Seguidores

domingo, 17 de septiembre de 2017

EL DEUSTUA RECLINÁNDOSE EN SU REGAZO

EL DEUSTUA RECLINÁNDOSE EN SU REGAZO


Recuerdo un tiempo haber vivido la vida literalmente tras la trepidante luna de una movilidad escolar revelándoseme a través de ella los muchos rostros de una ciudad que se me descubrían por vez primera. Al llegar a nuestro destino el rectángulo de esa luna trepidante se ensanchaba en la vasta geometría de los muros del colegio que siempre me parecieron los de un convento. Y el gallinazo aquel posado en lo alto, se me figuraba una gárgola dudosamente inmóvil. Mi lugar asignado para recibir las clases era al mismo tiempo el refugio de mi timidez. Lo supieron cada uno de los surcos que atravesaban mi carpeta, cada doblez de su sinuosa naturaleza. Y acodado en su melancólico tablero, hurtando casi el cuerpo de la vista de mis compañeros de aula en un fantástico vuelo más allá de lo que podían llevar las alas de aquel ubicuo gallinazo, me abandonaba al delirio de que alguna vez sería grande.

Supongo que ese día por fin llegó. El espejo devuelve una mirada ajena a quien así soñaba dejar de ser lo que era en la estrecha realidad de su carpeta escolar. Pero la capa de castellano que arrastro ahora no deja de tiritar al ver que el tibio sueño de aquel entonces es una vil pesadilla de adobe y quincha despedazados. Bajo el cielo de Magdalena rodó ya la última piedra que se mantenía en pie del colegio Alejandro Deustua dejando tras de sí un polvoriento surco en la tierra huérfana. Y mientras caía, rodeada de sol, de escombros y de tiempo, aconteció el breve drama de ser despojada del lugar que el silencio de los otros le confiaron. Nadie estuvo ahí para reprochárselo. Tampoco mientras se mantuvo en pie cuando estudiábamos dimos cuenta de su pétrea devoción. Debe ser porque las promesas más firmes son las que nunca se pronuncian.

Se me ocurre que con el desplome de esa última piedra la plumífera gárgola de mi infancia se habrá desperezado de su prolongado letargo, en un insólito planeo para desde otra inhóspita cima avizorar con inquietante resignación los otros desenlaces de los mortales que no parecen alcanzarlo.

Ahora que el largo y el ancho, el alto y lo profundo de los muros de mi colegio han cedido a la obscenidad de un espacio vacío, ahora que le ha sido arrebatado los pudores de la sombra y que sus ruinas innobles olvidaron el vértigo de cuando alguna vez fueron una cima; me pregunto por aquellos lejanos días de ternura y asombro; me pregunto dónde yacerá el rastro de mis pasos perdidos, dónde el eco de mi voz en aquellas sordas piedras; en qué indescifrable rincón habremos​ de acurrucar las pupilas para que se dilaten entre telarañas de nostalgia.

De algún modo comprendo que quizá la herrumbre acumulada por todos estos años haya sido la tierna forma que el colegio envejeció junto a nosotros y en ese crujir de sus gradas de madera se dejaba oír el quejumbroso modo que tuvo de decirnos de a pocos adiós. Es extraño comprobar cómo era imposible juntar las manos alrededor de las muchas columnas de sus patios y que ahora podría llenar mis bolsillos con los trozos que le quedan. Eso solo permite una de dos posibilidades. Que yo me hice muy grande o que el Deustua se hizo pequeño. No sé cuál de ambas sentencias es más absurda.

De niño, he dicho, tenía un dilema algo parecido. O el Deustua era realmente un colegio o era un convento que una fantástica escenografía se encargaba de encubrir todas las mañanas cuando entraba a clases. El recuerdo de lo vivido me impulsa a decidirme por lo obvio. Pero después de todo pienso que no me faltaba razón al entrever que también podía ser un discreto convento pues de qué otro modo sino se explica que mi espíritu vague impenintente traspasando puertas que a ningún lugar conducen, fatigando aulas que se dilatan en la intemperie solo para descubrir que no hallo lo que me justifica.

Lo cierto de todo es que ahora entre muchos descalabros en lugar del gregario tañido de su campana congregándonos hacia el repertorio de las aulas será un indolente testigo el que habrá de oír la efímera marcha de los autos cada cual con su angosto destino. Quizá en los días por venir su devastada esquina sea como aquella olvidada rosa del anónimo jardín en cuyos pétalos se marchita la promesa de una primavera que nunca llega. Pero pronto andando poco o mucho el implacable reloj, bajo las alas del gallinazo aquel extendidas como una profecía firme a los siglos, en el rugido de una mansa ola de ese cercano mar nuestros últimos recuerdos del Deustua se deshacerán en un espumoso charco que devora la arena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario