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miércoles, 19 de septiembre de 2018

LA LIBERTAD ARREPENTIDA


Nada más saliendo del colegio ya queríamos despojarnos de nuestra insignia. Sería mejor que las alas de esa pretenciosa águila desplegándose en el acrílico que llevábamos sobre el pecho aterricen en el pudor de nuestros bolsillos donde nadie supiera que éramos del San Antonio. Y ese otro rectangulito al lado de la insignia sostenido por un frágil imperdible en el que podía leerse si éramos García o Pérez, Montero o Rodríguez también era arrancado de su flamante lugar. Con esta identidad arrebatada y el anonimato precediendo nuestros pasos, nos volcábamos fuera del colegio emancipados al fin. Más tarde de regreso a nuestras casas otro ritual completaba dicho empeño cuando una fuerza que parecía la de un látigo desprendía el uniforme del cuerpo y lo sumía en el estrujamiento de un olvido estupendo de donde solo era recuperado por la resignación de un soñoliento día siguiente.

Esa era nuestra pequeña, nuestra efímera libertad. Liberarnos aunque de manera simbólica de las ataduras de ser alumnos. Del hierro de esa puerta cerrándose detrás de nosotros una vez ingresados al colegio con su espasmo de metal arrojándonos la carcelaria prohibición de que nadie podía atravesarla de nuevo antes de la hora de salida. De tener que alinearnos en el patio como las vértebras de un esqueleto que una voz amplificada por el micrófono iba distanciando en una sucesión de cabezas de altura creciente hasta llegar a ser aquella forma que a la distancia ennoblecían esos ojos elevados en el estrado. De sentarse en una carpeta, de porfiar el cuerpo al garabato de cada doblez suya, al imperativo de las manos que la concibieron y ser un poco como ellas, remedando su ridículo silencio en el aula austera al pie de las horas. La libertad, en fin, de dejar de ser los amanuenses que del otro lado de las hojas de un cuaderno perpetuaban palabras que no eran nuestras como si en la herrumbre del destino fuéramos los condenados a hacer que sobreviva un conocimiento remoto a punto de desaparecer.

Y esta libertad, estas ansias de recuperarnos a nosotros mismos eran alcanzadas cuando al salir del colegio, ganada la calle con el espíritu más cerca de la marcha vehemente del tránsito huyendo a toda prisa que del propio colegio ya enflaquecido a la distancia, la mano hereje en el pecho deshacía todo vínculo con él y su insignia culposa y dudosamente solemne caía derrotada en el profundo agujero del bolsillo. Y éramos libres entonces. Y cada nuevo paso bajo el uniforme plomo era una certeza de ir por una senda liberada. Sin esto ni aquello. Sin ojos lastimándose de la camisa desabotonada al viento ni un diccionario para acallar el incendio de una palabrota. Avanzando entre empujones. Con la revancha en los puños. Amos de aquella marcha breve, envanecida, equilibrándose a veces en el borde mismo de la acera y que se apagaba con el último de nosotros desapareciendo tras el ángulo de una esquina o en el estribo de un viejo ómnibus solo para llevar ese grito libertario todavía más lejos.

Y cuando por fin el último segundo de un reloj que parecía infinito se esfumó engullido por el clamor de un campanazo que así vitoreaba el último día de clases, aquella libertad se ensanchó por todos los vericuetos de la vida adulta. En su nombre batallamos bajo sábanas que se estremecían sudorosas, frenéticas y luego exhaustas. Fuimos reinventados por una nueva religión o elegimos una ideología que nos hizo pensar como ella. Despertamos en otras casas con fotografías colgadas de sus paredes que contaban otras historias. Abrazamos con ilusión una almohada y ya de pronto la almohada antes vacía reclinaba otro sueño que al despertar reconocía tu rostro y te llamaba papá. O quisiste ser abogado y la gente dejó de llamarte Ricardo, Pedro o Cristian y te dice doctor.

Podría hacer tantas cosas si quisiera ahora mismo. Romper esta hoja en la que escribo y nadie preguntará por ella mañana. Sentarme a contemplar el crepúsculo sin reproche. Envejecer un día entero delante del televisor. Abrir la puerta de casa y dejar que el azar me lleve solo por ir. Ser la mano que descubra esa moneda que el tiempo olvidó. El que descuelgue el aviso de “Entradas agotadas” por ocupar la última butaca del cine en la función de esta noche. Con las manos en los bolsillos o fuera de ellos, la chompa atada al cuello como bufanda o desperdiciada en el respaldar de una silla, estirando ocioso todo lo que dé el elástico de una liga o pronunciando místico un versículo que no es profano, el pie por delante a la hora en que otros duermen o hambriento más allá de una cornisa cuando una mesa ajena está llena, la libertad que tanto buscaba se descuelga y se bifurca entre mis días. Pero ahora que ha transcurrido el tiempo y soy quien he querido ser, o no lo soy pero me di en el empeño de serlo, ahora que visito el recuerdo de mis días en el colegio con la duda de un invidente que sacude su bastón frente a un bulto deformado, sé que la libertad a veces es una forma elaborada de reconocer que se está solo. Y también que es la manera desdichada con que renuncias a todo aquello que nunca debió de ser renunciable.

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