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martes, 12 de septiembre de 2017

                  HOJA DE PAPEL 

Ahora que ha pasado mucho tiempo desde que abandoné las aulas del colegio he comprendido que además de los rostros, de los desdibujados rostros, de mis entrañables compañeros que la memoria diluye, he tenido siempre una modesta compañía y que por modesta quizá nunca había reconocido.

Lo cierto es que cuando estudiaba en el colegio, sobre la espalda temerosa llevaba a cuestas los cuadernos con el innoble vacío de sus páginas que era precisamente el de mi propio desconocimiento. Bajo los cuadernos, el ritual del uniforme plomo. Bajo el uniforme un cuerpo pequeño que mamá hacía más pequeño aún al saberme lejos de casa. La espalda temerosa entonces que se levantaba perezosa en las mañanas recibía en el relativo peso de los cuadernos el dudoso encargo: "Habrás de aprender para el mañana."

Nadie lo dice exactamente pero los cuadernos en blanco sobre la espalda son la metáfora desgarbada de la ignorancia escolar. Casi como una ofrenda en la que uno literalmente desde abajo coloca un poco más alto para acercarse al púlpito del conocimiento. Por esos lejanos días en el colegio Alejandro Deustua hacía exactamente eso. Por esos días te resignabas a que no había otras cosas por hacer. Y quizá era un flaco consuelo ver tus cuadernos sobre la austera carpeta que vigilan los otros sabiendo que esos mismos cuadernos los viste en casa junto a tus soldados, tus dibujos, tu pan con mantequilla y mermelada de fresa escurriéndose hasta embarrarte los dedos.

Si eras perspicaz tal vez podías darte cuenta que tus compañeras de salón comenzaban a llevar los cuadernos de una manera distinta a cómo lo hacían los hombres. Ellas terminaban abrazándolo como si tuvieran un oso de peluche delante mientras que nosotros lo llevábamos de la manera simple, colocándolo en la mano o incluso bajo el sobaco. La naturaleza sexualizaba hasta un hecho tan fútil como ese agregando un toque de suspenso a la doble revelación que comenzaba a asomar bajo las blusas. Y el sentido común de ellas les hacía ver de paso que de esta manera podían aporrear más fácilmente un cuadernazo sobre la cabeza de un faltoso. Nunca entonces las matemáticas, el lenguaje o el curso que sea dolían tanto.

Ahora que lo pienso bien en esos cuadernos debí haber visto el mundo tal como lo doy por hecho. Debe de haber sido allí que vi por primera vez la palabra mundial después de guerra y en un fantasmagórico renglón quedaron hacinados los cádaveres de todas esas personas con la arqueada montaña de su cifra. Fue allí también que se me reveló con todos sus inquietantes detalles el misterio de cómo venían los niños al mundo, página que desde luego no dejo de repasar con empeño. Y en otro cuaderno ningún borrador rompedor de hojas me quitó de la mente que ahijado siempre se escribe con jota aunque el padrino de ese ahijado lo haya dejado en la más completa orfandad.

Me ruboriza reconocer que siempre mis cuadernos terminaban con orejas en sus esquinas que en vano trataba de alisar. Supongo que ahora le pasa lo mismo a mis camisas lo cual en cierta forma es gratificante porque quiere decir que sigo siendo el mismo de cuando estudiaba en el Deustua y que bien o mal yo soy el que en ese entonces aprendió o desaprovechó lo que alguien pretendió enseñar y que lo que hago o dejo de hacer se decidió en mí por aquellos días.

Desde luego en las páginas de mis cuadernos el ocio se hizo un fecundo autor en este caso de toda suerte de indescifrables garabatos, juegos de azar y pudorosas confesiones de amor que mal disimulaba con obvias iniciales dentro de corazones atravesados por flechas de trazo tembloroso. Tatiana debía enterarse de ese siempre impronunciado sentimiento cuando viera los corazones que la aludían al momento de prestarle mis cuadernos. Han pasado ya desde entonces casi la cantidad de años que Moisés erró por el desierto en busca de la Tierra Prometida pero nunca recibí respuesta suya con lo que estoy comenzando a sospechar que Tatiana se está demorando un poco en responderme...

Ahora que debo estar más cerca del día de mi muerte que del día que me vio nacer, con mis cuadernos persistiendo en la forma de incierta añoranza más que como certeza plena, el Deustua es una polvorienta pila de escombros extendida bajo los cielos como una amplia página en blanco del más invicto de mis cuadernos donde alguien que no conoceré escriba a su vez su propia historia.

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