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martes, 4 de septiembre de 2018

EL ADIÓS NO TIENE POR QUÉ SER IMPAR

Cuando papá murió la vida me obsequió la oportunidad de despedirme físicamente dos veces de maneras distintas a pesar del único despojo de su cuerpo inerte. La primera despedida fue la más obvia al momento de vestirlo para las honras fúnebres. Mamá le llevó al hospital uno de sus muchos trajes con los que se vestía para ir a trabajar. Era de color azul si es que los casi veinte años que han transcurrido desde entonces ya no desfiguran el recuerdo. Seguramente ella supo que estaba a punto de llegar antes de alcanzar a ver el edificio hospitalario anticipándoselo la acidez en el vientre que su cuerpo asaltado por las zozobras había aprendido a asociar con la inminencia de la visitas al padecimiento de papá. Seguramente también su forma elástica de asir el traje directamente del gancho con que lo había retirado del guardarropa donde ya colgaba inútil era la resistencia a no vestir la muerte. Y en efecto mamá se rehusó a ingresar al depósito fúnebre donde iban a mudar esa bata ondulante desplegada sobre los estragos que había ocasionado el cáncer sobre el cuerpo de papá para alistarlo con el traje azul y disfrazar de extraña elegancia la macabra última de todas sus citas.

El visor donde puede verse enumerados los pisos por donde se desplaza de arriba abajo el ascensor me dio un anuncio de lo que estaba a punto de presenciar. En ese estrecho cubículo donde se zarandeaba la camilla con el cadáver oculto por una manta pudorosa, el rápido descenso de los números resaltados en rojo dio paso a una inversión en la cifra hasta que empezó a centellar un incomprensible incremento en la progresión numérica. Habíamos accedido a uno de los sótanos del hospital. Las puertas se abrieron para nosotros y ya serpenteábamos por pasadizos poco iluminados en donde la fricción de las llantas de la endeble camilla se apoderaba de las paredes excavadas en las entrañas de la tierra. Quizá tuve un frágil consuelo al saber que papá iba por delante de nosotros, él que siempre anduvo a paso ligero precediendo a quienes lo acompañaban incluyendo las intervenciones concretas.

No recuerdo bien cómo el enfermero sanitario apenas reconocible detrás de su mascarilla nos dejó a solas a uno de mis tíos y a mí con el cuerpo una vez llegado a nuestro lúgubre destino para que nosotros termináramos de vestirlo. Antes de salir nos previno de la forma correcta de enfundar la camisa y el saco sin perpetrar el sacrigelio de quebrarle ningún hueso. Y ahí estaba yo devolviendo tardíamente al destino las muchas veces que papá me cambió y abrigó de pequeño. En esa sala húmeda, silenciosa y atroz haría otro tanto con el hombre que hasta hace poco llamaba papá y ahora era solo un manojo que se rendía con aberrante docilidad a nuestros movimientos que concertábamos con una mezcla de dudosa solemnidad y emprendimientos fallidos. En un momento las prendas hicieron un capricho que me obligó a tener que tocar su piel desnuda. Supe entonces que el invierno es la forma cómo te invade la muerte para llevarte consigo lejos del calor de los tuyos. El asombro y la piedad debieron quedarse al lado del traje azul con que el cuerpo de papá yacía resignado en el subterráneo depósito entre frascos de formol y bandejas inhumanas acumulando en su mirada extraviada la ridícula espera de quien aguarda aquello de lo que ya no puede acudir por sí mismo.

De regreso al piso donde ocurrió el póstumo drama de papá el paciente de la cama de al lado del hospital y su esposa fueron los primeros en darnos el pésame, los primeros también con los que balbuceé la penosa forma de hablar de alguien atrapado en un pasado irrecuperable que ya fue. Allí coincidieron el pesar que recién se estrenaba y la huérfana memoria explorada de puntitas frente a la incertidumbre del paciente que se interrogaba frente a la elocuencia de su incierto destino. Entonces de pronto todo ese momento íntimo desencadenó en una oportunidad que a la postre se convirtió en la segunda despedida a papá de la que he hablado al inicio. Viendo a ese doliente en su cama reclinada, algo me condujo a reconocer una simetría en todo aquello y en un rapto de audacia apesadumbrada le comuniqué el pedido que llegó a dividir mis días en dos:

-"Mi papá también era calvo como usted… ¿Le podría… frotar la cabeza…?"

Y entonces ese hombre amablemente maravilloso a quien no había visto nunca y no supe de él después jamás, se convirtió en ese instante impostado en lo último que tuve de papá. Acariciando esa tibia cabeza calva con el estéril mechón en la nuca, porfiando ser de nuevo el hijo deslumbrado que algún día fui, contemplando ese ajeno rostro que fue sin embargo de algún modo familiar, entre mis manos papá acabó por desvanecerse al fin diluido como una vana ilusión.

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