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martes, 4 de septiembre de 2018

LA CANASTA DE MI ABUELA

A veces en las orillas de un plato se desataba la fiesta en mi niñez. Era cuando lo llenaban de máchica. No se trataba más que simplemente de harina tostada de cebada, un polvo del que era muy fácil atragantarse si lo comías a prisa. Pero te divertías comiéndola porque era como si fuera una golosina estropeada por el peso de algo encima que la redujo a polvo y por su estado innoble entonces quedaban suprimidos los modales que de otro modo debías cumplir cuando estabas frente a una ensalada o un plato de arroz acompañado de lo que fuera. La máchica en cambio te permitía la licencia de sentarte ya no a la mesa sino incluso en las gradas de la escalera y además su aspecto terroso atrofiándose en el paladar era la excusa que necesitábamos para espolvorearle azúcar, asaltando su recipiente tan vigilado por mamá pero que entonces terminaba desprotegiendo al compadecerse de nuestros gestos que en algún momento debían ser propios de alguien que probaba algo de sabor tan empobrecido. No era una delicia, lo sé. Pero era feliz comiéndola. Y tal vez lo era porque nos lo traía mi abuela.

En casa teníamos un intercomunicador por lo que cuando alguien venía a visitarnos no sabíamos nada suyo excepto su voz proclamándose como una noticia revelada. Y saber que alguien está del otro lado de la puerta sin haberla visto te llena de expectación que pronto deshace la breve caminata hasta que lo dejas pasar a casa. Yo sentía esa emoción de oír primero la voz de mi abuela, una voz andina y doliente humanizando el rectángulo por donde nos comunicábamos, voz que era como una parte pequeña de sí misma anticipándose por entre las rendijas del aparato y que yo debía completar para que termine de llegar hasta nosotros. Y ahí estaba ella, bajita y preguntona casi siempre con su canasta de paja y el acertijo en su interior a ver que nos había traído esta vez.

No recuerdo que mi abuela se sentara nunca en la sala. Siempre en la cocina. No entre floreros y bodegones colgados de la pared. No en el sofá ni bajo la araña que extendía sus cristales en un abanico ostentoso. Se sentaba entre nuestras ollas y nuestra comida. Y si había un banquito lo prefería a una silla. Decía que le daba calor estar donde los demás nos sentíamos más cómodos. Era el cuerpo de mi abuela que a fuerza de los padecimientos, pesares y pobrezas había terminado por repudiar el confort.

En un momento la canasta de paja que mi abuela traía consigo por fin cedía a los reproches de nuestra impaciencia. No había juguetes. Tampoco propinas. Había algo más que alimentos en esa canasta de paja. No lo supe entonces pero lo comprendo ahora. Esa canasta era la forma que mi abuela tenía para decir lo mucho que nos quería. Ella que con dificultad podría escribir su nombre y el lugar donde nació en la misma oración nos hizo saber por entonces en el lenguaje universal de la ternura cómo una abuela ama a sus nietos. Y si mi espera por su llegada era lo que tardaba en abrirle la puerta cuando oía su voz, la suya era más lejana pues desde un remoto poblado de la sierra de La Libertad donde vivía se preguntaba por nosotros y su respuesta reclinada entre las montañas de los Andes tomaba la forma de sencillos granos de ñuña, de pan serrano obtenido de algún trueque por ropa usada, de humitas envueltas en el suspenso de su hoja de panca, de la polvorienta máchica ínfima como un residuo de aquello que fue, y todo esa añoranza así convertida zigzageaba los caminos, se rescataba a golpes de timón de las honduras de los abismos, y varios días después llegaba hasta nosotros para cumplir una promesa largamente acariciada.

Creo recordar que mamá tostaba la máchica a fuego lento si es que no venía ya preparada. De todas maneras nos dejaba listo un té cuando nos hartábamos de comerla cruda pues a veces se hacía necesario remojarla y entonces tomaba el aspecto de una masa pegajosa. Lo cierto es que la mesa quedaba convertida en el pedestal sobre la que se depositaba el triunfo de la canasta. No era obvio tampoco por entonces pero de algún modo la conversación giraba a impulso suyo pues mi abuela nos contaba historias relacionadas con la preparación de lo que nos había traído en la canasta o lo que les ocurrió a quienes lo habían hecho. De esta manera tuve mi primer acercamiento al llamado Perú profundo, un acercamiento por el lado de las supersticiones, de las historias macabras y tenebrosas que afiebraron mi infancia.

Ahora que han transcurrido varios años desde que probé por última vez un plato de máchica y que he dejado de ser enternecido por la canasta de mi abuela me he preguntado desde luego por ella. Y tengo que lamentar reconocer que más son las cosas que nos separan que las que unen. No solo lo digo por la distancia siendo que ella pasa la mayor parte del tiempo en su remota casa de un poblado de la sierra llamado Tayabamba, rodeada como está de sus nuevos hijos de dos y cuatro patas a los que cuida y seguramente malcria en el corral y fuera de él. Me refiero al hecho irrevocable de que esta pantalla que tengo al frente mientras escribo le es tan ajena como lo son para mí las enfermedades de sus cuyes o los caprichos que hace el lodo un día de aguacero. Sé que nunca podré comentar con ella los poemas de Borges. Sé que me dirigiría una mirada absurda si le cuento lo último que aprendí de páginas web. Seguramente también nos cueste entendernos porque ella llama palo grande a las personas de estatura elevada y el quechua de su niñez le hace decir algo así como "leg" a lo que sospecho que quiere decir "salió mal". Y ella encuentra en algún espíritu demoníaco la respuesta a una pesadilla a lo que yo llamo y apellido parálisis de sueño. 

La vida escogió para nosotros senderos muy diferentes. Pero más allá de las trampas del idioma y la deformidad de la cultura, más allá de la exclusión ciudad - campo y el tajo de la modernidad interponiéndose entre ambos, yo me sorprendo con nostalgia cómo en la sencilla canasta de paja mi abuela pudo hacer espacio para tantas y tantas cosas.

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