Visto desde ese
hospital en la mirada de un paciente que se asoma por una de sus ventanas sería
apenas un instante de ocio enfermizo diluyéndose más allá de la bulliciosa
avenida. En una mañana neblinosa emborronándolo todo sobre esa parte del Callao
sería tan solo una mole extendida que revela su
breve misterio para luego desaparecer devorada por el siguiente espectro
a punto de surgir. Pero para nosotros que estudiábamos allí y al acercarnos
veíamos anticiparse sus esbeltas palmeras en una maciza custodia largamente
postergada era nuestro colegio. El San Antonio. El lugar donde todo pasaba.
A veces el
aullido metálico de la campana nos alcanzaba fuera del colegio para prevenirnos
que estábamos a punto de llegar tarde y ya los más intrépidos desafiaban el
tránsito de la avenida encrespada de velocidad y que los demás seguían dudosos
dentro de una nerviosa caravana arremolinándose angosta en una mancha plomiza
de sus uniformes más allá de la puerta de ingreso donde a partir de cierto
momento unos brazos extendidos actuaban como retén y te hacían saber impiadosos
que hoy los minutos te sobrepasaron de nuevo. Habías llegado tarde.
Naturalmente
las más de las veces el tiempo estaba a tu favor y pasabas sin problemas hasta
el patio donde había que formarse. Detrás del micrófono una voz amplificaba la
orden de alinearse o de guardar silencio. Y la voz se apoderaba entonces de
nosotros descendiendo de su estrado, reptando por el suelo del patio como una
criatura implacable envolviéndonos en su ímpetu sonoro que trepaba por nuestros
uniformes. Y a su influjo respondíamos convertidos en un solo organismo.
Habíamos entrado al colegio cada quien con el ángulo propio de llevar su
mochila sobre el cuerpo o bajo él, cada quien con su interrogante por el nuevo
día. Pero en ese patio bajo el cielo del Callao entre tableros de básquet con toda
su gloria enmudecida, en la mañana que despertaba como una pestaña soñolienta,
lejos de nuestras casas, tomábamos otra identidad, una que nos hermanaba en un
mismo espíritu. Ya éramos antonianos. Antonianos de corazón.
Horas después
de que la ceremonia de apertura del día concluía, en un receso de las clases podías
apropiarte de ese escenario de la mañana. Solo tres gradas te separaban de la
breve cumbre donde todo había ocurrido. Los pelotazos del recreo no llegaban a
estropear aquella solemnidad acumulada que entrado el día ya era un tajo de
cemento fatigándose bajo el sol y entonces el mástil enarbolado solitario allí mismo
derramaba una ridícula sombra. Podías ir por ella jugando a pisarla en un día
de tedio supremo, absurdo, cuando el tiempo te crucificaba entre los maderos de
una hora y la otra. O a veces era la sombra de ese mástil la que se interponía
sin advertirlo en tu camino por el patio acuchillando tu reflejo en el piso
como una jabalina atravesada de la que sobresalían por un instante impunes
brazos y pies. Y la felicidad tenía la forma y el sabor de esa fruta en el
fondo de tu bolsillo o tenía nombre propio y se llamaba como se llamaba el
amigo con el que andabas.
Más allá del
patio dejando atrás los jardines y su naturaleza suspendida en un verde arrullo,
nuestras aulas se agrupaban en pabellones dispuestos uno tras otro
extendiéndose en una sucesiva hilera y separados por breves tramos de cielo
abierto de modo que si te situabas en un extremo a lo lejos podías distinguir
el otro. Ese comienzo y ese final reconocibles de las aulas en la misma mirada
meditabunda, allí con las manos aferradas a los primeros barrotes y como en un
juego de espejos ver los pabellones multiplicados empequeñeciéndose cada vez
más a la distancia entre las grietas de luz, era como tener ante sí
representada toda la trayectoria del paso por el colegio desde la primaria
hasta la secundaria, un lienzo bamboleante y travieso, tibio y trémulo,
lisonjero y fecundo que como aquella visión iba dilatándose, iba fragmentándose
en partes de ti mismo que recuperabas para volver a extraviarlos en los abismos
de la memoria.
En la marcha de
los días el colegio San Antonio habrá de continuar siendo tan solo lo que hay
que ver por detrás del vidrio en el viaje sonámbulo por aquella avenida. Los
pacientes del hospital enfrente seguirán interrogando su ocio y la respuesta se
detendrá en sus muros bajos o tal vez se posará en el trazo de su insignia allí
perpetuada. Y en los días en que la niebla emborrona todo con su manto
embustero entre el guiño de los faroles se asomará su breve geometría
ahuecándose en un instante ilusorio. Pero para nosotros que estudiamos allí y
fue escoltado día tras día nuestro ingreso por la serena vigilia de sus
palmeras, que el repique de su campana sentenciaba el inicio y el fin, de dónde
iría nuestro pie, de si hacia la carpeta o fuera de ella, de si el libro sería
un futuro empeñándose en nuestras sienes o empezaba a ser un olvido que huía
por la puerta, que en sus aulas entramos hechos anhelo y salimos con un
destino, para nosotros que estudiamos allí y en el patio entre tableros de
básquet con su gloria enmudecida la voz detrás del micrófono coreografiaba el
momento en que dejábamos de ser quiénes éramos para ser la suma de todos, el
San Antonio es nuestro colegio. El tiempo reclinándose sin prisa a un lado de
una bulliciosa avenida que va hacia todas partes.
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