Seguidores

miércoles, 28 de febrero de 2018

PARA MIS PEQUEÑOS GIGANTES



Joan, Joel y Carla:


Deben saber que hace poco reuní en una lista muy completa a la gente que alguna vez había conocido de cerca y sean usuarios de internet para enviarles una propuesta. Ahora que he sabido de ustedes después de muchos años me sorprendió reparar que ni remotamente se me pasó el considerarlos en esa lista.

Es obvio que ahora ustedes ya cumplían los requisitos para integrar la lista y sin embargo no pertenecen a ella. He pensando el por qué de esa omisión y me di cuenta que no obstante el largo tiempo transcurrido, despreciando la realidad o quizá ensimismado por ella misma, en mi mente ustedes eran aún los niños pequeños que yo conocí.

El tiempo pasa desde luego o peor aún te sobrepasa, pero discretamente te aferras en creer que aún no se ha llevado consigo todos esos años tal como los dejaste atrás y luego entonces comprendes que el aparente olvido queda transmutado en una larga tregua entre este instante y un pasado lleno de recuerdos vivos.

Si hubiera tenido que decirles algo importante cuando los conocí supongo que les hubiera hecho un dibujo de ustedes tres perseguidos por un dinosaurio que yo tendría sujeto por la cola con la promesa disfrazada de protegerlos de los peligros del mundo. Ahora que son grandes he de escribirles con las mismas letras que usan los adultos, los hombres y las mujeres para firmar un contrato usurero, sentenciar una biopsia atroz o declarar una guerra incruenta. De mi parte, adulto al fin, me alcanza este pobre recurso para reconocer que yo no he sido para ustedes el que sujetaba la cola de ese dinosaurio que debió acecharlos en su enarenada travesía rumbo hacia alguna parte.

¿Me perdonarían?

Detrás de estas líneas, más allá de una vaga anticipación, me los imagino a los tres descifrándolas una línea tras otra con gestos que de poder verlos yo ahora no alcanzaría a reconocer si es que el destino en su farsa no nos hizo ya antes tropezar en el absurdo de doblar la misma anónima esquina, intercambiando el mismo billete peregrino tras una compra indiferente, o con la efímera esperanza compartida de que cese ya la luz del semáforo en ese cruce que no nos favorecía, todo esto sin saber que tal vez de uno y otro lado pudiéramos haber estado alguno de ustedes y yo juntos pero abandonados de esa certeza.

Ahora que dejaron de ser lo que fueron, ahora que por fin alcanzan el piso al sentarse a la mesa, que aprendieron a cepillarse bien los dientes (y quizá hasta de manera profesional), rompen un vaso con la impunidad que da el dinero que lo repone, desnudan al de al lado sin rubor o se interrogan por la noticia de un aburrido tabloide en lugar del vibrante último episodio del Conde Pátula, ahora que son otros, sin dejar de los mismos, los abrazo tiernamente, incrédulo y maravillado, desde este otro borde del tiempo que tan ajeno parece. 

Pero insisto, en realidad solo parece ajeno.

EL TIEMPO SOBRE SAN ANTONIO


Sobre una placa de granito por todo recuerdo tangible yacen perennizados a cuatro columnas los nombres de quienes integramos la promoción 89 del colegio San Antonio Marianistas.


Muchos años atrás a la sola pronunciación de cualquiera de estos nombres le sobrevenía una obvia inquietud y entonces todo el largo y todo lo ancho de un cuerpo se giraba hacia esa evocación que le pertenecía. Era el llamado decisivo, la realidad colocándose como un pedestal sonoro debajo de uno para señalarlo con precisión soberana durante un instante. La respuesta de quién rompió qué, o dónde estaba lo que nadie hallaba, tenía en nuestros nombres la custodia para descifrar esos pequeños misterios. Si el lenguaje es una jungla de predicados y de verbos que deben abrirse paso para hallar el sustantivo que los justifique, en aquel tiempo nosotros éramos esas justificaciones.


Sin embargo ahora que nos marchamos hace mucho del San Antonio, todos estos nombres desterrados como están de carpetas enseñoreadas por otros, de pizarras memoriosas para otros, de uniformes que usurpan otros, ahora han quedado apretadamente confinados en la escueta brevedad de un rectángulo fuera de cuyos márgenes se extiende el más amplio olvido de quienes en verdad fuimos. Se diría que en la geometría de la vida, de las cóncavas y auspiciosas entrañas de una madre hemos terminado como colectivo de estudiantes en los cuatro rincones de un estrecho rectángulo que tanto se parece a ese otro donde todos nos iremos a reclinar alguna vez sin remedio.


En los ojos de ese alumno que ahora la observa, nuestra placa conmemorativa se hace tan anónima como lo es él para nosotros con su apariencia tan impensable que solo podemos suponerlo en una vaga versión de nosotros mismos. De pie frente al nostálgico muro nos arrojaría una mirada compasiva mientras los mordiscos de una minúscula golosina lo devolverían al rigor de su presente. Los centímetros que lo separen serían engañosamente cercanos. Descifraría que cada renglón representa a uno de nosotros y solo una fe remota le haría creer persuadido que cada nombre esconde una historia singular.


Hurgando en el oneroso listado de esas cuatro columnas pronto se convencería de lo inútil que resultaría para él hallar un real sentido a la sucesión de nombres. Allí donde lea Faijo solo verá el acertijo de sus letras; Cánepa ya no será quien fuera sino para él apenas una prosaica esdrújula; Larragán dejará de ser Larragán para asomar sobre una voz enfática; Gonzales ya no será Gonzales ni García, García, sino la misma homonimia de siempre; Pechón será esa parte del cuerpo sugerida y Salas esa parte de la casa; Elías retomará su hado de profeta milenario, Larenas, empequeñecerá en un puñado de eso mismo extraído de algún desierto, Terrones, un redundante dulce terrón de azúcar; Passuni, el descendiente de ese italiano que tampoco quiso marcharse del Perú; Burling, un grito de batalla vikingo en alguna impronunciable fecha...

Y así, como el eco que no devuelve una caverna absurda, los nombres que ya no escuchan quedarán como nuestra incógnita huella en el redondo barro del mundo. Una mancha ortográfica que persiste colgada de la pared. El garabato que retorna a la orfandad del vientre del alfabeto que alguna vez nos nombró.

LA PALMERA


El parque de mi infancia tiene una palmera muy alta y gibosa. Se le alborota el penacho cuesta abajo azotado por el viento pero enseguida su espinoso y grueso tronco le devuelve el estado de dudoso equilibrio como si la propia tierra que la cobija le recordara la esbelta promesa de unas manos que la sembraron envueltas en una esperanza remota: "Serás la sombra de nuestro parque."

Con la promesa futura todavía en un regazo ajeno, aquel lejano día debieron excavar un hoyo profundo en ese preciso lugar del parque y bajo el cielo de San Miguel, arañando literalmente la tierra, sepultaron la palmera en ese cóncavo fondo consagrado de modo que apenas si asomaron con brevedad sus hojas del ras del suelo. Y con la última exhausta pala revolviendo la tierra sumisa aquellos hombres más altos y más fuertes que esa tierna criatura finalmente la dejaron atrás. Desafiando sus límites, ese día el parque había crecido más allá del largo y el ancho del estrecho rectángulo que lo contenía.

Muchos años después en el abanico de sus hojas reverdece aquel empeño fecundo elevado ahora a una altura de vértigo, bastante más alto aún que las propias casas erigidas por esos mismos hombres que alguna vez pusieron en pie la palmera, inciertos de verse enormemente superados por su pequeña obra.

Aún viviendo algo distante del parque donde yace la palmera yo mismo puedo verla desde mi casa irguiéndose con su naturaleza viva por sobre el pétreo destino de los muros, enseñoreándose más allá de la soberbia de una azotea, meciéndose caprichosa por el viento en un gigantesco bamboleo como si afirmara un perpetuo sí quiero. Y solo después de mucho tiempo de meditar una y otra vez su espinoso tronco y de ignorar su obvia presencia muchas veces más, he llegado por fin a la tardía conclusión de que ambos hemos crecido juntos.

Desde luego no tengo forma de saber quién de los dos morirá primero. De si llegaré a ver el día de su épico desplome con la insólita rendición de su ímpetu aéreo a todo lo largo del mundano suelo o de si por el contrario el humo de un cigarro de quien extrañe mi partida termine de desvanecerse cerca de su robusto tronco. Supongo que también desconozco o me costaría admitir cuál de ambos se mantuvo más fiel a sí mismo. Y sería acaso una pregunta cruel el dilucidar quién llegó más lejos.

Lo cierto es que algún tipo de reconciliación conmigo mismo debe haber al reconocerme en la historia de esa palmera. Saber con orgullo que esa esbelta promesa de ser la sombra del parque se cumplió en mí. Llegar a saber que ahora también alcanza a las nuevas cabecitas pequeñas. Que cada espina de su tallo es la misma atravesada espina que te recuerda lo doloroso que es crecer. Que compartimos el mismo amanecer sin un por qué. Que persiste allí mismo más allá de las ruinas de todo lo que vi derrumbarse. Que fue el primer arco en mi película de fútbol. Ese hito que sentenciaba el triunfo o el fracaso al patear una pelota. La espalda de todos suplicándole reclinar nuestra fatiga. La cosa observada que define al espectador...

Saber, en fin, que la vida es un efímero minutero girando alrededor en busca de alguna sombra bienhechora como aquella que se columpia en lo más alto de mi querida palmera en su incesante carrusel con el sol.

CUANDO PAPÁ ME BAJÓ UN PEDACITO DE CIELO


Tras muchos intentos fallidos, aquel día de mi infancia se hizo evidente que fracasaríamos en elevar la cometa.

Hacia el final de varios metros de una cuerda de pabilo extendido, la voz de mi padre se hacía apenas audible entre montoncitos de piedra y restos de alguna poda de jardines arrojados en medio de esa amplia pampa adonde habíamos acudido para coronar mi anhelo de ocho años. A lo lejos él levantaba todo lo que podía la cometa sobre la cabeza con los brazos extendidos en la posición de alguien rindiéndose a su adversario, mientras que la larga cuerda de pabilo atada a ella la jalaba yo mismo hacia el lado opuesto de la polvorienta pampa, en una veloz carrera siguiendo ese breve destino que dejaban ver las huellas de otros sobre la tierra y que me hacían de este modo vagamente formar parte de una larga tradición de incursionar por los aires con un artefacto maravillosamente grácil como las cometas.

He olvidado ya cómo debió ser la mía propia. De si era tal cual las he visto tiempo después ofrecidas en alguna esquina de mi ciudad con la forma de un colorido murciélago siendo toda ella unas alas extendidas unidas por un simple eje que era una varilla desmontable, o si era más bien ese más clásico diseño asemejándose a un rombo con una cola larguísima hecha de harapos atados entre sí para extenderla todo lo que se pudiera.

Lo que sí recuerdo bien en cambio es una y otra vez sentir en las manos la tensión que precedía al instante de cuando un viento favorable le hacía decir a viva voz a papá que había llegado el momento preciso con un poderoso “¡Ya…!” y luego de otro persistente fracaso por elevar la cometa, ver el mismo gigantesco garabato en que terminaba convertido el pabilo a todo lo largo de la pampa, debiéndolo enrollar a prisa en un redundante ovillo al que se le iba dilatando el vientre a medida que progresaba como si se tratara de un obeso muñeco que ningún niño quiere y al que no le puedes mirar el rostro y menos aún la sonrisa.

Sencillamente aquella vez los brazos de papá elevados eran como una vana plegaria bajo la inmensidad de un cielo ajeno mientras todo ese polvo de la pampa parecía una incierta cadena atada a nuestro tobillo que pretendíamos emancipar con una frágil cometa que llevara en sus alas el deseo de nuestros nombres.

Y la desdicha que sentía por entonces se puso aún peor cuando muy cerca de nosotros vimos cómo un niño solitario gobernaba su propia cometa haciéndola describir toda suerte de insospechados movimientos por el aire en lo que a la luz de mi desalentador fracaso era un doloroso espectáculo de acrobacias que incluso simulaban caídas en picada para en el último providencial momento remontar airoso de nuevo cuesta arriba.

Papá debió descubrir en mí esa mirada indescifrable de los niños que tiene de admiración y de envidia. Quizá también me vio luego cabizbajo con esa dolorosa búsqueda de querer enterrar la desilusión en algún palmo de tierra mientras me alcanzaba la sombra de aquella cometa planeando ágil sobre todos mis silencios, recordándome con cada zarpazo de su forma redibujada en el polvo lo miserablemente lejos que estaba de ser feliz.

Pude ver luego a papá alejarse de mí para acercarse al niño de la cometa. Supongo que fue ahí cuando advertí de esa cicatriz atravesándole con rencor un lado de su quijada al punto que podía reconocerse en ella la fiereza del perro que se la perpetró. Y si los años no me traicionan creando una leyenda en torno a él, hasta diría que consagró una ramita en la herramienta con que dibujó para nosotros sobre la tierra el modo de cómo él mismo se había hecho su propia cometa en una rústica revelación suya de los secretos descifrados al aire.

Como haya sido el encuentro con aquel niño del mentón de rencorosa cicatriz, lo cierto es que en algún momento cuando papá hablaba con él a cierta distancia en lo que parecía una negociación entre ambos, para mi asombro vi de pronto al niño marcharse con las manos vacías al tiempo que ese hombre calvo y grueso que era mi padre comenzaba a llegar hasta donde yo estaba con pasos que solo puedo describir ahora como gloriosos, por encima de toda esa derrota nuestra, dejando tras de él uno tras otro los montoncitos de piedra de la pampa si acaso el polvo levantado en su andar no lo envolvía ya en una estela de la cual emergió con victoriosa ternura, y acercándome la propia espléndida cometa del niño ido, me dijo entonces la frase que habrá de acompañarme hasta el día de mi muerte:

- “Te la he comprado, hijo.”

Aquel día, ya de regreso a casa, mientras el televisor parpadeaba en la oscuridad con algún programa animado que me divertía junto a mis hermanas, mamá alistaba algo para nosotros y en mi habitación se reclinaba un fantástico nuevo juguete con esqueleto de caña y piel de papel multicolor, comprendí que tenía un papá capaz de arrancar un pedacito de cielo para mí.