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miércoles, 28 de febrero de 2018

LA PALMERA


El parque de mi infancia tiene una palmera muy alta y gibosa. Se le alborota el penacho cuesta abajo azotado por el viento pero enseguida su espinoso y grueso tronco le devuelve el estado de dudoso equilibrio como si la propia tierra que la cobija le recordara la esbelta promesa de unas manos que la sembraron envueltas en una esperanza remota: "Serás la sombra de nuestro parque."

Con la promesa futura todavía en un regazo ajeno, aquel lejano día debieron excavar un hoyo profundo en ese preciso lugar del parque y bajo el cielo de San Miguel, arañando literalmente la tierra, sepultaron la palmera en ese cóncavo fondo consagrado de modo que apenas si asomaron con brevedad sus hojas del ras del suelo. Y con la última exhausta pala revolviendo la tierra sumisa aquellos hombres más altos y más fuertes que esa tierna criatura finalmente la dejaron atrás. Desafiando sus límites, ese día el parque había crecido más allá del largo y el ancho del estrecho rectángulo que lo contenía.

Muchos años después en el abanico de sus hojas reverdece aquel empeño fecundo elevado ahora a una altura de vértigo, bastante más alto aún que las propias casas erigidas por esos mismos hombres que alguna vez pusieron en pie la palmera, inciertos de verse enormemente superados por su pequeña obra.

Aún viviendo algo distante del parque donde yace la palmera yo mismo puedo verla desde mi casa irguiéndose con su naturaleza viva por sobre el pétreo destino de los muros, enseñoreándose más allá de la soberbia de una azotea, meciéndose caprichosa por el viento en un gigantesco bamboleo como si afirmara un perpetuo sí quiero. Y solo después de mucho tiempo de meditar una y otra vez su espinoso tronco y de ignorar su obvia presencia muchas veces más, he llegado por fin a la tardía conclusión de que ambos hemos crecido juntos.

Desde luego no tengo forma de saber quién de los dos morirá primero. De si llegaré a ver el día de su épico desplome con la insólita rendición de su ímpetu aéreo a todo lo largo del mundano suelo o de si por el contrario el humo de un cigarro de quien extrañe mi partida termine de desvanecerse cerca de su robusto tronco. Supongo que también desconozco o me costaría admitir cuál de ambos se mantuvo más fiel a sí mismo. Y sería acaso una pregunta cruel el dilucidar quién llegó más lejos.

Lo cierto es que algún tipo de reconciliación conmigo mismo debe haber al reconocerme en la historia de esa palmera. Saber con orgullo que esa esbelta promesa de ser la sombra del parque se cumplió en mí. Llegar a saber que ahora también alcanza a las nuevas cabecitas pequeñas. Que cada espina de su tallo es la misma atravesada espina que te recuerda lo doloroso que es crecer. Que compartimos el mismo amanecer sin un por qué. Que persiste allí mismo más allá de las ruinas de todo lo que vi derrumbarse. Que fue el primer arco en mi película de fútbol. Ese hito que sentenciaba el triunfo o el fracaso al patear una pelota. La espalda de todos suplicándole reclinar nuestra fatiga. La cosa observada que define al espectador...

Saber, en fin, que la vida es un efímero minutero girando alrededor en busca de alguna sombra bienhechora como aquella que se columpia en lo más alto de mi querida palmera en su incesante carrusel con el sol.

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