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domingo, 31 de julio de 2016

MI CORCUERA (PRIMERA PARTE)

Mural de Corcuera
Mural de Óscar Corcuera pintado en 1980 en el patio de la casa del autor de esta nota. 


Yo nunca le dije profe a Corcuera. Siempre le dije padrino. Y es
que eso era para mí. Mi padrino de bautizo. Y yo nunca fui su alumno. Fui su ahijado. Su ahijado y su vecino. Lo visitaba en su casa de Maranga unas dos veces al año: para Navidad y para el Día de la Madre y así saluda a su esposa, mi madrina Olga.

Él venía a visitarme también a casa. Y en cierta forma nunca se fue pues en una de las paredes de mi terraza, estampó su arte al pintar un mural con un motivo andino, el de unas mujeres sin rostro laborando en un pueblo. Yo mismo recuerdo haberlo visto cuando niño empapelando la pared con unos pliegos enormes donde ya estaba dibujado el diseño y él, tras extenderlo con nuestra ayuda y afirmarlo sobre la pared, empezaba, según creo recordar, a darle de golpecitos con una especie de cincel para que del otro lado traspasara la silueta del dibujo que después pintaría con ocres de distintos colores.

Yo he crecido viendo ese mural del profe Corcuera. Es más, lo acabo de ver en este instante pues aún sigue allí en la pared de mi terraza, retándome a comprender cómo es que un suceso de mi infancia se aferra literalmente a mi propia casa sin que el tiempo pueda sabotearlo. El hecho es que yo he dejado de ser el mismo pero de algún modo tengo en ese mural y gracias a la destreza de nuestro artista, esa dádiva del destino extendida como un espejo donde puedo asomarme para reconocer en él al niño que fui.

Hoy recuerdo a mi padrino sorprendiéndome con un sobre en cuyo interior una espectacular propina era su forma de decirme lo mucho que me apreciaba, y cubriéndome con la camiseta del Alianza Lima de cuyo testimonio aún guardo por la fascinación que tengo por el color azul.

Mi papá, Ernesto Elías, que fue su compañero de promoción en el colegio Guadalupe, siempre bromeaba con él acerca de quién enterraría a quién. Pues bueno, esa fue una apuesta que el profe ganó largamente a mi padre. Lo vi estremecerse aquella vez cuando despidió a su amigo en el cementerio y su delgada figura y ya cabellera cana, tenían tanto de melancolía y pesar. Espero que se me excuse la miseria de haber pensado en algún momento sobre qué bueno hubiera sido si aquella singular apuesta tendría ahora mismo otro ganador…

Cuando este día esté a punto de desvanecerse y empiece a rodar hacia el olvido, tal vez habré de bajar muy silencioso hasta mi terraza. Y cuando en la penumbra, recuperándolo en la memoria más que viéndolo, surja de la noche ese paisaje de Corcuera entonces las sombras me alcanzarán la certeza de tener a mi querido padrino conmigo.

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