Seguidores

miércoles, 9 de septiembre de 2020

LA FOTO TRISTE

 Solíamos hurgar muchas veces el álbum familiar, desordenando una y otra vez todas esas fotos con sus pedazos de historia de esta forma recuperados para nosotros y que resolvían algunos de los enigmas que cuchicheábamos en nuestra infancia: el remoto escritorio de papá en su trabajo a donde iba cuando no estaba en casa, los bocaditos de esa fiesta de cumpleaños olvidada de tan pequeños que éramos, mamá en su traje de maternidad sosteniendo noble el fruto de sus entrañas recién alumbrado y que dependiendo de las disputas de ese momento podía ser yo mismo o una de mis dos hermanas. Y así fatigábamos sin cansancio ese compendio de instantes de la familia, que documentaba en blanco y negro las más de las veces todo aquello que nos había precedido en nuestra breve existencia por este mundo de inocencias hasta que la mirada cómica o de simple contemplación se mudaba a un gesto incomprensible o quizá solo de auténtico vacío: habíamos dado de nuevo con la foto triste. 

  En ese álbum al que echábamos nuestro montoncito de preguntas nos topábamos con la mirada dolorosa de papá y enseguida con ese pequeño rectángulo que él sostenía entre sus manos apenas separadas. A su lado mamá parecía acariciar una de las esquinas de aquello que papá cargaba sin esfuerzo mientras un hombre corpulento y de bigote que era mi tío Willy colocaba su mano extendida de manera que debajo de ella el hombro de papá recibía un débil consuelo. Tengo el recuerdo vago de ver a papá acercándome el obsequio de un juego de fulbito con unos hombrecitos diminutos que se afanaban tras una inquieta pelotita dentro de los límites de un tablero de plástico y que para dármelo aquella vez, él tenía ambas manos en los extremos de ese breve juguete. Por extraña simetría ahora aquella fotografía a la que arrancaron los colores y herida de grietas en uno de sus bordes detenía el momento en el cual papá distanciaba sus manos de la misma fantástica manera con la que me hizo muy feliz, salvo que entonces no había nadie a quien entregar esa cajita blanca y pequeñita que llevaba consigo y él miraba muy triste. 

   El abuelo Benito irreconociblemente joven reprime su pesar detrás de unos claveles en un extremo de esa foto envejecida y mi tío José, ceremoniosamente vestido, hace lo propio con otros claveles que prosperan debajo de su semblante parco. Mi abuela Irene, más menudita de cuantos aparecen allí medita en el suelo el lúgubre mensaje de una corona fúnebre que le cubre medio cuerpo mientras que la esposa del tío Willy, la tía Hebé, libre de todo artilugio de pesar se le extravía la mirada en algún punto lejano de ese cementerio. Alguna de las tantas veces en que ese álbum nos devolvía en imágenes las interrogantes que nuestra infancia fue haciéndose año tras año, poco a poco debimos de haber ido comprendiendo en la ausencia de uno de los nuestros por qué papá nos miraba tan triste en esa fotografía, por qué el tío Willy consolaba el hombro que no podía ser consolado, por qué mamá vestía toda de negro y cuando  por fin nos descifraron que era porque estaba de luto vuelta de qué se trataba eso de luto, y luego en qué extraño jardín irían a sembrar esos claveles y después la preguntita rodando entre panes untados de mantequilla con mermelada de fresa:  “Mami, ¿tú querías mucho a Carlitos?”

   La otra mano de mamá que no toca la cajita blanca y pequeñita sostiene el antebrazo izquierdo de papá en un dudoso movimiento de quién realmente es el que recibe el apoyo pero de cualquier forma fue así, indescriptiblemente juntos, cómo dejaron atrás la ancha y prieta puerta del Baquíjano que logra verse en el fondo de la fotografía y entre lápidas de otros que fueron llorados por otros claveles completarían el trance tortuoso de llevar a su hijo hacia su última morada donde iba a yacer en un silencio áspero y oscuro. La corbata de papá luce incompleta detrás de la cajita blanca y pequeñita, breve como los días de mi hermanito, amputada como fue su propia vida sin poder extenderse todo el largo hasta acabar en la punta que huye de su punto de partida. Seguramente cuando él se la anudó en el cuello esa mañana atroz el espejo le devolvió otra mirada triste solo que esa vez no hubo nadie que pudiera atraparla para que nosotros pudiéramos verla a través de los años dilatados y la echó al olvido, excepto que en esa fotografía papá continúa triste. 

   La caricia de mamá enternece la cajita blanca y pequeñita. Papá la sostiene entre sus manos apenas separadas pero más que cargarla parece como si detuviera unas alas trémulas a punto de volar. No la lleva consigo recta sino algo mecida hacia el lado opuesto al corazón, acaso porfiando un arrullo que empezó días atrás cuando el recién nacido se afectaba de aquello que finalmente alojó la muerte en su cuna frágil, y ya irremediablemente inmóvil fue acurrucado tardío contra un pecho y luego otro pecho sobresaltados de culpas. Con las manos impedidas de sentir el cuerpo de su hijito no obstante teniéndolo así de cerca papá debió pensar que el absurdo es más largo que ancho como ese breve rectángulo. O tal vez llegó a comprender también que la resignación era más larga que ancha.  

   Arriba orbita el cielo del Callao con todos los inauditos por qué sin respuesta que imprecaron hasta lo más alto. Debajo se aplaza la pausa de los dolientes contra el suelo que detuvieron su marcha para ser retratados por el tiempo. Alrededor la muerte es un reposo perpetuo en los mármoles sombríos y en las lápidas memoriosas. Dentro de la cajita blanca y pequeñita yace el mundo de todo aquello que pudo ser y nunca fue.  Y entre claveles desdichados la mano del tío Willy se abate inútil en los hombros de papá.  


De izquierda a derecha: El abuelo Benito López Ramírez †, la tía Hebé Heredia Hernando †, mi tío Guillermo Carnero Hoke †, mi padre Ernesto Elías Carnero †, mi madre Dora Cisneros Príncipe, mi abuela Irene Cisneros Príncipe y mi tío José López Cisneros.

lunes, 24 de agosto de 2020

APOSTILLAS PARA UN DOCTOR

  Normalmente las veces que he escrito no me ha sido concedida esa suerte de dirigirme a mi personaje porque nos ha distanciado muchas cosas entre ellas la propia muerte. Ahora en cambio hay solo un me gusta y un par de clic de cierta red social entre ambos. Curiosamente doctor, se puede medir en unos cuantos metros la distancia de su puerta a la mía pero hasta que descubrí el modo apoteósico en que lo recibieron nuestros vecinos cuando le dieron el alta no sabía de su existencia. Y sí, estamos cerca pero lo cierto es que mientras esta pandemia nos ha abierto sus fauces y yo he permanecido confinado en la seguridad de mis cuatro paredes, la vocación de médico suya lo ha llevado a ese inhóspito lugar de donde solo se regresa con honor.

Con honor y entre globos amarillos agitados al viento.
Desde esta cercanía que solo es digital y geográfica yo lo saludo emocionado doctor Carlos Sandoval* sabiendo lo mucho que en verdad estoy alejado en verdad de usted, que usted es a quien le alcanza el sacrificio y la gloria y yo solo apenas lo documento.
Antes que las mascarillas y la distancia social fueran la convivencia de estos días, sospecho que el barrio que compartimos debió habernos hecho coincidir en nuestros pasos. Tal vez en la cola para comprar el pan usted fue aquel a quien miraba con impaciencia por arrebatarme unos segundos del reloj en una mañana apremiante. O quizá fui yo quien lo sobresalté detrás del hombro cuando a punto de ingresar a su casa se hizo la pregunta que la inseguridad ciudadana fuerza a que nos la planteemos al ver de cerca a un desconocido.
Insólitamente ha tenido que ser un virus que con su ridículo tamaño nos ha puesto en evidencia que usted y yo no éramos para nada extraños, y todavía más, estableció que quien estornuda en Pekín determina el destino de un profesor de Buenos Aires, o el taxista de Miami que ahora solo viven el sufrido recuerdo de los suyos y por tanto puso en evidencia que en realidad la humanidad entera es una pequeña fraternidad de anónimos, y que todos hemos sido ese bebedor detrás de la barra de un bar ensimismado en su estúpida copa que en el último sorbo descubre a quien siempre estuvo al borde de otra copa en la misma barra de ese mismo bar.
Como sea el hecho es que ese barrio compartido al fin lo trajo de vuelta en olor de multitud. Si esta hubiera sido una de esas pandemias de siglos atrás, en lugar de donde ahora hay un civilizado asfalto la voz de un pregonero habría precedido su llegada en el trote de un brioso caballo por un camino polvoriento. Hemos dejado de ser tan románticos y hoy día las reproducciones en vídeo han postergado al olvido las declinaciones de bardos y poetas. Pero la muerte es el mismo rostro irremediable que viene por nosotros labriegos del Medioevo o ciudadanos del tercer milenio y sobresalta por igual a quien empuñaba un arado o retrata con un teléfono celular.
Y la misma mirada tierna y de asombro con que una villa divisó al jinete sentidamente ausente por el camino polvoriento en otra epidemia de pesadilla, ahora siglos más tarde se repetía en el auto que lo trajo de regreso y en el rostro suyo doctor aligerado por una delgada mascarilla en vez de una huraña armadura como el jinete aquel. Es la verificación que a través del tiempo puede que criaturas tan virulentas como invisibles terminen por seguir diezmándonos pero el espíritu de los hombres y mujeres persiste en sobrecogerse por la obra del otro.
En cuanto a mí no sé querido doctor si al final de la pandemia, si acaso algún día llegue, pensaré reconfortado en estos tiempos feroces o acaso seré pensado por quienes me sobrevivan. Ya ni siquiera sé si será peor tornar finalmente los ojos desorbitados en pos de una inútil burbuja de aire que nunca vendrá en mi auxilio o vivir con el perpetuo reproche que otros tomaron mi lugar. Puede que lo único real sea que en este día uno tenga tanto miedo de morir como de seguir vivo. Y el día siguiente no habrá de ser distinto al de hoy con todo su enfermizo lavado de manos, la oblicua mirada al billete o el pasamano común.
Mientras tanto mi destino incierto irrumpa a pesar de estas engañosamente sólidas paredes, allá afuera el desenlace ya ha sido arrojado para otros y cientos desaparecen en la delirante piel de una bolsa negra que una vez convertida en mortaja abultada deja una ridícula duda en los dolientes de hacia dónde está la cabeza de quienes yacen prematuramente enterrados así.
Qué haremos doctor, que no sea aguardar ver cómo florece por primera vez el flamante árbol de cerezos recién plantado en nuestro parque convertido en una tregua a veces blanca y a veces rosada que se ramifica desde lo alto hacia un lado, al otro y al de más allá, como si dudara de dónde dar el primer consuelo a la fatigada tierra.
-------------
* El doctor Carlos Sandoval es un médico geriatra peruano sobreviviente al covid 19 cuya historia de bienvenida de nuevo a la vida es contada aquí https://www.facebook.com/notes/dany-el%C3%ADas-cisneros/la-vida-celebrada/1743794529118804/

lunes, 17 de agosto de 2020

LA VIDA CELEBRADA

   Llegó en olor a multitud con todos esos globos amarillos agitándose en las manos de quienes esperaban recibirlo. A lo lejos en el final de la calle un auto que se iba acercando trajo la certeza de su ansiado regreso que proclamó una voz pronto convertida en rumor entre todo ese grupo: "Ya llegó el doctor". En el recuadro de la cámara que retrata la escena la figura del auto se impone más a medida que avanza con su ilustre pasajero. Ya definitivamente cerca lo recibe una aclamación de esos vecinos que salieron a darle la bienvenida. Toda esa emoción colectiva se oculta detrás de esas adustas mascarillas pero a medida que el auto pasa frente a ellos los globos amarillos alborotándose en las manos manifiestan el júbilo que esos artilugios sanitarios son incapaces de disimular.

   Varias semanas antes de ese maravilloso día en que su barrio aclamaba así el regreso del doctor Carlos Sandoval* no había más que incertidumbre para él. Con la espalda derrotada en una camilla de hospital donde finalmente fue a parar, un ahogo cada vez más progresivo le haría preguntarse si sobreviviría al covid 19 del que se convirtió en una de sus miles de víctimas. Paciente diabético e hipertenso, los dados que por estos días deciden el destino de cada hombre, mujer y niño del planeta no le favorecían. Al agravarse su situación esa inquietante interrogante sobre lo que le sucedería debió ser más apremiante cuando fue conducido a la unidad de cuidados intensivos y cada bocanada de ese esbelto oxígeno al que estuvo conectado eran frágiles treguas de un nuevo ahogo. ¿Llegó a pensar tal vez que al final de esa batalla perdida una macabra bolsa negra iría trepándole por los pies inertes hasta que su cuerpo cubierto ya del todo por esa improvisada mortaja quedaría convertido en un bulto apilado junto al de muchos otros? Si lo hizo bien pudo haber sido el último de sus pensamientos porque sus propios pensamientos lo abandonaron.

De pronto había dejado de respirar por sí mismo.

   Debe ser muy revelador sobre el estado de salud de un paciente cuando deja de ser nombrado por el personal médico que lo atiende y se convierte en un número dentro un renglón de un formulario sujeto en una tablilla. Entonces dejas de ser quien eres y pasas a ser el 026 o R14. Al doctor Carlos Sandoval le fue asignada esa dudosa identidad mientras permaneció en coma inducido y el providencial funcionamiento de un respirador mecánico era aquello que jalaba en dirección contraria a las mandíbulas del covid 19. Durante ese tiempo le fueron ajenos las horas y los días y el sufrimiento de los suyos, las batas blancas que lo monitoreaban detrás de un protector facial empañado y detrás seguramente de muchos miedos, ajeno al sigilo de las pisadas en el pavimento y al propio pavimento. Por entonces él solo era una soledad perfecta. Pero también fue un deseo pendiente para muchos corazones.

   El auto que lo trajo de regreso a casa después de varias semanas de hospitalización fue el medio en que se ejecutó dichos deseos pendientes y en un sentido casi literal aquello que le hizo completar su viaje desde la antesala de la muerte hasta una nueva oportunidad entre los suyos. Mientras el auto maniobraba para estacionarse la cámara que documenta el recibimiento convierte en personaje a un cantante que con un micrófono pone en los oídos de todos un tema con un mensaje de resistencia a la adversidad y que es coreada al unísono. La calle normalmente silenciosa y gris ahora se agita en el amarillo de los globos al viento. Las casas de ese barrio de San Miguel dejaron de ser en ese momento el resguardo de la pandemia y han cedido al ímpetu de sus ocupantes que desde la distancia verifican cómo la puerta de ese auto que ya está a punto de abrirse les devuelve a un sobreviviente de estos tiempos feroces. Alguien le alcanza un andador al doctor Carlos Sandoval que ha dado ya sus primeros pasos inciertos en aquel barrio suyo donde estuvo dolorosamente ausente.

   Sí, ahora el pavimento del que fue ajeno mientras transcurría su holocausto en la camilla de un hospital ahora estaba debajo de sus propios pies y ser un caminante de nuevo era otra forma sensible de estar vivo. Sobre el pecho lleva una camiseta rosada que en realidad es una declaración suya de su pasión por un equipo de fútbol. De hecho varios de los que lo acompañan visten la misma camiseta con el mismo color pero llevan impreso el rótulo de “Pacho Campeón” que es como llaman al doctor en las fechorías de sus más íntimos. Ya dejó de ser el 026 o el R14 de la cédula de una historia clínica y ahora podrá ser de nuevo Pacho o Pachito a la hora en que lo seduzcan con una cerveza, le confíen la última indiscreción o cualquiera de las muchas cosas sencillas en que la vida se va pero late al fin. El metal de ese andador que lo precede mientras deshacía la pequeña distancia a su casa debió ser algo de otro mundo en medio de ese calor de entusiasmo que enmudeció un instante cuando el doctor se dirigió a los vecinos detrás de la mascarilla para enumerar todos sus afectos. 

   Sí, está de vuelta en el barrio rodeado de esas rostros embozados en los que logra reconocer ternura y cada uno de esos globos amarillos son como bocanadas de aire atrapadas dentro de esa graciosa ligereza que flota en las manos de quienes quieren al doctor. Pero quién podría culpar de ser ingenuamente tardías esas bocanadas de aire frente al que ya superó la asfixia si durante una de las más dramáticas pandemias de la humanidad todo lo que podemos hacer es ser como ese niño al que roto su juguete junta los pedazos debajo de su almohada y mientras duerme, sueña con que al despertar lo hallará de nuevo recuperado.

------------------

Carlos Sandoval, médico geriatra amigo de los tirantes y de los viejitos.

jueves, 27 de febrero de 2020

CELEBRACIÓN DEL AJEDREZ

    Podría decir que fue la manera en que encontré la felicidad en mi niñez y adolescencia salvo que dejaría por fuera tantos mágicos días lejos del tablero cuando llegué a ser adulto. Tendría que decir entonces que es el orgullo que me desbordaba el pecho debajo de esa copa levantada en lo alto pero al mismo tiempo con qué otro nombre sino es el rencor puede llamarse aquello que se queda contigo cuando la corona de tu propio rey se ciñe absurda en eso que se parece al de un soldado caído tras el fin de la batalla. Quizá deba ceder a la escueta frase de simple meditación entretenida para resumir ese infinito rito de sesenta y cuatro casillas, o quizá habré de reconocerme en el cínico que celebra la elegante forma de enfrentarse a los desafíos de imponerse al mando de un ejército que blasfema y ruge entre las sienes a pesar de lo cual los problemas del día a día persisten sobre mis zapatos y trepan para hacerse hambre en el estómago o se confirman en el muro que me devuelve al mismo callejón sin salida. Lo cierto es que pienso en mi vida atravesada por el ajedrez y a veces me parece haberla vivido a lomos de ese caballo blanco y ese caballo negro de la incierta partida cabalgando minúsculo hacia todos y cada uno de sus insólitos destinos.
Mi amigo Miguel me presentó ese juego sin saber que éramos maestro y aprendiz a ambos lados de una tradición milenaria que no supo nunca de nosotros desde aquel sol en que fue concedido a los hombres y que nos olvidará en el puño indeciso de los que vendrán. Desde luego la primera batalla que emprendíamos él y yo era decidir quién de nosotros iría con las blancas, disputa que entre los niños es solo superable por cuál de los dos da el primer mordisco al pastel y seguro que en ese empeño nos extraviamos muchas veces fuera del tablero. En casa lamenté que mis hermanas nunca lo aprendieran por lo que ese amigo imaginario con que nos hemos acompañado todos, conmigo seguro se quejaba de lo mucho que lo hacía jugar al ajedrez. De hecho el hermanito que nunca tuve a causa de su muerte muy temprana sin que yo lo conociera, en esa melancólica silla vacía del otro lado del tablero poseyó precariamente aquella vida que le fue mezquinada y aprendió a mover alfiles y torres antes de poder decirle perro a nuestro perro o patear la pelota ausente, hasta que esas enternecidas partidas se interrumpían por la voz de mamá para ir a comer salvo que ese llamado era pronunciado siempre en un desdichado singular.
Pronto ocurrió la ironía que entraba a la casa de mis amigos de barrio pero para jugar ajedrez con sus papás, tan necesitado como estuve de rivales a los que fuera más estimulante ganar. El más entrañable de ellos el señor Raúl, que en su silla de ruedas pagaba la extraña culpa de una escalera contra la pared que lo traicionó desde una gran altura y en sus manos se encendía a cada tanto la frustración de no poder atarse los zapatos o llevarse una manzana a la boca sin riesgo de que se le cayera. Bajo ese sombrero que jamás lo vi quitarse el señor Raúl imaginaba todas las formas posibles de cumplir el propósito simulado del ajedrez de matarme amistosamente, y en esas piezas que con torpes movimientos desplazaba más bien empujándolas que tomándolas me doy cuenta ahora que lo que yo asumía como un juego, para él era su efímera forma de escaparse de esa tortuosa prisión que era su cuerpo.
Mientras fui alumno de colegio el llamado deporte ciencia me dio muchas satisfacciones al ganar campeonatos gracias a los cuales obtuve bonitos premios excepto aquella vez que durante la primaria mis ojos se convirtieron en un par de grandes desilusiones cuando alcancé a ver los dos enjundiosos tomos de El Quijote con una edición de tapa dura en lugar de un divertimento tan anhelado por entonces. Pero el momento en que llegué a ser verdaderamente feliz fue cuando en la secundaria tuve la dicha de formar parte de la selección de mi colegio San Antonio Marianistas en los torneos de ADECORE y por muy poco no nos llevamos el tricampeonato de manera consecutiva. Puede parecer extraño pero de mis amigos ajedrecistas a quienes veía casi a diario nunca supe si andaban enamorados o qué canción les pasaba por la cabeza sin que pudieran olvidarla, y sin embargo éramos capaces de enumerarnos nuestras jugadas favoritas o los movimientos clave en que una partida tuvo un desenlace singular. Así de afiebrados vivimos esa época dorada y nunca una obsesión me consumió de una manera tan perfecta y placentera.
Luego, el mismo tiempo que hace perder los juguetes a un niño en un culposo olvido me tomó de las solapas en un soberbio reproche y entonces abandoné el ajedrez. No sé en qué momento exacto ese blanquinegro tablero al que le dediqué mis meditaciones más profundas desapareció en los trastos viejos sin que echara una mirada atrás, cuándo los peones y el resto de piezas enmudecieron sus acertijos entre el polvo y las telarañas, cuán mezquina puede ser la felicidad que te hace dejar de ser quien eres. A veces crecer es reconciliarse con uno mismo y sencillamente dejarse ser. Porque después de todo pude haber abandonado el ajedrez pero el ajedrez que no sabe de esas ingratitudes no abandonó a este discreto oficiante de celadas, siendo que en verdad es un juego cuya fragua se encendió en el Oriente pero también está detrás de cada barbilla pensante que en realidad juega al ajedrez sin piezas cuando anticipa y bifurca ese ovillo de cosas donde está todo lo que es humanamente posible.
Ignoro si tras todos estos años de alejamiento he sido como ese modesto peón que corona en la última línea y se convierte por fin en lo que quiso ser. En el azaroso juego de la vida no hay reglas escritas y las que porfían en estarlo se incumplen. Todo lo que puedo hacer ahora mismo es asomarme de regreso a esas venerables casillas con la emoción de un novio que reencuentra un viejo amor y anhelar que esta vez habrá de ser hasta el decisivo jaque mate en el propio pecho descarnado.

El autor de este texto en la parte superior izquierda de la fotografía posiblemente en el año 1989 con los demás integrantes de la selección de ajedrez del colegio San Antonio Marianistas al conseguir el campeonato en el torneo interescolar de la Asociación de Colegios Religiosos (ADECORE).  Debajo a la izquierda Frano Passuni. A la derecha, de arriba abajo, Antonio Egüez Toledo y Wilfredo Terrones Landázuri.

miércoles, 19 de febrero de 2020

EL VÍDEO DE MI ABUELA


 
   Del otro lado de los Andes muy lejos de la mayoría de los suyos, mi abuela vive en su casita serrana donde se refugia del calor sofocante de la ciudad, del dolor en sus huesos, y de todos aquellos desafíos con que la existencia reta a su vida octogenaria. Desde esa remota incógnita en que transcurren sus días parsimoniosos nos la trajeron fugazmente hasta nosotros en un vídeo que deshizo con unos pocos minutos todos esos polvorientos kilómetros que la convierten en una sentida ausencia.


   La abuela se prepara a recibir la noche recostada sobre su cama pero a ese oscuro anticipo del sueño proyectando sus sombras por toda la habitación se le suma la presencia de quien está retratándola. Confundida por el artefacto que la persigue en su mirada invadida pregunta: “¿Estás tomando foto?” El reproche se reclina pronto con ella sobre esa cama preparada para el frío inclemente por sus varias frazadas que la envuelven pero también para la soledad que es disimulada por un crucifijo que cuelga detrás en la agrietada pared, un mando a distancia de su televisor y un insólito palo sobre la misma cama que hace lo que sus manos no alcanzan hacer.


   Madre eterna al fin, la abuela sin hijos y nietos que cuidar perpetúa las ansias de ser ella quien vele por los otros en sus perros que a uno y a otro lado de su cama retozan las horas con sus hocicos aletargados. Ahora el vídeo solo la muestra como a una reina en su trono soberana de las perezosas criaturas. Pero cuando la mañana despunta en esos muros donde el tiempo se dilata tan fatigado, la abuela abandona la comodidad de su cama y derrotando a cada paso la pierna quebrada, con un andador por delante o a veces obstinadamente equilibrándose en lo que encuentre, ella provee a sus hijos peludos que la celebran en un frenesí de colas agitándose al aire que muy pronto continúa luego en un batir de alas por el grano desprendido de su mano generosa a otros hijos que en nada se parecen a los primeros pero que ella no distingue en su maternidad donde ninguno es bastardo.


   Los años le han restado un poco de audición y por eso protesta que ya tomó café cuando le preguntan del papel, responde extrañada señalando el lugar de las papas si alguien quiere saber dónde están las tapas, o confunde la vasta estera de un techo con una modesta tijera, todos divertidos malentendidos que se van enumerando en la filmación mientras mi abuela no para de reírse de sí misma llevándose la mano al rostro o haciéndola estallar contra la cama en un ruego para que la risa la abandone. Pero luego es requerida para que envíe saludos a sus hijos en la ciudad y entonces ese cuerpo que acababa de estremecerse de felicidad entra en un trance de nostalgia y extravía la mirada en el vacío, como si desde esas cumbres escarpadas y gélidas, inhóspitas y estériles que en otro tiempo recorrió a pie o sobre el lomo de una bestia se despeñaran sus ojos hacia el abismo y desde lo más profundo le retornara sin respuesta la pregunta de por qué su infancia fue un bulto en la espalda y no un lecho de rosas.


   Habla de sus hijos de una manera particular. No dice simplemente sus nombres si no que le antepone un posesivo: “Mi Irma… mi Dora…” Con ese ardid del lenguaje la abuela extiende sus lazos hacia los suyos y trae si no al hijo ausente al menos su evocación que se hace suspiro en el pecho. Sabe que será observada y al mismo tiempo mantiene cierta majestad de la indiferencia que no es desde luego falta de lucidez. Podría aprovechar ese vídeo excepcional en hacer una lista de sus múltiples necesidades de anciana que vive en un remoto lugar pero la abuela sorprende a todos al ensimismarse apenas: “Cómo será… “y “Adónde llegaré…”, aunque luego recupera la locuacidad para recomendar acostarse temprano a quien la grababa y no olvidarse de guardar a los perros…

    Y así transcurre este instante que perdurará más allá de mi abuela en el desarraigado álbum de su vida porque la pobreza y los muchos avatares perpetraron para que casi nada de lo suyo mereciera recordarse en los ojos de los otros. Ha sido una mirada furtiva a esa casita del otro lado de los Andes donde ella se impuso vivir la soledad de una anciana, que no pudiendo elegir a lo largo de su existencia tantas y tantas cosas que le fueron negadas si no arrebatadas, eligió regresar a sus orígenes, a la tierra que la vio nacer, en esa áspera tregua que ceden las rocas al hombre andino e hicieron habitable un pueblo que el tiempo y las muchas voces dieron a llamar Tayabamba en el departamento de La Libertad. En esa casita cuyo misterio me ha sido revelado al fin, mi abuela, mi querida abuela que de niño mordía mi oreja y engreía con ese polvo empobrecido pero sabroso que es la máchica, ahora ahuyenta a los demonios con sus maldiciones y palabrotas, se hace entender con un palo contundente, repliega las canas con un vanidoso tinte, ausculta el porvenir de los suyos en sabias hojas de coca, degrada al dinero con el trueque, verifica el milagro de la tierra en sus frutos, reinventa la alquimia con sus hierbas para aplacarse el dolor, y quizá un día de torrencial lluvia con el lodo chapoteando en los pies de sus paisanos, en esa frágil casita le alcance la dicha de haber podido elegir el lugar donde daría su último respiro.

viernes, 14 de febrero de 2020

LOS SILENCIOS DE GUSTAVO VALCÁRCEL


   El brazo recto como un pedestal parecía dividir en dos ese momento de mi juventud. Por encima de él reposaba un mentón apesadumbrado y daban la calma a unos ojos que no estaban allí conmigo. Por debajo del brazo, lejos de aquella irrealidad, yacía la mesa concreta que daba sustento al personaje a quien me fue revelado conocer pero estaba más bien como en una estampa de sí mismo que volvía efímeramente a la vida para darle un sorbo a ese vaso de cerveza servido al pie y al dejarlo de nuevo inmóvil sobre la mesa su naturaleza de cristal repercutiendo breve allí mismo era lo único que se imponía en ese incómodo silencio. ¿Se habrá dado cuenta por fin que yo estaba allí para conocer a Gustavo Valcárcel, el primer escritor que conocía en persona? O quizá mejor aún, ¿notaría que unos ojos tímidos lo escrutaban en busca de un oráculo y en su lugar se resignaban ante un bivirí blanco que se balanceaba inerte?

   Puede ser que entonces lo llamara tío Gustavo forzando el vínculo entre nosotros cuando en realidad su esposa Violeta* era mi tía abuela. También es posible que recurriera a ella más veces de lo necesario para sobrevivir a esa parquedad con que decapitaba mis preguntas y así evitar naufragar tras la espuma de todos sus vasos de cerveza. Pero desde luego no ayudó en nada que me proclamara un abstemio frente a aquel santuario espirituoso del que él era tan devoto y me echaría una mirada suspicaz a través de ese cristal donde los hombres se dejan ver más allá de ellos mismos conmigo fuera de esa dudosa hermandad. En verdad aquella vez él fue como uno de esos libros de su alta y honda biblioteca, inescrutable para todo aquel que no se diera con la fatiga de desentrañar sus misterios hasta la última de sus páginas.

   Por suerte conocí a mi elusivo personaje en una faceta más íntima. Mamá se ofreció a llevarlo en el auto familiar para acompañarlo a cobrar su pensión de jubilado y entonces dejaría de ser ese imperturbable monumento de sus propios pensamientos. Aquel día deliré en la precaria fama que tendría al accidentarnos junto a esa gloria literaria si bien al llegar a salvo a nuestro destino debió ser el único extraño viaje en que me sentí un tanto defraudado de que no nos sucediera nada perturbador. Y mientras yo no perdía detalle de su andar entre dudoso y enclenque, él hacía lo propio con su frágil bastón al que le encargaba el reto de mantenerlo en pie y no rodar de nuevo al suelo donde alguna vez sufrió una fractura decisiva. Una vez ya frente a la ventanilla de pago recuerdo haberle murmurado para envanecerlo: “Te están atendiendo rápido y eso que no saben que eres el poeta Gustavo Valcárcel” a lo cual el hacedor de versos tan profundos como: “La muerte es solo la madera que nos arroja el tiempo para comprobar el fuego de una vida” respondió con la lira esta vez discretamente enmudecida con un rotundo: “Bah.”

   Hombre inaccesible al fin, lo conocí mucho más a través de sus cosas que a de él mismo. De hecho cuando murió unos pocos años más tarde y le fue legado a su viuda finalmente un departamento por sus méritos culturales a la nación peruana, yo mismo me bañé en sudor al embalar cada libro de su biblioteca en frenéticas cajas de cartón ya desde entonces aquejado de asma catapultando así ese esfuerzo de simplemente colaborativo a heroico, y en mis brazos y hombros fatigados ayudé a disponer luego todo ese patrimonio hasta su nuevo flamante hogar. Los cuadros en los que se dejó meditar, la cama donde padeció tantos insomnios de los que escuchaba en la nuca sus pisadas, su comunismo derrotado en esas efigies de yeso, la mesa para comer y la mesa de escribir que le daba para comer, el abridor de botellas en el que renovaba su lealtad a Baco y en sus bamboleantes brazos vivió una vida lejos de los pesares que no le tocó vivir en verdad, la huella de las reliquias de su destierro por los avatares políticos, y todo aquello que puede sostenerse en la palma sin pasar desapercibido lo tuve yo en aquella mudanza de otro mundo se diría donde lo único presente de él era su ubicua memoria.

   Paradojas del destino, cuando Gustavo Valcárcel fue a parar a la esbelta chimenea y quedó incinerado en poesía bajo el cielo de Lima me acerqué a él todavía más. Lo hice a través de su viuda, mi tía abuela Violeta con la que compartió más de medio siglo de vida. Aquel fue más bien un círculo que terminó cerrándose porque a través de la poesía de Valcárcel me fue anticipado la “vehemencia de ola” de mi hasta entonces desconocida tía abuela, y al frecuentarla después supe en carne propia que aquella metáfora tenía como origen su propia humanidad llena de urgencias sin tregua. Y si hasta entonces leía ese motivo literario que fue Violeta a través de los poemas de Valcárcel, ahora en los muchos años de viudez que ella toleró, descubrí al hombre palpitando en esa literatura amorosa y revolucionaria que versificara: “Pero la flor de la palabra, cuando quedo solo, no puede olvidar la espina del tiempo que sufrí.”

   La soledad perfecta que es la vejez fue propicia para que mi tía abuela me hiciera su confidente y se revelaron para mí tantas claves que ese brazo recto como un pedestal donde reposaban un mentón apesadumbrado y una mirada ausente mantenía en silencio inexpugnable. Sencillamente la posteridad reivindicó con creces mi curiosidad hacia el primer escritor que conocí fuera de la incógnita de los libros y tuve el privilegio de disfrutarlo de todas las formas posibles en que puede evocarse a alguien, entre el pan de la mañana que surge de la bolsa como una promesa cumplida y las plantas encaramadas en las macetas con toda su nostalgia por la tierra firme. Y Violeta, la música terrestre del poeta hasta el final de sus días persistió en ser esa sinfonía de amor para él, como aquella vez cuando con motivo de una antología para una edición póstuma de sus poemas finalmente abortada, reconociendo que algunos de ellos no lo habían inspirado su propia belleza sino la de otras mujeres desconocidas, sentenció entre divertida y celosa al más puro estilo de La Pasionaria: “Estos poemas, NO PASARÁN.”

* Violeta Carnero Hoke viuda de Valcárcel

ESPEJO DE INFANCIA



   Había descubierto el misterio. Te iban a disparar en esa zona militar al detenerte frente a sus muros tal cual amenazaban hacerlo en ese terrorífico cartel de letras negras con fondo amarillo que había leído tantas veces al pasar por allí siempre por supuesto con nerviosa premura para que una bala no termine ejecutándote como a un pato indefenso del lado peligroso del rifle del cazador. Pero y si te parabas en frente, qué. ¿Sucedería algo en verdad? Los elevados muros que rodeaban la zona militar no dejaban asomar nada de lo que hubiera al interior, ni siquiera una construcción elevada. No se trataba de impedir el paso a los extraños entonces sino la mirada hacia el secreto que para nadie había sido revelado. Salvo que yo lo descubrí. Si te pusieras en frente de esos muros impenetrables con el suficiente tiempo observándolos minuciosamente, por algún efecto vulnerable terminarían haciéndose transparentes solo para ti y accederías por fin a los misterios que encerraban dentro.


   Desde luego nunca puse a prueba mi hallazgo porque cuando eres niño el límite adonde llega la imaginación se detiene al toparse con esa otra afiebrada creencia también que puedes perder la vida en cualquier momento. Lo pensaba así al menos tras horas interminables de ver la televisión y la mano puesta por encima de ese prodigioso rectángulo de fantasía daba cuenta que el aparato de tanto estar encendido se calentaba cada vez más y más. ¿Estallaría al fin como un globo? La pantalla lejos de ser plana a diferencia de los televisores modernos sobresalía del marco que la contenía de modo que uno podía pasar el dedo por encima de la pantalla sin tocar nada más, convenciéndote que en efecto comenzaba a dilatarse por su uso excesivo y llegaría al punto que explotaría hasta nosotros en mortíferos pedazos que tal vez conseguiríamos atajar con almohadas previamente alistadas para ese providencial propósito.


   Pero al mismo tiempo que ese sentimiento precario de la vida pudiendo abandonarme súbitamente coexistía un convencimiento opuesto, una risible sobreestimación de poder valerme solo frente al mundo a muy tierna edad. Ocurrió que cierto día papá me dejó sin poder ver mi programa favorito, una hormiga atómica que así se llamaba el personaje cuyo ridículo tamaño no era impedimento para imponerse a cualquier contrincante incluso mucho más grande que ella. Debió parecerme entonces que podía ser como esa hormiguita capaz de sobreponerse a todos a pesar de su modesta condición y la ira que sentía tomó la forma de un plan desaforado en el que solo hubo espacio para una manta con la cual taparme, mis juguetes más imprescindibles, quizá alguna galleta a medio consumir, y sin nada más encima, dando un portazo renuncié a la seguridad de mi casa rumbo a las fauces de ese mundo del que solo conocía los nombres de unos cuantos de sus colores, y un puñado de cosas más. Papá impidió que llegara a doblar la esquina de ese precoz viaje pero por supuesto la hormiga atómica y yo no siempre andábamos con ganas de demostrar lo poderosos que éramos.


   Naturalmente de niño no siempre tuve ese tipo de relación disfuncional con la televisión. No obstante su nula capacidad de respuesta tan propia de las redes sociales, esa caja apacible me hizo conocer el primer amor correspondido, obviamente más con la complicidad de mi delirante butaca como espectador que por la acción de mi pretendida amada. Ella era Agnetha Fältskog, la vocalista de cabello rubio del grupo Abba de la que me convencí se sonrojaba conmigo en sus videoclips. Cantaba sus éxitos para mí, resultado natural de que mirara fijamente a la cámara y en algún momento su rostro se desvanecía en una sonrisa que coincidía con la mía que por el estupor la ocultaba detrás de lo que tuviera a la mano para cubrirme mientras la parte sensata de mí se preguntaba absurdo cómo era posible que el televisor pudiera comportarse como una imposible ventana.


   Y así uno tras otro rondan los desconcertantes recuerdos de mi niñez. Platos incomibles de los que no podía levantarme de la mesa sin terminarlos y me libraba con el fácil pero muy precario recurso de arrojar la comida al suelo en la cocina solitaria, exámenes desaprobados que hacía firmar en el último instante antes de marcharme al colegio para que el tiempo apremiante extinguiera cualquier reproche, disputas de si los aviones eran propulsados por el mismo kerosene con el que en casa se calentaba el agua hasta quedar hervida, peluqueros que te inmovilizaban en su asiento mostrándote las tijeras con la que acababan de cercenar la oreja al niño que no podía estarse quieto, fantasmas derrotados por una oración, un amuleto, por portarse bien o por otro fantasma menos malo, finalmente, todos retazos de un espejo tardío en el que cuesta tanto reconocerse porque uno termina siendo el peor traidor de sí mismo.

domingo, 26 de enero de 2020

LA PROMESA

   "Nunca te mueras" le había pedido. "No moriré", me aseguró. Y entonces ese día fue suficiente. Aquel día no necesité de nada más. Testigos fueron la almohada con esa cóncava grieta donde había aplastado su último sueño, el espejo en su armario que retrató inverso nuestro abrazo infinito, la bata enfermiza que le rodaba sobre todos sus vastos años. Le oí esa certeza breve, minúscula frente a la quijada de la vida, pero entonces solo fui como el niño que había dejado hacía mucho de ser.

   Desde esa vez tan tierna e irrepetible mi tía abuela Violeta* persistió en su ofrecimiento de no morir. Era septuagenaria ya cuando aplazó de forma tan resuelta a la muerte así que al menos tenía cierto ardid en el dudoso arte de aferrarse a este sensible reino en que se acuñan monedas, deudas y pesares. Su propia viudez larga como un suspiro era una acreditación de ser una sobreviviente más allá del hombro y de los labios en los que fue hembra, madre y tiempo. Y su soledad, la romántica forma de ser ella misma un recuerdo que aún respira.

   Quizá esa resolución de saberse viva indefinidamente la persuadía a ser indemne a lo que dañaba al resto de los mortales y por eso temeraria cruzaba las calles empuñando por lo alto su bastón para detener la marcha de los autos en las anchas avenidas, o a conectar los enchufes a la toma de electricidad con las manos empapadas mientras yo le acercaba un inútil secador que nunca llegaba a tiempo, o era parte de su desprecio de acudir a la visita médica en donde por último hacía acopio de anécdotas en lugar de sus muchos males.

   Los años iban transcurriendo no ya para alterar las cosas sino más bien fuera de ella misma, verificando apenas la sucesión bostezante de los calendarios, porque cuando se es viejo las mañanas son un largo para qué y las noches son los olvidos de esos para qué tan esforzadamente incorporados de esa cama perezosa y quejumbrosa. Así, lentamente sus hospitalarios platos de gelatina con platanito pasaron a ser solo de gelatina o solo de un platanito y luego a solamente una voz acurrucada: "Puedes servirte lo que quieras" y fueron pasando un día tras otro, se amontonaron todas esas mañanas con sus para qué inconclusos hasta que con un cumpleaños decisivo el destino la hizo octogenaria.

   En verdad, Violeta estaba determinada a cumplir su fabulosa promesa.

   Desde luego su salud no era de las mejores. Dicen que puede saberse lo más importante en la vida viendo lo que está más al alcance con solo alargar el brazo desde tu cama y en el caso de ella andaba a un paso de analgésicos, gotas para los ojos, inhaladores, ungüentos que desterraban la alergia, y otros varios medicamentos que daban cuenta del mal funcionamiento de cada órgano de su fatigado cuerpo. En cualquier caso la engañosa miniatura de las pastillas disimulaba en algo lo estruendoso de sus problemas de salud pero esa precaria apariencia fue disuelta con la irrupción de un esbelto balón de oxígeno que desde el piso asomaba muy por encima de la cabecera de su cama y en su fiereza de metal resguardaba el delicado aliento imprescindible para que ella pueda respirar.

   Obstinada como ella sola, mi tía abuela Violeta se rehusó a recibir cualquier ayuda fuera de su casa. Siempre dijo que si iba a morir no lo haría en una ajena cama de hospital sino rodeada de los suyos, y los suyos eran ya a su avanzada edad las reliquias de los parientes y amigos más queridos que desde alguna fotografía enmarcada y colgada en la pared le echaban una mirada que acaso en su precaria condición era más de piedad que nostalgia de lo vivido. Y sin embargo esa determinación, esa forma tan suya de ser heroica, desafiaba el cumplimiento de la promesa tan acariciada en estas líneas. ¿Qué iba a suceder al final de todo?

   Detrás de la mascarilla conectada a ese extraño gendarme en que se había convertido el balón de oxígeno, podía vérsele envuelta en esa niebla que huía por los lados del artefacto aplastado contra su rostro y la voz, si acaso era voz aquella resonancia, nombraba esas palabras que iban abandonándola también. La agonía hizo de ella una vela en el viento que se asoma trémula cuando parece extinguirse. Primero su casa de donde ya no pudo salir, enseguida las paredes de su cuarto, luego la estrechez de su cama, después ese lado específico de la cama, la grieta en la almohada que acogió el rictus postrero, finalmente había ido cediendo palmo a palmo a la muerte que venía por ella. No lo supe entonces pero después comprendí que batalló hasta el último instante para dilatar todo lo que pudo esa irremediable falta a su palabra.

* Violeta Carnero Hoke Viuda de Valcárcel (1923-2010)