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domingo, 28 de agosto de 2016

MI PADRE Y EL DEUSTUA

Papá y su enseñanza
Sin padre y ahora sin colegio tal vez debo resignarme a la idea de ser doblemente un huérfano.

Suena el intercomunicador en casa. Una voz distorsionada se identifica con un lacónico: "Yo". Alguien le abre la puerta a papá que ya se le ve entrar. Se deja caer en la silla más que acomodarse en ella. Arde el fuego en la hornilla que mamá conjura. Él se ha ido apoderando de la mesa donde almorzará enseguida. Sus gruesos lentes, su estuche de lapiceros del bolsillo de la camisa y un orejudo periódico mal enrollado reclaman con la tiranía de sus bordes el lugar que le corresponden.
De pronto una imperiosa voz trepa las gradas de la escalera y sube rauda hasta los dormitorios para retumbar en nuestros oídos urgiéndonos con un pedido: "Mis chinelas..." Entonces, a la carrera, mis hermanas y yo debíamos dar con cada elemento del plural encargo que no por ser uno parte del otro implicaba que estuvieran en el mismo exacto lugar, para luego tener que aterrizarlos a los pies ya descalzos de papá y en incómoda suspensión del frío suelo, una siniestra manera suya para agravar elocuentemente nuestra tardía respuesta filial.
Había llegado papá del trabajo. Había llegado aquel al que nadie podía decirle que no.
Papá almuerza a toda prisa. Mamá tiene coreografiados sus movimientos para aplacar la impaciencia del recién llegado. La mesa es toda para él. Cuando tienes ocho lo saben bien tus juguetes. La tarde pronto llega también al fondo del plato de vacío de papá. Se acicala la nariz antes de levantarse. Nadie en la casa es tan alto como él. Nadie tiene un bolsillo como el suyo. Nadie le dice que no. Ni siquiera cuando desaprovecha la urbanidad del vaso para beber su proverbial agua helada con los labios suplicándole directamente a la jarra que lo contiene.
Vez tras vez, año tras año, se desplegaba ante mis ojos esta escena de ver a papá de regreso del trabajo poco después que nosotros lo hiciéramos del colegio. Ahora que lo pienso recuerdo mi dificultad en responder la pregunta muy propia de los niños de “en qué trabaja tu papá”. Después de todo la licencia sindical no viene en ningún álbum de figuritas de cómo funciona el mundo. Y ver a tu padre saliendo impunemente de agencias bancarias donde otros solo lo hacían a determinada hora tampoco ayuda a deshacer el aturdimiento. Lo cierto es que cuando tienes ocho años y acompañas a tu padre al trabajo como lo hice yo muchas veces, alcanzas a ver cómo las cosas pierden el sentido que le dan los adultos y se deforman en sus detalles más simples: el piso de madera que cruje bajo tus pies en el vetusto centro federado, un saludo palmeándote la cabeza que te recuerda lo pequeño que eres, la intrigante mirada de un discapacitado en un gigantesco y muy rojo afiche y que un día te sobresaltas en reconocer que se trataba de José Carlos Mariátegui.
Por entonces me eludían las respuestas a esas eternas preguntas que todos nos hacemos. Pero ahora, incluso meditándolo tras la modernidad de un teclado en la vaguedad de una tarde como es esta, incluso con el hallazgo de los muy cóncavos versos de Borges, me sorprende comprobar las pocas certezas que sustituyen a aquellas dudas de mi infancia. El destino ha querido restregármelas de nuevo ahora que un suceso reciente cierra de algún modo la septuagenaria existencia de mi padre: la demolición de mi colegio Alejandro Deustua, hechura de la comunidad de empleados bancarios donde papá trabajó. Con la pupila inyectada de esa devastación me pregunto ahora bajo qué adobe y bajo qué quincha despedazados gimieron por entonces sus hombros de cansancio, en qué yaciente columna la sombra le cubrió de anónima gloria por el deber cumplido para con los suyos, en qué despojado rincón se detuvieron sus ojos para abandonarse a la ensoñación de un mañana mejor que quiso para mí.
Como cuando aquellos días me preguntaban siendo niño en qué trabajaba mi papá y se me dibujaba un gesto de vacilación, hoy debo admitir mi incapacidad de tener que dar cuenta apropiadamente en qué consistió ese pequeño prodigio de concordancia de voluntades que fue la Federación de Empleados Bancarios, a tener que intentar descifrar en vano el rumor de aquellos bulliciosos mítines en que papá marchaba con el rugido de su puño en alto o el heroico aliento de una determinación suya en alguna huelga de hambre que lo arrojó a una cama de urgencias.
Enmudezco ante el tamaño de estas dudas. Pero entonces me pregunto si acaso para absolverlas no basta apelando al recuerdo de mi padre que se anunciaba firme a través del intercomunicador al llegar del trabajo, con la ambigüedad que nos dejaba su voz al tratar de reconocerlo con un escueto “Yo”, si acaso no sea suficiente con haberlo visto derrumbándose en la silla antes de sentarse apropiadamente en ella, dramático como siempre era, porque detrás de aquella jarra de agua helada yo fui testigo de la súplica de su sed tras un día caluroso, porque las chinelas que tanto tardaba en bajarle eran el clamor de una humanidad harta de estar de pie, porque la lonchera que yo abría por las mañanas en el colegio tenía su cariñito postergado; y entonces comprendo por fin que quizá alcanzan con todos los rostros de esa melancólica película de mi vida para resumir el cómo, el cuándo y el dónde, el porqué y el para qué papá se irguió como el arquitecto de aquellos días y levantó para mí un palacio de adobe y quincha que ya se derrumba en el noble hoyo donde van a reposar las leyendas.
Entretanto el espejo del tiempo ha transcurrido deformándolo todo. Hace mucho que dejé de salvar la galaxia con mis juguetes y ahora me dedico a la no menos temeraria tarea de la sobrevivencia diaria. En cuanto a papá, tras una jubilación dichosa, debo decir que le alcanzó la sabiduría de ya no tener que demandar cosas mundanas como sus pedigüeñas chinelas, ahora que yace tiernamente empequeñecido como está en la abovedada urna que tenemos en casa donde conservamos sus cenizas.
A un tiempo iracundo y reconfortado, me sobresalto al pensar que el Deustua, flagelado de tiempo, de polvo, de escombros, y de olvido, terminará por parecerse a papá, reducido también a su más pura esencia.
(A la memoria de Ernesto Elías Carnero.)

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