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domingo, 31 de julio de 2016

MI CORCUERA. (TERCERA PARTE)

trauma de infancia
ESCRIBIRLE A MI PADRINO, EL PINTOR ÓSCAR CORCUERA, FUE LA MANERA EN QUE MI INFANCIA PASÓ DE MARAVILLOSA A DESDICHADA. 

Escribirle a mi padrino, el pintor Óscar Corcuera, fue la manera en que mi infancia pasó de maravillosa a desdichada.

La desdicha curiosamente tenía la forma de una tarjeta festiva. Mi padre me la ponía enfrente para completar el mensaje impreso en ella con motivo de la Navidad o del Día de la Madre dirigido a la esposa de Corcuera, mi madrina Olga. Eran de esas tarjetas que se abrían como un libro, elegantes, con un diseño sugestivo, y que debía apropiarme de su mensaje al escribir de mi puño y letra que yo expresaba lo que aquella mano ajena hubo de concebir por mí: “Son los sinceros deseos de tu ahijado…”

Mi drama consistía en que no recordaba cómo escribir esa extraña palabra con la que yo nunca me topaba salvo por esos días. Ahijado. ¿Era con jota o con ge? Tendría que hacer memoria de cómo lo había escrito el año pasado. Pero, ¿si aquella vez lo escribí mal? Preguntárselo a mi papá no era una opción. Yo había estropeado en años sucesivos muchas de esas caras tarjetas y entonces él resumió su ira en mis patillas. De modo que con ayuda de mi hermana mayor emborronaba la palabra maltrecha y disimulando lo más que podía la impresentable enmienda, la sustituía por la correcta. En la mente de mi papá se había escrito el guion que yo debía haber aprendido por fin a escribir esa bendita palabreja.

Delante de esas engañosamente hermosas tarjetas de saludo mi niñez pasó sus peores trances. Cuando tienes diez años has aprendido a temerle a la oscuridad, al cuco, a los perros, y a las órdenes incumplidas. Y que el miedo tiene insospechadas formas. En mi caso era una nariz empolvada en talco que en víspera de Navidad aparecía en el umbral de mi cuarto con un sobre blanco que llevaba por delante. Y entonces llegaba hasta mí con pasos silenciosos por su andar descalzo, con su inconfundible calvicie, y luego la humanidad entera de mi padre depositaba en la mesa ese sobre atroz que fuera de sus manos dejaba de ser ligero para adquirir el peso de un bulto. Mientras se alejaba sin más me disparaba un escueto: “Llénalo.”

Ajeno a todo este trance, Corcuera, el destinatario de tan accidentada misiva, aguardaba en su casa muy cerca de la mía. De modo que yo lo visitaba sin compañía alguna. Otro miedo por superar en el sudor de las manos y las ganas de ir al baño. Un niño tímido como era yo tenía que valerse por sí solo ante mi padrino, su cabellera cana alborotada y esa escueta barba en el mentón que solo había visto en los personajes malvados de las historietas. Los cuadros y murales de su autoría que ocupaban todas las paredes de la casa, más que arte cautivador, le parecían a mi sobresaltada infancia otros ojos celadores que fiscalizaban todos y cada uno de mis precarios modales y nerviosas palabras.

Algo o mucho de esa experiencia de mi infancia debió decidir mi tránsito por ese sinuoso jardín de senderos que se bifurcan que es el destino. Jamás he vuelto a llenar una tarjeta festiva. Pero hoy me asombra comprobar que he cambiado el miedo de tener que escribirlas por la aprensión que siento de saludar a alguien por alguna celebración.

Los años han pasado. Papá murió. Me hice adulto. Corcuera envejeció. El mural que él pintó en casa sigue en pie. Y desde luego aprendí a escribir ahijado de la manera correcta. Lamento no poder decir lo mismo de mi comportamiento como tal. Quizá sea porque hay miedos que nunca te abandonan. Quizá porque nunca dejas de ser del todo el niño que fuiste y te gobierna sin que lo sepas. Quizá porque en ese jardín de senderos que se bifurcan sencillamente tomé el camino equivocado.

Lo cierto es que hoy, vislumbrado aquella desdicha de mi niñez, comprendo que la sabiduría también consiste en olvidar. Y en perdonar. En este preciso renglón entierro la espina del tiempo que sufrí. Y en este otro renglón extiendo la flor de la palabra con la colorida esperanza de que sus pétalos germinen en una nueva primavera de una relación marchitada entre otoños de olvido.

Y cuando los ojos de Corcuera den cuenta de estas líneas ahora emancipadas de temor y de estropicios pueriles a la ortografía, entonces estaré más cerca de reencontrarme con esa proverbial barba en el mentón de los personajes malvados que en el rostro de mi querido padrino se hará noble.

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