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lunes, 9 de abril de 2018

LA TIERRA VISTA DESDE LA LUNA


Puede ser confuso en el primer instante fugaz hasta que se comprende la realidad inversa. No se trata de la Luna que se contempla extraña y azul en esa legendaria fotografía que ahora cumple cincuenta años sino de la propia Tierra vista desde la Luna apareciendo en el horizonte como precisamente ocurre con el satélite en una noche alta e inmensa. Es esta una incredulidad compartida con los animales quienes puestos ante la prueba del espejo al verse reflejados en él se resisten en reconocer que los movimientos de esa criatura del otro lado de la pulcra superficie son los de ellos mismos. Y es que frente al retrato de ese formidable espejo de nosotros que es el planeta donde vivimos definitivamente somos ese simio divagando su existencia al descubrirse el mentón reproducido en el reflejo. ¿Realmente estamos allí?
Desde el polvoriento suelo lunar erizado de cráteres se eleva esta pregunta al cosmos. Los griegos no pudieron formulársela. Los poetas de los siglos debieron de embelesarse con la misma deshojada flor. Ahora que repica en las campanas la celebración del prodigio nos queda aún perplejidad para hacernos la pregunta y dilatarla en el espacio infinito como el canto de un grillo bajo la noche.
Por eones nuestros ancestros se congregaban en torno al fuego recién descubierto. Y más allá del espectro de sus sombras redibujándose en alguna cueva, de las dentelladas en la carne sumisa que antes se escabullía entre lanzas faltas de piedad, esos primeros humanos se inquietaban sobre el destino de la caza siguiente, una forma bastante básica de plantearse su lugar en la naturaleza. Hoy, millones de generaciones después y de un cúmulo similar de sofisticadas llamadas telefónicas, la fotografía de la Tierra vista desde la Luna nos devuelve a la pregunta subyacente en los lejanos y salvajes días en que pertenecíamos a las hordas de cavernícolas. Cuál es el lugar que ocupamos en el universo.
Como si fuéramos pescadores que lanzan en su caña la duda de qué les devolverá la vastedad del océano, suspendiendo los pies al borde de la bamboleante nave de la Luna hemos hecho otro tanto hacia las profundidades del espacio. Y en nuestra pesca sideral, devuelta de las entrañas de la criatura que ennegrece en todas direcciones el universo visible, apareció una perla minúscula y azulada. La hemos dado en llamar Tierra.
Desde el estéril ámbito de la Luna nos debemos esforzar por convencernos que en esa ridículamente pequeña perla azul ocurrió todo lo que conocemos. El diluvio universal, sí el universal y el último ladrillo equilibrándose en la cúspide de la Gran Pirámide. Cada rumor en la yerba y cada curva que tuerce un recto camino. Cada sueño reclinado en la almohada y cada obra en pos de ese sueño. Todas esas batallas en nombre de la gloria de los siglos. Todas las muertes en un solo y redondo cementerio. Todos los autos partieron y llegaron aquí. Los amantes se dieron el último adiós en esta tierna bolilla. Las aves migran hercúleas entre sus extremos. Los profetas advirtieron con su índice a este punto para vaticinar el fin del mundo. Los infiernos arderán perpetuos como brazas sin tregua en la base de la esfera. Y el día que finalmente mueras, la desgracia de tu vida perdida para siempre será pensado por los otros dentro de esta precisa y reducida perla azul.
En la pálida foto amanece la Tierra más allá del castigado borde de la Luna. Le alcanza un tenue brillo. Se diría que emerge por el horizonte como una frágil burbuja de esperanza en medio del infinito irascible.

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