Seguidores

lunes, 9 de abril de 2018

BUSCANDO A PAPÁ

Sobre aquel último lecho del hospital donde moriría tan solo días después papá me dirigió una extraña mirada ajena pero al mismo tiempo con esa voz que le había oído de toda la vida, de un modo confusamente impersonal se esmeró en convencerme de hacerle un favor. Un impulso accedió por mí. Me dictó entonces un número antiguo de seis cifras que reconocí era el que habíamos tenido en casa y finalmente le oí pedirme de que llamara a ese teléfono para pedirle a su hijo que fuera a verlo. La obediencia a otro impulso me condujo fuera de la habitación.
Desde luego me negué a decirle que jamás haría esa llamada. Al marcharme y dejar atrás todo ese breve destino palpitando sobre esa camilla angosta y los largos pasadizos del hospital como vértebras que no pertenecen a un mismo cuerpo, me consoló el comprender que había conseguido sustraer de la mente de papá esa abominación de no ser capaz de reconocer a su propio hijo.
Muchos años atrás de que el cáncer le arrebató de tal forma la vida y sus facultades, papá solía contar cómo siendo yo mismo de muy pocos años, tal vez dos o tres, me aparté de pronto de su lado sin que él lo notara ocupado como estaba en su centro de trabajo adonde me había llevado para develar ese lugar fascinantemente misterioso que los niños reclaman conocer. Al no encontrarme cundió en desesperación y enseguida ya me buscaban decenas de personas por todos los rincones del establecimiento en una tensa cadena solidaria para torcer un desenlace que podía ser atroz.
Y es así como papá resoplando pánico en su búsqueda infructuosa terminó en el último lugar no supervisado, el baño. Con la incógnita de sus numerosas puertas delante de él abría una tras otra solo para comprobar que los quejidos de su madera trastocada dilataban mi angustiante desaparición. Recién al descubrir la última puerta que aún quedaba por escrutar recuperó la tranquilidad y quizá el espíritu al verme despreocupadamente feliz chapoteando con pueril indecencia en las aguas de una taza de baño acumuladas en el trance inmediato que las dirige hacia la inmundicia.
Más allá de lo bochornoso de esta exploración he pensado en el paralelo entre el episodio que acabo de narrar con el primero referido, ese terriblemente incómodo pedido de papá de pedir hablar conmigo estando yo mismo a su lado. Y es que cuando me extravié y papá me daba por perdido me buscó con desesperación y me halló con alivio, mientras que postrado en esa cama de hospital las cuatro paredes que atrapaban su agonía solo le permitieron buscar. Solo buscar. Pero las sombras que se le iban apoderando oscurecieron su intento por encontrarme como lo hizo aquella lejana vez en que me reconoció como su hijo perdido y yo le extendí entonces mis pequeños brazos que alrededor de su cuello confirmaban que era mi padre siempre.
Ahora sé que a veces las preguntas más hondas son las que te haces al borde del breve espacio que te separa de una camilla sufriente de hospital y ves la historia de tus días desvaneciéndose frente a ti, olvidándote a pesar de ti y de tu puño silencioso que se interroga un inútil por qué. Que a veces la distancia de un abrazo es suficientemente lejana para interponerse entre una vida que acaba de a pocos y otra que se mantiene incrédula. Que a veces los bordes de la postrera cama hospitalaria son esa ridícula cima por donde se despeña la memoria y te van abandonando el recuerdo del hirviente café de las mañanas rebalsado por la tiranía de tu cucharita, la mesa redondamente llena de las tardes, el dócil reposo en que quedaba tu casa silenciosa por las noches soñolientas.
Y a veces quizá también, entre la esbelta piedad de un balón de oxígeno y la minúscula promesa encapsulada en las pastillas sobre un pedestal de metal, entre el vano consuelo de una manta blanca extendida y el crucifijo en lo alto que prefigura un inminente desenlace, entre la ciudad que no cesa tras la ventana y el rectángulo de la camilla que se angosta, entre la obvia pregunta que te reclama y la respuesta imposible que enmudeces, entre el olvido que irrumpe y la memoria que persiste, entre tu padre ausente y tu miedo vívido, debes murmurar un sordo adiós.
Ahora que él solo es memoria en mi memoria me supera el instante de buscar a papá y no encontrarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario