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domingo, 28 de agosto de 2016

ISIDRO AL PIE DEL DEUSTUA

Nostalgia de un barredor
Al filo del tiempo, en dudoso equilibrio, el rumor de un ayer se eleva a la condición de certeza en las sienes de aquel anciano trabajador.


En aquel rincón donde mueren las horas,
más allá de lo inconcebible,
emergen los ojos de Isidro
el izquierdo como súplica
el derecho como interrogante.

Nada queda ya de ese colegio
erizado como está
de escombros, de polvo, de olvido.
Pero la piedad habita en los ojos del buen Isidro
y son como dos báculos
que lo guían por aquellos pasos que ya se han ido.

La herrumbrosa llave no halla su par en cerradura alguna;
la cerradura no deshace ninguna puerta;
la puerta no elige quien la atraviese.
Mas saben los siglos
y esos derruidos muros
que la piedad es la desenterrada fe de los desposeídos.

Lentamente, con diluida vaguedad primero,
con enfática claridad después,
en los ojos piadosamente húmedos de Isidro
no terminan de ahogarse
los espumosos y bamboleantes días del colegio Deustua
y sus plomizas criaturas
son en ellos como los peñascos que asoman
tras los incesantes olvidos de las olas.

En otro noble tiempo,
y acaso en otra existencia,
él expulsaba las impurezas a los infiernos
con el cetro de su redentora escoba
y en el umbral aquel
atravesando el arco de su sonrisa
les era concedido a todos el cáliz de la palabra
y sin más ciencia que sus “buenos días”
fue Isidro el anónimo maestro de lo sencillo.

En la tarde hueca
nunca antes tan explícitamente
bajo el cielo de Magdalena
las moribundas ruinas del Deustua
gimen al sol
que les arroja una tardía tregua
en una escabrosa sombra.
El hule de los autos atropella la memoria.
La brisa trae consigo el viento,
el oprobio del olvido.

Mirando el infinito
se acurruca en los ojos de Isidro
la efímera melancolía.
Se diría que mil veces errarían
las mil palmadas en su hombro
para devolverlo de regreso
a estos irremediablemente terrosos días.
Se diría también
que en vano se acumulan
las horas y las noches
en su solitario prodigio.

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