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martes, 11 de septiembre de 2018

EL SAN ANTONIO




Visto desde ese hospital en la mirada de un paciente que se asoma por una de sus ventanas sería apenas un instante de ocio enfermizo diluyéndose más allá de la bulliciosa avenida. En una mañana neblinosa emborronándolo todo sobre esa parte del Callao sería tan solo una mole extendida que revela su  breve misterio para luego desaparecer devorada por el siguiente espectro a punto de surgir. Pero para nosotros que estudiábamos allí y al acercarnos veíamos anticiparse sus esbeltas palmeras en una maciza custodia largamente postergada era nuestro colegio. El San Antonio. El lugar donde todo pasaba.

A veces el aullido metálico de la campana nos alcanzaba fuera del colegio para prevenirnos que estábamos a punto de llegar tarde y ya los más intrépidos desafiaban el tránsito de la avenida encrespada de velocidad y que los demás seguían dudosos dentro de una nerviosa caravana arremolinándose angosta en una mancha plomiza de sus uniformes más allá de la puerta de ingreso donde a partir de cierto momento unos brazos extendidos actuaban como retén y te hacían saber impiadosos que hoy los minutos te sobrepasaron de nuevo. Habías llegado tarde.

Naturalmente las más de las veces el tiempo estaba a tu favor y pasabas sin problemas hasta el patio donde había que formarse. Detrás del micrófono una voz amplificaba la orden de alinearse o de guardar silencio. Y la voz se apoderaba entonces de nosotros descendiendo de su estrado, reptando por el suelo del patio como una criatura implacable envolviéndonos en su ímpetu sonoro que trepaba por nuestros uniformes. Y a su influjo respondíamos convertidos en un solo organismo. Habíamos entrado al colegio cada quien con el ángulo propio de llevar su mochila sobre el cuerpo o bajo él, cada quien con su interrogante por el nuevo día. Pero en ese patio bajo el cielo del Callao entre tableros de básquet con toda su gloria enmudecida, en la mañana que despertaba como una pestaña soñolienta, lejos de nuestras casas, tomábamos otra identidad, una que nos hermanaba en un mismo espíritu. Ya éramos antonianos. Antonianos de corazón.

Horas después de que la ceremonia de apertura del día concluía, en un receso de las clases podías apropiarte de ese escenario de la mañana. Solo tres gradas te separaban de la breve cumbre donde todo había ocurrido. Los pelotazos del recreo no llegaban a estropear aquella solemnidad acumulada que entrado el día ya era un tajo de cemento fatigándose bajo el sol y entonces el mástil enarbolado solitario allí mismo derramaba una ridícula sombra. Podías ir por ella jugando a pisarla en un día de tedio supremo, absurdo, cuando el tiempo te crucificaba entre los maderos de una hora y la otra. O a veces era la sombra de ese mástil la que se interponía sin advertirlo en tu camino por el patio acuchillando tu reflejo en el piso como una jabalina atravesada de la que sobresalían por un instante impunes brazos y pies. Y la felicidad tenía la forma y el sabor de esa fruta en el fondo de tu bolsillo o tenía nombre propio y se llamaba como se llamaba el amigo con el que andabas.

Más allá del patio dejando atrás los jardines y su naturaleza suspendida en un verde arrullo, nuestras aulas se agrupaban en pabellones dispuestos uno tras otro extendiéndose en una sucesiva hilera y separados por breves tramos de cielo abierto de modo que si te situabas en un extremo a lo lejos podías distinguir el otro. Ese comienzo y ese final reconocibles de las aulas en la misma mirada meditabunda, allí con las manos aferradas a los primeros barrotes y como en un juego de espejos ver los pabellones multiplicados empequeñeciéndose cada vez más a la distancia entre las grietas de luz, era como tener ante sí representada toda la trayectoria del paso por el colegio desde la primaria hasta la secundaria, un lienzo bamboleante y travieso, tibio y trémulo, lisonjero y fecundo que como aquella visión iba dilatándose, iba fragmentándose en partes de ti mismo que recuperabas para volver a extraviarlos en los abismos de la memoria.

En la marcha de los días el colegio San Antonio habrá de continuar siendo tan solo lo que hay que ver por detrás del vidrio en el viaje sonámbulo por aquella avenida. Los pacientes del hospital enfrente seguirán interrogando su ocio y la respuesta se detendrá en sus muros bajos o tal vez se posará en el trazo de su insignia allí perpetuada. Y en los días en que la niebla emborrona todo con su manto embustero entre el guiño de los faroles se asomará su breve geometría ahuecándose en un instante ilusorio. Pero para nosotros que estudiamos allí y fue escoltado día tras día nuestro ingreso por la serena vigilia de sus palmeras, que el repique de su campana sentenciaba el inicio y el fin, de dónde iría nuestro pie, de si hacia la carpeta o fuera de ella, de si el libro sería un futuro empeñándose en nuestras sienes o empezaba a ser un olvido que huía por la puerta, que en sus aulas entramos hechos anhelo y salimos con un destino, para nosotros que estudiamos allí y en el patio entre tableros de básquet con su gloria enmudecida la voz detrás del micrófono coreografiaba el momento en que dejábamos de ser quiénes éramos para ser la suma de todos, el San Antonio es nuestro colegio. El tiempo reclinándose sin prisa a un lado de una bulliciosa avenida que va hacia todas partes.


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