los años. En un momento alguien debió darse cuenta que arriba lucía distinto. Un espacio vacío era todo lo que quedaba en lo alto. Quizá la bolsa flagelada tanto por el viento terminó por agujerearse y el paracaidista recuperó su libertad en un salto imprevisto hacia la nada. Quizá aquella única vez en que el paracaídas no fue una esperanza extendida se golpeó con fuerza desconocida en su piel y todo ese inmenso suelo bajo él le pareció ajeno. Y mientras era barrido por la inclemencia de una escoba quizá el último destello de luz antes de ingresar a la oscuridad de una bolsa de donde alguna vez emergió en nuestra casa le hizo recordar que no siempre había sido un juguete infeliz.

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