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domingo, 31 de julio de 2016

GOOD BYE, ALEJANDRO DEUSTUA

Despedida del colegio
Se escurre el consuelo de tus manos cuando piensas que si algo muere es porque en verdad estaba vivo.

Ahora que es inminente la demolición del local de nuestro colegio Alejandro Octavio Deustua y que muy pronto se cernirá sobre él la lapidaria frase bíblica que amenaza con no dejar piedra sobre piedra; ahora que en un hondo agujero queden sepultados en efímeros granos de polvo el largo y el ancho, el alto y lo profundo de nuestros días estudiantiles, ha llegado la hora pues de darle un definitivo adiós.

Puedo graficar la índole de la devastación con estas palabras: Un rayo de luz languidece su vasto viaje sideral al impactar en un árbol y derrama sobre él una sombra y es esa sombra la verificación de su existencia decretada así desde lo más alto por el luminoso hacedor de todo lo visible, ese ardiente soberano de dorada cabellera que llamamos Sol.

Pero dentro de muy pocos días cuando un rayo solar apuñale el cielo de Magdalena allí donde palpita más deprisa el corazón de un deustuano, no habrá sombra alguna que se recline ante ese ojo celestial que todo lo ve. Y entonces el azul del firmamento sabrá que allí donde alguna vez estuvo nuestro colegio ya no habrá nada. Y acaso lo que lo sustituya tenga la forma de una rencorosa grieta.

Desde luego antes de que a nuestro querido colegio le sea arrebatado hasta la propia sombra será necesario declararle la guerra a sus muros. Ponerle la zancadilla a la gravedad para que el caos venza a la geometría. Amnistiar al mercenario en su fechoría contra una veterana caravana educativa. En suma, si tal cosa es posible, acallar ese prolongado suspiro que endiosa el pecho de miles de nosotros.

Seguramente la ciencia detrás de la ingeniería de la demolición sea capaz de convertir en ruinas la arquitectura del colegio. Admitamos también que el indolente brazo hidráulico de una grúa doblegará al ladrillo, el adobe y la quincha que en vano se empecinen abrazarse con el melancólico ayer. Llamemos a ese un triunfo de la modernidad sustituyendo lo nuevo por lo caduco. De acuerdo.

Pero también cuando todo se consume, bajo el casco de los obreros que obren este polvoriento fin, se habrá pensado el más analfabeto de los actos. Porque esas manos destructoras no sabrán de las vidas que se edificaron en su interior. Porque el apocalipsis encorvado en el extremo de esa maquinaria que todo lo derrumba, ignorará los muchos génesis que con plomizo color tuvieron aquí su punto de partida. Porque ni la comba asesina, ni el inmutable cincel, ni el maquiavélico plano que concibe otra realidad de cemento, ni el regordete burgués que desde una guarida innombrable frota su codicia y la promesa de un botín dilata su pupila, tendrán la más miserable idea de la sabiduría impregnada en sus muros, ni del eco de los pasos perdidos que dimos en esos patios en la larga caminata hacia la madurez, ni del rumor de un recreo que hablaba todos los idiomas de la Torre de Babel. Nada. Bajo ese casco demoledor no podrá concebirse brizna alguna de una época gloriosa que contemplamos con asombro, ternura y felicidad.

En un desequilibrado duelo, el frío acero de unos brazos mecánicos derribará lo que el laborioso tesón de unos bíceps se encargó de ensamblar. Los bíceps de mi padre y los del resto de ustedes. De ahí que cuando llegue el día en que el puñal de acero del mercader, impune se abra paso entre los envejecidos muros del colegio y rueden sus primeros escombros, con el sobresalto por el desplome la primera viga, seguramente me preguntaré entonces si esa viga y ese muro que caen, si ese polvo que ciega mis ojos y enarena mi boca, conservan aún algo de ese calor de un lejano día en que apoyadas en esos mismos muros las manos de mi padre amasaron una amorosa promesa.

De pie ante toda aquella devastación, minúsculo, habré de preguntarme cuál de todas esas derruidas piedras se ennoblecieron con el hechizo de su bolsillo en aquella columna que mi niñez convirtió en arco de fútbol, rincón del juego de las escondidas y hombro simulado al que le confiaba mis miedos y desventuras, en qué ranura de alguna de las ventanas despedazadas quedó detenida su mirada cuando desde la calle, al contemplar de arriba abajo al colegio que había ayudado a erigir junto a otros muchos bancarios, con incierto orgullo dudó si hizo lo suficiente para abrirme la mejor oportunidad en la sinuosa cuesta de la vida. Y entonces ese caótico día de la demolición donde todo caiga excepto la memoria balanceándose entre dos lamentos de las ruinas, quizá las respuestas a esas preguntas me persuadan que en realidad, con el pecho envanecido, deba reclamarme hijo suyo en cada mota de polvo que el viento disperse.

De cualquier modo cuando haya cesado la obscenidad que supone el punto de vista de alcanzar a ver desde la vía pública lo que solo podía verse desde el interior, con el pudor propio de unos ojos reverentes que saben les ha sido conferido ver lo que a otros les fue negado, y extendida la agonía de nuestro amado colegio en un amasijo de escombros hasta que la ingratitud del tiempo termine de hacer lo que el primer golpe de una comba comenzó, tengo a pesar de ello la impresión que el Deustua se habrá impuesto a la batalla de su sobrevivencia. Lo será porque más allá de la contundencia de las máquinas que desatarán su fin, del trepidante alarido de sus ejes y engranajes, cuando nos sentemos en una gigantesca ronda y en la hoguera de los recuerdos se consuma el desenlace que decretó el fin del Deustua, trascenderá ese día entre nosotros no el feroz artilugio de las máquinas, sino las palabras que los designan.

Así, más allá de la enojosa realidad de la grúa, perdurará la palabra que lo nombra, grúa; como del martillo neumático solo habrá referencia de su crueldad en las palabras martillo neumático y de bola de demolición, apenas quedará su rastro en las palabras bola de demolición. Y siendo así resultará que el colegio Alejandro Deustua, habiéndonos enseñado cuando pequeños el canto de las letras, habrá puesto en labios de nosotros los nombres de quienes serían sus verdugos. De tal forma se habrá evidenciado su contemplativa sabiduría. Y en esa borroneada pizarra que es cada día que amanece, sabremos reconocer entonces que aquel edificio que creímos perdido, ahora es esa discreta voz susurrándonos el bronce de cada palabra que pronunciamos.

Compañero deustuano, camarada en el despojo y en la orfandad, en esta hora grave que tanto se parece a la víspera de un funeral, compartimos el destino de haber estudiado en el Deustua y egresar de él. Labramos nuestras vidas. Crecimos. Envejecimos. Lo saben el poco amable reflejo que nos devuelve el espejo, las úlceras y el incrédulo asombro que se nos dibuja en el rostro frente al vértigo de los pulgares de alguno de los nativos digitales. Y entretanto, lejos de nosotros, los muros de esa esquina religiosa donde se yergue el colegio gimen ahora el paso de los años en la herrumbre de las carpetas, en el cada vez más incierto crujido de las escaleras de madera, en aquella olvidada grieta de ese rincón que ninguna mano cicatrizó. El resultado: tal como nosotros el Deustua también ha envejecido. Y como nosotros mismos también debía alcanzarle la certeza de la muerte en un único y romántico destino compartido.

Me gusta imaginar que habiendo podido postergar su final muchos años después nuestro colegio ha preferido precipitarlo, pues si sobrevivía a todos nosotros, ajeno al amor, ninguna lágrima lamentaría su demolición, mientras que si ocurre ahora tendremos la oportunidad de verlo caer con la solemne majestad con que un añoso árbol cede sus raíces al tiempo. Que sean entonces nuestros ojos y no los de un indolente espectador los que naufraguen en un llanto de pesar. Que sea nuestra temblorosa mano en alto la que le dé un polvoriento adiós. Que seamos nosotros los que nos consolemos afirmando que sí, es cierto, el Deustua murió. Pero también que solamente muere lo que alguna vez estuvo vivo.

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