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miércoles, 28 de febrero de 2018

CUANDO PAPÁ ME BAJÓ UN PEDACITO DE CIELO


Tras muchos intentos fallidos, aquel día de mi infancia se hizo evidente que fracasaríamos en elevar la cometa.

Hacia el final de varios metros de una cuerda de pabilo extendido, la voz de mi padre se hacía apenas audible entre montoncitos de piedra y restos de alguna poda de jardines arrojados en medio de esa amplia pampa adonde habíamos acudido para coronar mi anhelo de ocho años. A lo lejos él levantaba todo lo que podía la cometa sobre la cabeza con los brazos extendidos en la posición de alguien rindiéndose a su adversario, mientras que la larga cuerda de pabilo atada a ella la jalaba yo mismo hacia el lado opuesto de la polvorienta pampa, en una veloz carrera siguiendo ese breve destino que dejaban ver las huellas de otros sobre la tierra y que me hacían de este modo vagamente formar parte de una larga tradición de incursionar por los aires con un artefacto maravillosamente grácil como las cometas.

He olvidado ya cómo debió ser la mía propia. De si era tal cual las he visto tiempo después ofrecidas en alguna esquina de mi ciudad con la forma de un colorido murciélago siendo toda ella unas alas extendidas unidas por un simple eje que era una varilla desmontable, o si era más bien ese más clásico diseño asemejándose a un rombo con una cola larguísima hecha de harapos atados entre sí para extenderla todo lo que se pudiera.

Lo que sí recuerdo bien en cambio es una y otra vez sentir en las manos la tensión que precedía al instante de cuando un viento favorable le hacía decir a viva voz a papá que había llegado el momento preciso con un poderoso “¡Ya…!” y luego de otro persistente fracaso por elevar la cometa, ver el mismo gigantesco garabato en que terminaba convertido el pabilo a todo lo largo de la pampa, debiéndolo enrollar a prisa en un redundante ovillo al que se le iba dilatando el vientre a medida que progresaba como si se tratara de un obeso muñeco que ningún niño quiere y al que no le puedes mirar el rostro y menos aún la sonrisa.

Sencillamente aquella vez los brazos de papá elevados eran como una vana plegaria bajo la inmensidad de un cielo ajeno mientras todo ese polvo de la pampa parecía una incierta cadena atada a nuestro tobillo que pretendíamos emancipar con una frágil cometa que llevara en sus alas el deseo de nuestros nombres.

Y la desdicha que sentía por entonces se puso aún peor cuando muy cerca de nosotros vimos cómo un niño solitario gobernaba su propia cometa haciéndola describir toda suerte de insospechados movimientos por el aire en lo que a la luz de mi desalentador fracaso era un doloroso espectáculo de acrobacias que incluso simulaban caídas en picada para en el último providencial momento remontar airoso de nuevo cuesta arriba.

Papá debió descubrir en mí esa mirada indescifrable de los niños que tiene de admiración y de envidia. Quizá también me vio luego cabizbajo con esa dolorosa búsqueda de querer enterrar la desilusión en algún palmo de tierra mientras me alcanzaba la sombra de aquella cometa planeando ágil sobre todos mis silencios, recordándome con cada zarpazo de su forma redibujada en el polvo lo miserablemente lejos que estaba de ser feliz.

Pude ver luego a papá alejarse de mí para acercarse al niño de la cometa. Supongo que fue ahí cuando advertí de esa cicatriz atravesándole con rencor un lado de su quijada al punto que podía reconocerse en ella la fiereza del perro que se la perpetró. Y si los años no me traicionan creando una leyenda en torno a él, hasta diría que consagró una ramita en la herramienta con que dibujó para nosotros sobre la tierra el modo de cómo él mismo se había hecho su propia cometa en una rústica revelación suya de los secretos descifrados al aire.

Como haya sido el encuentro con aquel niño del mentón de rencorosa cicatriz, lo cierto es que en algún momento cuando papá hablaba con él a cierta distancia en lo que parecía una negociación entre ambos, para mi asombro vi de pronto al niño marcharse con las manos vacías al tiempo que ese hombre calvo y grueso que era mi padre comenzaba a llegar hasta donde yo estaba con pasos que solo puedo describir ahora como gloriosos, por encima de toda esa derrota nuestra, dejando tras de él uno tras otro los montoncitos de piedra de la pampa si acaso el polvo levantado en su andar no lo envolvía ya en una estela de la cual emergió con victoriosa ternura, y acercándome la propia espléndida cometa del niño ido, me dijo entonces la frase que habrá de acompañarme hasta el día de mi muerte:

- “Te la he comprado, hijo.”

Aquel día, ya de regreso a casa, mientras el televisor parpadeaba en la oscuridad con algún programa animado que me divertía junto a mis hermanas, mamá alistaba algo para nosotros y en mi habitación se reclinaba un fantástico nuevo juguete con esqueleto de caña y piel de papel multicolor, comprendí que tenía un papá capaz de arrancar un pedacito de cielo para mí.

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