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lunes, 9 de abril de 2018

EL PARQUE

Tengo el recuerdo exagerado de ser al quien iban a fusilar. A pocos metros de distancia los verdugos apuntaban sobre mi torso desnudo mientras empuñaba la camiseta que yo mismo me había despojado y ya se estremecía por el viento que traía la promesa de una muerte pronta. Entonces la fila de encandilados verdugos disparaba sus proyectiles sobre mí de los que milagrosamente sobrevivía esquivándolos con precisos y ágiles golpes de mi camiseta blandida como un escudo porque cuando eres niño y juegas con tus pequeños amigos a que te disparen con piedritas recogidas del parque, en tu pecho sobresaltado vives en verdad el travieso trance que tu vida se acaba ahí mismo pero del que finalmente te libras por habérsete concedido la inmortalidad.
Y sí pues fui inmortal en el parque de mi infancia. Inmortalmente feliz. Sobreviví a uno o varios de esos fusilamientos y también fui testigo de milagrosas resurrecciones de quienes tendidos en el césped por algún ataque fulminante, con brazos y piernas desparramados sin simetría bajo el sol extendiendo una mortaja de calor a breves criaturas, de pronto volvían absurdamente a la vida en el empeño de vivir una nueva fugaz existencia llena de sobresaltos que daría otra vez con su muerte piadosamente postergada.
A ese rectángulo maravilloso en prodigios yo acudía de niño alejándome de casa todo lo que se me estaba permitido en un recorrido que iba empequeñeciendo de a pocos la puerta con su ojo mágico en lo más alto ya tan insignificante que solo persistía en las muchas veces que recordaba cómo distorsionaba lo que permitía ver del otro lado, a medida que iba avanzando dejaba atrás el jardín exterior de casa con el granado que hacía de espinosa muralla delimitándolo con la calle, enseguida el ángulo de la primera casa que al traspasarlo me adentraba al mundo de lo desconocido y tras unos pocos distraídos pasos más alrededor de la manzana llegaba a la verde realidad de mi infancia. Ese inaudito lugar donde la guerra más incruenta entre trozos de madera elevados a la categoría de sables podía desencadenar en una inmediata tregua declarada por el simple apremio de una voz apurándonos para ir a comer. Allí donde finalmente les era arrebatado a las casas el autismo que les conferían el cemento y las puertas con cerradura para deshacer el enigma de sus ocupantes.
El arco en nuestros juegos a la pelota era desde luego solo una metáfora favorecida por un par de piedras. Siempre aparecían de algún lugar sin que supiéramos exactamente de dónde provenían pero estaban allí en algún escondrijo que nos ocultaban los arbustos o quizá que ellos mismos reservaban para nosotros. Y así las inertes piedras cobraban vida en el tránsito que le daban nuestras manos modificando el tedio de su destino desde que alguna fuerza las había abandonado allí en un tiempo remoto.
Entonces venía el ritual de construir el propio arco con la simple distancia de esas piedras. Poniendo una de ellas en un determinado lugar alguno de nosotros contaba sus pasos pero de manera que la punta de uno de sus pies tocaba siempre el talón del otro, y así caminaba equilibrándose como si tratara de no caer desde una cuerda templada sobre el suelo y al final de la cuenta quedaba sentenciado el largo del arco.
En el extremo de la hipotética cancha de fútbol en que quedaba transformado el parque otro tanto se hacía en el arco rival y todo quedaba listo para empezar a jugar siempre que no nos entrampáramos en discernir la diferencia de tamaño entre ellos al señalar si la zapatilla era más grande del que había hecho una de las dos mediciones porque entonces, con la pelota ridículamente quieta, nos daba la noche discrepando a causa de unos centímetros embusteros.
Yo que he fatigado cada palmo de ese parque, que he caído en su suelo de todas las formas posibles en las que un cuerpo se doblega y gime, que allí mismo vociferé sin poesía me sea devuelto la pelota o el yoyo, que dormí en esa yerba el sueño de vivir una vida donde se es amigo de todos, yo que fui sabio entre sus plantas y arbustos buscando insectos en lugar de algo que me justifique, que me reconozco más bajo la sombra de su esbelta palmera que en el adulto que me investiga en el espejo, que corría precisamente al parque para mojarme con la lluvia porque comprendía que el lodo es uno de los hijos negados de la felicidad y que en sus linderos contemplaba el ancho y profundo cielo sin la perversa miopía de los que andan cerca para descifrar el invento de una marca en alguna ropa, yo que fui niño en el parque de mi barrio todo lo que quise, miro fascinado en la memoria ese rectángulo pequeño y verde y travieso. Y entonces se me revela el hallazgo de que a pesar de lo mucho que salía de casa para alejarme de papá y mamá, discretamente, ellos me habían extendido ese obsequio de mi infancia al que he regresado con la añoranza de un niño que recupera su juguete perdido.

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