Seguidores

martes, 4 de septiembre de 2018

LA PARTIDA DILATADA


¿Y si la partida no se hubiera dilatado tanto en el tablero? Habíamos salido tarde del colegio como otras veces. Veníamos de jefaturar dos ejércitos simulados en esas casillas blanquinegras pero no teníamos forma de saber que seríamos peones de otro destino no calculado. Parecía tan inofensiva esa avenida fuera de los muros del San Antonio. Quizá yo acababa de ganarle esa partida. O él capturó antes mi rey. Lo cierto es que el auto aquel no se detuvo a tiempo. Lo supe recién cuando mi amigo cayó derribado en ese asfalto bullicioso. La partida de ajedrez se había dilatado bastante después de las clases. Pero su cuerpo cayendo derrotado se hizo aún más lento en mi mente pensativa. Lo vi caer como tantas otras veces había visto declinar su rey sobre el tablero bicolor en el último instante de furia de una partida. Empero los monarcas nunca olvidan su condición en el próximo lance del milenario duelo como en cambio sí ocurrió con él pues en el accidente su cabeza se estrelló contra el suelo. Había perdido la memoria.

Le había enseñado a Egüez a jugar el ajedrez. Llevaba al colegio un ajedrez imantado de bolsillo pero ni las miniaturas empequeñecían nuestro pasatiempo favorito. Después de clases nos quedábamos a practicar. Tenía el tic de dar golpecitos en la mesa antes de decidirse por un movimiento. Llamaba alfil al alfil y caballo al caballo pero simulando ejercitar su inglés llamaba payon al peón. Aprendió a jugar tan bien que al cabo de un tiempo ya era capaz de ganarme y se ganó su puesto en la selección del colegio. Nunca lo llamé de otra forma que no fuera por su apellido. Tampoco hablamos de cosas personales. Pero igual entre partida y partida, silenciosamente me inventé la fantasía de haber encontrado el hermano varón que nunca tuve por haber perdido el mío literalmente la partida de su vida.

El día infausto tras la dilatada partida ambos resultamos dentro del incierto viaje de aquel auto que acababa de atropellar a Egüez. Emprendimos la marcha hacia el hospital. Detrás de ese volante, gobernando la sinuosa trayectoria, se acumulaban los reproches del perpetrador de la escena. Llevaba a sus hijos dentro del auto y ahora también íbamos dos escolares con una rara mezcla de entusiasmo por la aventura y de resquemor por lo que podía pasar. De pronto el auto en que viajábamos pasó de ser solo el capricho de un percance a convertirse en una amenaza pública. Tomó raudo por un óvalo a poca distancia del hospital Carrión frente a un colegio femenino, el General Prado. Dos escolares como de nuestra edad pero mujeres cruzaron de una acera a la otra con tan poca prisa que el auto impactó a una de ellas en el brazo. No la derribó pero pude ver por la ventana una inmensa mueca de dolor. Hasta ahí llegó la simetría con nuestro caso porque el bamboleante auto con su desiquilabrado conductor nunca se detuvo. Y el abrazo que alcancé a ver de su amiga que así la consolaba me devolvió culposo al instante del atropello de Egüez en que friamente dejé que se ponga de pie por su cuenta y apenas le di luego por todo afecto una palmadita ajedrecística.

Al llegar a nuestro destino Egüez ingresó por sus propios medios a atenderse en la dudosa compañía de su victimario. Nos quedamos aguardando afuera unos momentos hasta que otra vuelta del destino, tan poco hermético ese día, nos hizo reparar de que a la misma emergencia hospitalaria llegó la desdichada escolar a la que el conductor había impactado en el brazo. Entró llorando con la extremidad contenida apenas por su amiga en un vano intento por aliviarla. Hice entonces el ademán de incorporarme, de gritar: "¡Ahí está!" pero la hija del tipo que había provocado todo este zafarrancho me increpó: "¡No digas nada!". Y yo... me callé. Ese día en la puerta de emergencia, entre camillas presurosas y llantos reprimidos, quedó claro que mientras algunos habían perdido la memoria en la desventura del tránsito, otros tenían la desgracia de haber perdido su valentía en la marcha de la vida.

Se me han desdibujado ya los detalles de lo que sucedió después o el orden en que ocurrió todo pero de lo que sí estoy seguro es de haber acompañado a Egüez hasta su casa. Se bajó del auto con un extraño garbo impropio de quien acababa de ser atropellado. La esquina de esa calle trajo consigo una interrogante que despejó una señora rubia que ya nos miraba ansiosa a lo lejos. Lo llamó "¡Mi bebé!" sin ruborizarse salvo que el rubor fue a parar al menos a mis mejillas. Y esa frase íntima, incómodamente íntima en ese momento, me supo a un compromiso obvio de no revelar nada de lo que pasó ese día. Y así lo hice. El siguiente día que nos vimos bastó una sonrisa nerviosa para sellar nuestro acuerdo inconfesado. El recuperó la memoria y yo simulé haberla extraviado por ambos. Al cabo de unos días Egüez siguió ensayando su inglés para nombrar los peones y las partidas porfiaron de dilatarse en el tablero por encima de cualquier amenaza que volvería a asemejarnos a reyes declinando de bruces la prédica de su derrota.

No hay comentarios:

Publicar un comentario