Seguidores

domingo, 30 de septiembre de 2018

LAS LUCES NO SE ENCIENDEN PARA FRANKLIN

   Con el bastón indeciso, interrogando sus pasos, lo veo avanzar por la avenida. Las personas que caminaban detrás de él lo superan pronto acaso con la prisa de quien tiene delante alguien retrasando su andar. Me intriga la fe de sus pasos a pesar de todo dados con un garbo sinuoso pero sin sobresaltos. El extremo del bastón deslizándose sobre el suelo es como una criatura milagrosa de la que lleva sujeta por la cola y que intuye por él ese incompleto borde de las cosas hasta que la duda se hace incertidumbre cuando la larga acera termina en un aterrador vacío y entonces una mueca de alerta es todo con lo que cuenta para decidir si es seguro llegar del otro lado, sorteando el peligro en la forma de ruedas impregnadas de velocidad hasta llegar de nuevo a la siguiente acera donde la eterna duda lo siga precediendo y sea resuelta con otra geometría imperfecta u omitida con afortunado azar por el extremo del bastón.

   Mi voz lo ha sacado de su mundo de sombras. Lo he sobresaltado. Absurdo, olvidé la obviedad de que no tenía forma de saber de mi presencia. Su breve turbación se convierte pronto en una sonrisa. Me la ha lanzado girándose hacia mí en un ángulo impreciso que corrijo disolviendo la distancia que nos separa. No me ha tomado del brazo sino que soy yo quien le ha extendido el mío. En ese momento no lo pensé pero me doy cuenta ahora que era la forma de darme su confianza. Una confianza ciega se diría con impertinente redundancia. También en todo caso curiosidad disfrazada de noble gesto. Dio entonces un reposo a la fatiga de su bastón. Avanzamos hacia su destino. A medida que lo hacíamos fui entregándole migajas del mundo sensible. El plano inclinado de una rampa. Un letrero que concluía oblicuo. La izquierda o la derecha ahuecándose en libertad para nosotros. Y así le fui dilatando las paredes de su estrecha realidad que mide lo que mide el largo de su bastón. Salvo que todo aquello que le anticipaba se redujo a la miseria de lo episódico pues nada le dije del color del cielo bajo el que caminamos, ni del ocio de las ramas agitándose en los árboles soberbios, ni de los adornos del otro lado de una vitrina negados para sus ojos sin luz.

   Supe que se llamaba Franklin. Supe que trabajaba en la esquina de un chifa no muy lejos de ahí. “Yo lavo los autos del chifa” me dijo haciendo cóncavas las manos. “Yo los cuido”. La pausa que vino enseguida excavó un hoyo donde fue a parar la cruel paradoja que él mismo sentenció: “No sé cómo un ciego puede cuidar los autos…” Y desde luego de todos los hoyos del camino ese fue el más difícil que tuvimos que dejar atrás.

   Al llegar hasta donde nos dirigíamos una voz amiga nos alertó que habíamos inadvertido la puerta esencial. Retrocedimos y él se liberó de mi guía para extender los brazos en una súplica por una pronta respuesta. La superficie de un vidrio cesó su búsqueda pero también le entregó otra que fue a parar en el largo y en el ancho del muro de aquella puerta que sus manos recorrieron con familiaridad. Y Franklin se introdujo solo en esa habitación, internándose sin mi ayuda de nuevo a ese mundo de vagas sombras donde crepitan como ausentes la existencia de las cosas revelándosele solo por fragmentos debajo de los afanes de su piel.

   Tras aguardarlo afuera unos instantes hicimos luego el camino de regreso. Al pasar por cierto punto me contó que era amigo de ese vigilante y señaló la materia de un auto estacionado en lugar de una humanidad distinguible. Supongo que tuvo algo de gracia ese acto fallido. Pero un pudor hizo que no prosperara en risa. Después de todo, en aquella avenida bulliciosa hormigueada de criaturas con la perezosa certeza de saber hacia dónde iban, escrito el definitivo mensaje de los anuncios en busca de sus miradas efímeras, y con la naturaleza empeñándose en ramificarse para ser nombrada verde, lila o celeste, cuerpo a cuerpo al lado de ese hombre amigo de los postes y sabio de cada agujero del suelo por donde pasa su desdicha, yo solo podía sentir la culpa hiriéndome entre los ojos.

   Y mientras esta noche sin tropiezos me he dispuesto de todo lo que necesito para narrar esta experiencia, abrumado caigo en la cuenta de que en algún lugar Franklin auscultó entre varias otras la moneda que le di al despedirme para descifrar el valor del metal que enfriaba su mano dentro de una habitación silenciosa donde no hiciera falta encender ninguna luz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario