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miércoles, 28 de febrero de 2018

EL TIEMPO SOBRE SAN ANTONIO


Sobre una placa de granito por todo recuerdo tangible yacen perennizados a cuatro columnas los nombres de quienes integramos la promoción 89 del colegio San Antonio Marianistas.


Muchos años atrás a la sola pronunciación de cualquiera de estos nombres le sobrevenía una obvia inquietud y entonces todo el largo y todo lo ancho de un cuerpo se giraba hacia esa evocación que le pertenecía. Era el llamado decisivo, la realidad colocándose como un pedestal sonoro debajo de uno para señalarlo con precisión soberana durante un instante. La respuesta de quién rompió qué, o dónde estaba lo que nadie hallaba, tenía en nuestros nombres la custodia para descifrar esos pequeños misterios. Si el lenguaje es una jungla de predicados y de verbos que deben abrirse paso para hallar el sustantivo que los justifique, en aquel tiempo nosotros éramos esas justificaciones.


Sin embargo ahora que nos marchamos hace mucho del San Antonio, todos estos nombres desterrados como están de carpetas enseñoreadas por otros, de pizarras memoriosas para otros, de uniformes que usurpan otros, ahora han quedado apretadamente confinados en la escueta brevedad de un rectángulo fuera de cuyos márgenes se extiende el más amplio olvido de quienes en verdad fuimos. Se diría que en la geometría de la vida, de las cóncavas y auspiciosas entrañas de una madre hemos terminado como colectivo de estudiantes en los cuatro rincones de un estrecho rectángulo que tanto se parece a ese otro donde todos nos iremos a reclinar alguna vez sin remedio.


En los ojos de ese alumno que ahora la observa, nuestra placa conmemorativa se hace tan anónima como lo es él para nosotros con su apariencia tan impensable que solo podemos suponerlo en una vaga versión de nosotros mismos. De pie frente al nostálgico muro nos arrojaría una mirada compasiva mientras los mordiscos de una minúscula golosina lo devolverían al rigor de su presente. Los centímetros que lo separen serían engañosamente cercanos. Descifraría que cada renglón representa a uno de nosotros y solo una fe remota le haría creer persuadido que cada nombre esconde una historia singular.


Hurgando en el oneroso listado de esas cuatro columnas pronto se convencería de lo inútil que resultaría para él hallar un real sentido a la sucesión de nombres. Allí donde lea Faijo solo verá el acertijo de sus letras; Cánepa ya no será quien fuera sino para él apenas una prosaica esdrújula; Larragán dejará de ser Larragán para asomar sobre una voz enfática; Gonzales ya no será Gonzales ni García, García, sino la misma homonimia de siempre; Pechón será esa parte del cuerpo sugerida y Salas esa parte de la casa; Elías retomará su hado de profeta milenario, Larenas, empequeñecerá en un puñado de eso mismo extraído de algún desierto, Terrones, un redundante dulce terrón de azúcar; Passuni, el descendiente de ese italiano que tampoco quiso marcharse del Perú; Burling, un grito de batalla vikingo en alguna impronunciable fecha...

Y así, como el eco que no devuelve una caverna absurda, los nombres que ya no escuchan quedarán como nuestra incógnita huella en el redondo barro del mundo. Una mancha ortográfica que persiste colgada de la pared. El garabato que retorna a la orfandad del vientre del alfabeto que alguna vez nos nombró.

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