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martes, 12 de septiembre de 2017


A LA MEMORIA DE MARCO VILLEGAS Y HELIO VALENZUELA

(Un homenaje a unos compañeros de estudio cuyos nombres lleva la promoción de mi colegio San Antonio Marianistas:)

Cuando la pelota se elevaba bajo el cielo chalaco de aquella mañana parecía atrapar en su redondez todo ese instante fugaz. Pero cuando terminó de caer y rodó por el patio sin nadie que fuera por ella, ninguna geometría sería capaz de contener el aciago trance que empezaba a cernirse. Quizá él solo se tomó el vientre mientras esperaba que el dolor punzante lo abandonara. O quizá su cuerpo se hizo un ovillo en el suelo. No lo sabemos. O lo supimos pero lo olvidamos. Porque cuando pasan más de veinticinco años los detalles se difuminan y solo quedan su esencia. Y en esa oblicua esencia aparece una pelota que no termina de caer, dos piernas disputándola con temeridad, una mirada lánguida enmarcada bajo un arco, y todos los ojos de nosotros alrededor haciéndonos una y otra vez la misma pregunta que aún no nos acabamos de responder.

En las clases de historia habíamos aprendido las mil maneras en que los hombres se daban muerte. Balas, bayonetas, cañones, minas... Pero ninguna de ellas nos advirtió que las pelotas podían ser asesinas. ¿No se supone que solo servían para jugar? ¿Cuándo una cancha de fútbol se convierte en paredón? Y la pelota bajo ese cielo gris cayendo como una maldición. La pierna sobre el suelo elevándose como una cruz. Un rumor indescifrable serpenteando desde el aire...

Tantos brazos rodeándolo y ninguno capaz de sujetarlo para que no cayera en ese hoyo fúnebre. Tantas enseñanzas en el colegio y ninguna con el conjuro de la vida. Tan evidente el patio de recreo y tan absurdo el desenlace.

Cuando aquella sentencia arrojada sobre su hígado terminó por llevarse a nuestro compañero Marco Villegas supimos lo impredecible que podía ser el libro de nuestro destino. Que acaso no éramos de él sus autores sino apenas personajes de una trama que otro pulso escribe. Que éramos como soldados de la peor de las guerras, una que nunca se declara, una de la que nunca se sabe cuándo ni de dónde te disparan, una en la que tu enemigo está en todas partes y en ninguna. La guerra de la supervivencia.

Y volvió a pasar. Ese francotirador taimado del que se vale la muerte vino de nuevo prematuramente por nosotros. Esta vez a su crueldad le añadió la ironía pues si el agua es vida ahora resultó tener el efecto contrario. Lo comprobó de la peor forma Helio Valenzuela cuando sus brazos de nadador perdieron la lucha de mantener su cabeza por encima del agua. Quizá una gaviota que sobrevolaba presenció su drama desde lo alto. Lo vería convertido en un pequeño Moisés de otro rojo mar bregando por hacerse un hoyo en esas tumultuosas aguas que terminaban por rodearlo. El rostro transfigurado. Las manos hacia el cielo como en una vana plegaria. El aliento entrecortado. Sus fuerzas claudicando. Y entonces, abrumado de olas, con la última bocanada de aire impregnada de sal, mientras en sus pupilas ya empezaba a perfilarse la cresta del insondable infinito, tal vez Helio alcanzaría a lamentarse por ese antiestético ocaso de su vida, el de verse sumergiéndose bajo las aguas arrastrado por las onerosas cadenas de su breve destino mientras que en lo alto las alas de esa ajena gaviota que le sobrevolaba se dejaban llevar libérrimas por aires sin fronteras.

Marco y Helio. La brevedad de sus vidas nos subleva. Les arrebataron de sus sienes los laureles de la graduación en el colegio San Antonio. En nuestra bodas de plata el festejo nunca burbujeó dentro de dos copas. Un par de silencios enmudeciendo nuestras muchas risas. Dos sillas menos donde reclinar la nostalgia. Fotografías de reencuentro doblemente incompletas. Veinticinco años contando sus veinticinco ausencias. El tiempo dilatándose como niebla en el memoriosamente plomo de sus diluidos uniformes.

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