Seguidores

sábado, 21 de septiembre de 2019

LAS MUJERES EN MI VIDA

                              


   Recuerdo esa fuente de agua enumerando con sus burbujas el tiempo en que se dilataba un paseo escolar. Le rodeaba una barandilla inerte y en algún punto de ella se sujetaba la adolescencia palpitante de la chica que me gustaba. Algo más que una coincidencia le había conducido hasta allí. En el diámetro generoso de aquella fuente pudo haber elegido cualquier otro punto para contemplar cómo el agua se despeñaba en el arco de ese chorro perpetuo y llegar hasta las bordes en sucesivas crestas efímeras. Pero había elegido ese preciso lugar cerca a mis ojos perturbados. Así, en el milenario llamado ancestral su naturaleza de hembra emergente la hizo flor del camino. Y entonces a solo unos pocos pasos más allá, tan cerca de esa perfecta ensoñación, mientras me abandonaba en una silla cada vez más incómoda y estúpida la misma sabia fuente de chorro perpetuo y crestas efímeras supo que mi tiempo de ser un colibrí no había llegado.

   Creo que esta anécdota de mi adolescencia resume bien mi relación con las mujeres. Básicamente oportunidades acumuladas en todos estos años de lo que pudo haber pasado y no ocurrió. Supongo que hay amargura en esa línea. Supongo también que me habría gustado reseñar aquí la historia de un casanova y ser ese tipo que en una fiesta, urgido por un vehemente estornudo sacó de pronto presuroso de su bolsillo lo que creía un pañuelo y terminó llevándose públicamente un calzón a la nariz. Pues no me ha pasado aún y eso que a veces mi alergia nasal se sale de control… Pero quién sabe si para mi próxima reencarnación a mi alma austera de los placeres carnales le urgiera posarse en la translúcida fila de quienes habrán de renacer bonobos, y entonces ya con ese ágil renovado cuerpo peludo, colgado desde alguna rama lujuriosa ponga definitivamente incómodas a varias hembras del impúdico bosque.

Una vez la vida me puso en la encrucijada de ceder ante la tentación o permanecer fiel a mi primer amor. Ojalá no parezca jactancia decir que la chica en cuestión rogaba con insistencia un beso mío. Destiérrece cualquier envidia en esto porque si un hombre vive lo suficiente seguro le habrá de ocurrir esa rara experiencia cuando menos una vez. Frente a ese afán desbordado, a solo breves centímetros de ese pecado imperioso y húmedo, hubiera sido tan sencillo claudicar y enterrar luego el culposo secreto en una sinrazón. Y sin embargo aquella vez algún recóndito llamado me dio la suficiente fuerza para eludir con éxito la prueba de fuego mientras mi pequeña novia supo que tenía en mí a su héroe de la resistencia. Desde luego tiene su encanto serlo pero en la parrilla de los sentidos, cuando el cuerpo es una interrogante en el lienzo de toda una vida, debo reconocer que me hubiera encantado poner más carne en el asador.

   A todo esto, cuál es mi respuesta a la pregunta de cómo seduzco a una mujer. Por deformación más que por otra cosa mi apuesta es por el humor. La mejor parte es cuando de tanto reírse ellas tiran la cabeza para atrás y sin proponérselo conscientemente exponen el cuello a un hipotético mordisco vampiresco y entonces la línea del busto se les dilata aproximándose a la apariencia de un paraíso terrenal. Es un acto de sumisión corporal, como el de un lobo de menor jerarquía que entrega al macho alfa su cuello descubierto para ser mordisqueado de manera ritual. Espero que se entienda que no hay aquí una proclamación machista sino más bien es la observación aguda de que un cuello femenino así de expuesto revela que ella se siente relajada y a gusto, tanto como para entregar simbólicamente esa parte vulnerable.

   A los piropos les encuentro dos problemas: El primero es que son prefabricados. Una mujer debería ser halagada con algo distinto de lo que oyó antes o después de comprar naranjas en el mercado. Y el segundo problema es que ha degenerado como moneda corriente. Al primer contacto cae el piropo como una incontinencia verbal. ¿Acaso la belleza no es tan profunda que trasciende al primer instante? En mi caso reservo los halagos para cuando se presenta la oportunidad natural para darlos, relacionándolos de pronto con aquello que se dice justo en ese preciso momento. Y también trato de personalizarlos de modo que a cada mujer le corresponda un halago propio y lejos de ella parezca irreal y hasta confuso. Sé que es complicado pero llevo entrenando mi mente a encontrar símiles incluso donde el capricho los oculta y a veces del fondo de una botella se extrae un rubí. Así por ejemplo a cierta amiga le encantaba coleccionar zapatos al punto que a veces intercambiaban su nombre con el de Imelda Marcos, primera dama de Filipinas y archiconocida por su ostentación de esa prenda. Entonces le escribí algo que terminaba así:

“Cenicienta de la medianoche y de todas las horas.”

  Mezcla de poesía con sentido de la oportunidad, esa frase es lo más parecido a un disparo directo a la vanidad femenina y tan personal como el breve zapato del personaje de la historia. Pero claro, todo esto sonaría a mi elixir de seducción embotellada para el uso aplicado de los otros, de no ser por el invalidante hecho de que quien lo prescribe definitivamente está más cerca de la imperturbable resignación de las muñecas inflables que de las imprescindibles mujeres de carne y hueso, y en culposas autocomplacencias solitarias, sobre una ancha cama vacía, vive la ambigua realidad de ser el único macho de una sinuosa isla donde sus cimbreantes habitantes se visten solo con faldas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario